El pistoletazo de salida del año nuevo suele comportar
también el disparo de las acciones encaminadas a quitar el polvo al listado de
propósitos de inicio de año renovados una vez más (“esta vez en serio”) que,
por diferente razones posteriores de peso como falta de voluntad, falta de
tiempo, etc., pasan a engrosar esa sensación incómoda de verificar que uno no
es capaz ni siquiera de afrontar esos compromisos íntimos que asume con ánimo
de mejora; nos referimos, naturalmente, a los propósitos clásicos de adelgazar,
hacer ejercicio y aprender inglés, que abanderan todo un catálogo variopinto y
florido de propósitos eternamente incumplidos y perennemente pospuestos sin que
ese incumplimiento deje mayor huella en uno, más allá de esa cierta incomodidad
citada.
El azar ha querido que este final/inicio de año con sus
propósitos personales incorporados coincida con el final de la campaña
electoral, lo que permite esbozar un cierto paralelismo con las nuevas
promesas, que suelen sustituir sin ningún rubor a las que han sido incumplidas
(sin que eso, curiosamente, extrañe a la ciudadanía) o de los también
propósitos (pactos se llaman en este caso) de futuro. La verdad es que estos
propósitos o pactos caen en la clasificación de variopintos globo sonda, porque
se revisten de un único “efecto escaparate” con la finalidad de atacar en la
campaña a quien se resiste o se niega a suscribirlos. Dos ejemplos: ¿Hace falta
firmar un “pacto antiterrorista” entre los partidos políticos españoles para
atacar a quien razona no suscribirlo (para no salir en una reedición de la
“foto de las Azores”, por ejemplo, buscando en cambio respuestas alternativas
diferentes a las del partido del gobierno) como
Pro terrorista? ¿Hace falta suscribir un pacto para “defender la unidad
de España” en lugar de uno para analizar las razones (si es que las hay) que
provocan que crean amenazada esa unidad, aprovechando para estudiar, de paso, a
qué se refieren cuando hablan de unidad en ese contexto de campaña?
Si nos fijamos con atención, estas y otras iniciativas
similares que hemos observado estos días, son en realidad perfectamente
inútiles si dejamos aparte su manipulación como efecto escaparate y lanzadas sólo
con objetivos a muy corto plazo de maquillaje para desviar el foco de otros
temas de futuro de país que sí merecerían ser tratados al margen de criterios
de partido, hayan o no elecciones en el horizonte: tratamiento penal de
corrupción y soborno, revisión de la Ley de Violencia de Género, revisión de la
Ley Hipotecaria, actualización de la Constitución, y un largo etcétera en el
que brilla con luz propia el trabajar para que
la EDUCACIÓN (con mayúsculas) deje de ser un arma arrojadiza en la lucha entre
partidos para pasar a ser considerada como lo que es: el sustrato del futuro de
cualquier sociedad/país.
Vale la pena reflexionar, al margen de ideologías, sobre la
importancia de la educación en el desarrollo social, y para ello es preciso
separar los conceptos de “educación” y “cultura”, diferentes aunque vayan
íntimamente ligados. La segunda, de acuerdo con la definición que nos
proporciona el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, es:
-
cultura. (Del lat. cultūra).
-
Conjunto de modos de vida y costumbres,
conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una
época, grupo social, etc.
mientras que la primera nos dice que es:
-
educación. (Del lat. educatĭo, -ōnis).
-
Acción y
efecto de desarrollar o perfeccionar las facultades intelectuales y morales del
niño o del joven por medio de preceptos, ejercicios, ejemplos, etc.
-
…
Todo se lía, sin embargo, cuando la misma RAE admite como
opción de significado para el verbo educar
la de “dirigir, encaminar, doctrinar” con lo que queda abierta la puerta para
la utilización sesgada de la educación. Sea como sea, cabe pensar en si, para
mejorar el futuro de un país (y de sus gentes, obviamente), es más importante
la educación o la cultura, según la definiciones citadas, teniendo en cuenta
que, desgraciadamente, se observa la existencia de una tendencia social, a
nuestro juicio, nefasta, cual es la de considerar que la educación, al igual
que la cultura, queda al cuidado de las instituciones y no del entorno
familiar, olvidando que la educación es como la gota de agua en el estanque:
que impacta en un punto (el individuo) pero se va expandiendo en olas a toda la
superficie del estanque (la sociedad) y al revés, en un proceso recíproco
continuo.
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