En días como estos que vivimos ahora, cuesta no dejarse arrastrar
por ese manto de sensiblería oficial que parece tener que usarse para todo,
desde la necesidad (nos dicen) de entonar un íntimo mea culpa por permitirnos
no recordar más a menudo a TODOS los demás hasta para esconder bajo un baño de
espíritu de solidaridad popular lo que no es sino incompetencia de los poderes
públicos en la atención de sus obligaciones sociales.
No siempre ha sido así. Con respeto hacia diferentes
creencias religiosas, la Navidad (la Pascua de Navidad, que se decía) era la época
en que casa por casa se compartía todo (particularmente las carencias, que eran
muchas) por todos, en unas fechas que iban más allá del significado religioso
del Nacimiento del Niño como dogma. ¿A santo de qué, si no, que se cantaran
villancicos como aquel de “En el Portal de Belén / han entrado los ratones / y
al bueno de San José /le han roído los calzones” sin que nadie pensara en falta
de respeto o irreverencia? O que la chiquillería, ante el pesebre de la
parroquia, y ante la mirada beatífica del cura, entonara a voz en grito: “Esta noche
nace el Ni-i-i-iño / y es mentira, que no-o-o-o nace; / que esto es una ceremo-o-o-onia
/que todos los a-a-años se hace” sin que nadie pensara en herejía ni anatema,
sino en una expresión popular de crítica por la diferencia entre el recuerdo de
la simpleza del Misterio y el boato de la jerarquía.
Pero el país fue cambiando y, contrariamente a lo que ocurre
ahora, que crece el PIB del país en paralelo
a la tasa de pobreza, la clase media se fue fortaleciendo y la gestión
comercial descubrió el impacto del crecimiento del consumo, con lo que el
slogan de unos grandes almacenes patrios (hoy desaparecidos) hizo furo y caló
en la sociedad de entonces: “Practique la elegancia social del regalo”, Y de ahí
al paulatino acabose actual, un paso. Lo
que manda es el consumo, hasta el punto de que sacrifican los sacrosantos
horarios comerciales, y no el sentido religioso de estos días (para no buscar
líos metafísicos, se promociona con igual intensidad la compra de regalos con
excusa laica –Papá Noel- o religiosa –los Reyes Magos-), y las entrañables fiestas de hace años se convierten
en un frenesí de compras, pese a que los datos estadísticos certifiquen que no
llega al 20 % de la población la que percibe una mejora económica (proclamas
gubernamentales aparte).
La otra cara de la moneda de estas subrepticias imposiciones
sociales es la de conseguir crear cierto malestar íntimo porque lo de “las
personas de bien” (y si no lo haces, no lo eres) es felicitar a todo hijo de
vecino, en un acto de obligado buenismo igualitario, sea quien sea el receptor de
la felicitación, y haciéndote crecer una monstruosa mala conciencia si te
rebelas. Pues me rebelo: me cuesta desearle felicidad, así sin más, al farmacéutico
que exige cobrar 40.000 euros por un tratamiento para la hepatitis C que a él le
cuesta 100 euros; o al que ha esquilmado los ahorros de una vida a gente
mediante engaños con determinados productos bancarios; o a quienes muestran
cruel insensibilidad hacia quienes sólo pretenden enterrar dignamente a sus
familiares, asesinados por un régimen político que se resiste a acabar; o a… ¿para
qué seguir?
Acudamos, pues, al trasfondo religioso de estas fechas y
hagamos votos por que cada uno tenga la Navidad que se merece o, dicho de otra forma,
felicitemos de corazón, sin distinguir credos, a los hombres y mujeres de buena
voluntad. Y sólo a ellos/as.
No hay comentarios:
Publicar un comentario