jueves, 24 de diciembre de 2015

Feliz (¿feroz?) Navidad



En días como estos que vivimos ahora, cuesta no dejarse arrastrar por ese manto de sensiblería oficial que parece tener que usarse para todo, desde la necesidad (nos dicen) de entonar un íntimo mea culpa por permitirnos no recordar más a menudo a TODOS los demás hasta para esconder bajo un baño de espíritu de solidaridad popular lo que no es sino incompetencia de los poderes públicos en la atención de sus obligaciones sociales.

No siempre ha sido así. Con respeto hacia diferentes creencias religiosas, la Navidad (la Pascua de Navidad, que se decía) era la época en que casa por casa se compartía todo (particularmente las carencias, que eran muchas) por todos, en unas fechas que iban más allá del significado religioso del Nacimiento del Niño como dogma. ¿A santo de qué, si no, que se cantaran villancicos como aquel de “En el Portal de Belén / han entrado los ratones / y al bueno de San José /le han roído los calzones” sin que nadie pensara en falta de respeto o irreverencia? O que la chiquillería, ante el pesebre de la parroquia, y ante la mirada beatífica del cura, entonara a voz en grito: “Esta noche nace el Ni-i-i-iño / y es mentira, que no-o-o-o nace; / que esto es una ceremo-o-o-onia /que todos los a-a-años se hace” sin que nadie pensara en herejía ni anatema, sino en una expresión popular de crítica por la diferencia entre el recuerdo de la simpleza del Misterio y el boato de la jerarquía.

Pero el país fue cambiando y, contrariamente a lo que ocurre ahora, que crece el PIB del país en  paralelo a la tasa de pobreza, la clase media se fue fortaleciendo y la gestión comercial descubrió el impacto del crecimiento del consumo, con lo que el slogan de unos grandes almacenes patrios (hoy desaparecidos) hizo furo y caló en la sociedad de entonces: “Practique la elegancia social del regalo”, Y de ahí al paulatino acabose actual, un  paso. Lo que manda es el consumo, hasta el punto de que sacrifican los sacrosantos horarios comerciales, y no el sentido religioso de estos días (para no buscar líos metafísicos, se promociona con igual intensidad la compra de regalos con excusa laica –Papá Noel- o religiosa –los Reyes Magos-),  y las entrañables fiestas de hace años se convierten en un frenesí de compras, pese a que los datos estadísticos certifiquen que no llega al 20 % de la población la que percibe una mejora económica (proclamas gubernamentales aparte).

La otra cara de la moneda de estas subrepticias imposiciones sociales es la de conseguir crear cierto malestar íntimo porque lo de “las personas de bien” (y si no lo haces, no lo eres) es felicitar a todo hijo de vecino, en un acto de obligado buenismo igualitario, sea quien sea el receptor de la felicitación, y haciéndote crecer una monstruosa mala conciencia si te rebelas. Pues me rebelo: me cuesta desearle felicidad, así sin más, al farmacéutico que exige cobrar 40.000 euros por un tratamiento para la hepatitis C que a él le cuesta 100 euros; o al que ha esquilmado los ahorros de una vida a gente mediante engaños con determinados productos bancarios; o a quienes muestran cruel insensibilidad hacia quienes sólo pretenden enterrar dignamente a sus familiares, asesinados por un régimen político que se resiste a acabar; o a… ¿para qué seguir?


Acudamos, pues, al trasfondo religioso de estas fechas y hagamos votos por que cada uno tenga la Navidad que se merece o, dicho de otra forma, felicitemos de corazón, sin distinguir credos, a los hombres y mujeres de buena voluntad. Y sólo a ellos/as.

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