domingo, 29 de noviembre de 2020

La felicidad está en el Camino.


Sería injusto y excesivo achacar sólo a los nefastos efectos sobre la salud física y mental de 
la situación de prolongada inactividad a la que obligan las restricciones para la prevención del 
contagio de este maldito virus Covid-19 que nos trae a maltraer a todos el hecho de que 
determinados proyectos, largamente acariciados, se hayan ido al garete. Uno de ellos, del que 
algo sé, pospuesto una y otra vez por variadas razones hasta que es de todo punto imposible 
realizarlo, es hacer íntegro el Camino de Santiago.

 
Curiosamente, es este el tipo de proyectos que se suele ver como ajeno, propio de creyentes 
religiosos recalcitrantes, turistas americanos desocupados (quizá atraídos por la película The 
way – El camino -, protagonizada por Martin Sheen y dirigida por su hijo Emilio Estévez) y, en 
general, casi místicos fanáticos… hasta que, por la razón que sea, te pica el gusanillo. En mi 
caso fue que, en épocas distintas, dos compañeros del trabajo del momento que no se 
conocían entre sí, lo hicieron. Y resultaba llamativo que sus positivos y elogiosos comentarios 
posteriores tuvieran rasgos comunes acerca de la bondad de la experiencia y sus secuelas 
psicológicas sobre actitudes, sobre todo, teniendo en cuenta que sus rutas fueron distintas 
dentro de las reconocidas (han de ser así, reconocidas, por aquello de, con los certificados de 
paso sellados, se deja constancia de que se ha hecho el Camino y se obtiene el “título” de  
Peregrino), distintas también las circunstancias meteorológicas que cada uno soportó, etc.; en 
lo único que coincidían era en que ambos hicieron el Camino voluntariamente sólos, sin 
ninguna compañía, poniendo en valor, al parecer, la vieja y conocida sentencia del Buda 
Lao-Tsé, de que “No hay un camino a la felicidad: la felicidad es el camino”, redondeado quizá 
con la máxima de Sócrates de que “El secreto de la felicidad no se encuentra en la búsqueda 
de más, sino en el desarrollo de la capacidad para disfrutar de menos”, aligerando con ello, 
entre otras cosas, no sólo el bagaje y la carga moral, sino también el peso y volumen de la 
impedimenta cotidiana.

 

De aquí, de escuchar los elogiosos comentarios (expresados ¡ojo, lo sé! no con voluntad de 
convencer de nada) a la proposición íntima de correr esta experiencia, un paso. Pero ¿cuándo 
hacerlo? y, pensando en lo absorbente de la actividad profesional de esos días, se decide que 
lo mejor es archivar la idea en la carpeta de “tareas pendientes” sin fecha, en espera de una 
casi conjunción astral que la permita. Que después se maleen las cosas por motivos 
médico/físicos no pasa de ser una anécdota, dolorosa, sí, porque concentra en ella todos los 
proyectos “de futuro” marcados sine die en la agenda mental de los que ya no se pueden 
cumplir, pero una anécdota. Porque el Camino sigue teniendo su aquel aparte del ejercicio 
físico que representa el hacerlo, aunque quede ahora fuera de cualquier posibilidad su 
realización, y lo confirma los comentarios de Francesc y de Juan Manuel (el caso de Manolo, 
“abonado” a hacerlo con frecuencia, es muy otro) en momentos diferentes. Repasemos.

 
La vieja cantinela de que el Camino te cambia la vida ha sido repetida hasta la saciedad, 
durante años, por peregrinos que, tras llegar a su destino, aseguraban sentirse personas 
completamente renovadas, y Francesc y Juan Manuel, en el fondo, no eran ajenos a ella. El 
sentimiento religioso si lo hay, la emoción de haber cumplido un objetivo tras días de esfuerzo 
continuado o la contemplación de la majestuosidad de la Catedral de Santiago eran, hasta 
ahora, los culpables de la motivación. Ahora, además, un estudio científico, que se encuadra 
dentro del Proyecto Ultreya en el que participa la Universidad Federal de São Paulo junto con 
profesionales de medio mundo, también españoles, demuestra que, efectivamente, hacer el 
Camino de Santiago, puede traer beneficios psicológicos para los peregrinos1 aunque no es 
descartable que los resultados obtenidos, en los que los peregrinos registran una mayor 
relajación, podrían deberse al hecho de estar como de vacaciones, o al contacto con la 
naturaleza y no a la benéfica influencia del Apóstol.

 

El Apóstol, sí, porque el Camino de Santiago, Camiño de Santiago, Camí de Sant Jaume2
Camin de Sant Jacme, Chemin de Saint Jacques,… es, en principio, de origen religioso, la 
ruta que recorren los peregrinos procedentes de España y de toda Europa para llegar a la 
catedral de Santiago de Compostela, donde se veneran las reliquias del apóstol Santiago, y 
es que, desde el hallazgo de su tumba3, comenzaron a diseñarse diversos Caminos para 
poder rendir pleitesía ante él, no únicamente, como decimos, en territorio peninsular sino que 
hubo numerosas peregrinaciones desde el resto de Europa. El culto al apóstol se extendió 
pronto entre los cristianos peninsulares y Santiago fue proclamado por Alfonso II como patrón 
del reino de Asturias, y surgió la costumbre entre los ejércitos de invocar su nombre antes de 
entrar en batalla. La jacobea (que así se llama la peregrinación) fue la última en aparecer 
dentro de las tres grandes peregrinaciones cristianas, tras la de Tierra Santa y la de Roma; un 
número creciente de personas la realizó durante la Edad Media por motivos de fe, al 
considerar que los restos del apóstol tenían una capacidad de intercesión ante Dios.

 
El Camino de Santiago no es una sola ruta, siguiendo también la estela del Todos los caminos 
conducen a Roma, sino una red de rutas. A lo largo de la Edad Media, como se ha apuntado, 
miles de peregrinos salieron de sus casas para hacer su peregrinaje a Santiago de 
Compostela. Esto dio lugar a la creación de muchas rutas dispares que convergen como 
ramas de un árbol para llegar desde todos los puntos cardinales a lo que hoy es una ciudad 
desarrollada alrededor de la Catedral de Santiago de Compostela. Una excepción a esta 
convergencia es el Camino de Finisterre (Camiño a Fisterra), que comienza, precisamente, en 
Santiago de Compostela y va hasta el Cabo Finisterre/Fisterra o el «Fin del Mundo» como era 
conocido en la antigua época romana.

 

El llamado Camino Francés, el que hizo Francesc, es la ruta más popular y se llama así porque 
comienza “oficialmente” en Saint-Jean-Pied-de-Port, en el lado francés de los Pirineos, donde 
muchos peregrinos franceses tradicionalmente habrían comenzado su camino. Esta ruta pasa 
por algunas de las partes más bellas del norte de España, incluyendo grandes ciudades como 
Pamplona, Burgos o León. Se dice que el más concurrido de todos los tramos del Camino es 
el de los últimos 100 km del Camino Francés porque recorrer esos últimos 100 km del Camino 
significa que un peregrino puede obtener el Certificado de Peregrino. 

 
La Vía de la Plata (toma su nombre de la calzada romana que iba de norte a sur desde 
Mérida - Emerita Augusta - hasta Astorga - Asturica Augusta - y que continuó hacia el sur 
hasta Sevilla, y hasta Gijón por el norte a través de la vía carisa. Ojo, eso sí, el nombre de 
esta ruta milenaria nada tiene que ver con la plata (me refiero al metal), sino más bien con la 
piedra, puesto que su nombre procede del árabe balat, “camino empedrado”) o Camino 
Mozárabe, elegida por Juan Manuel, comienza en Sevilla y viaja hacia el norte a través de 
Salamanca antes de desviarse a la izquierda en dirección oeste hacia Santiago por Ourense, 
ya en Galicia. Como esta ruta comienza en el sur, era conocida como la peregrinación 
mozárabe con peregrinos que viajaban desde la España controlada por los musulmanes 
durante la Edad Media o por mar desde otras partes del Mediterráneo y el norte de África. Es 
menos concurrida que la mayoría de las otras rutas, una alternativa más “pacífica” aunque 
con menos servicios al caminante. El último tramo se extiende hacia el norte a través de las 
típicas aldeas y caseríos gallegos no coincidentes con los que se encuentran en el Camino 
Francés y, aunque es más fácil en términos de terreno que éste, hay etapas de días más 
largos de caminata en la Vía de la Plata.


 
A la vista de esta disparidad en la experiencia junto a la coincidencia final de las impresiones, 
no parece arriesgado deducir que todos los peregrinos tienen uno o varios motivos para hacer 
el Camino de Santiago, sean religiosos o, simplemente, para encontrar a su "yo" interior, pero 
la verdad que todos ellos guardan en común, a juzgar por los puntos de coincidencia en los 
comentarios posteriores, que llegan a conocerse a sí mismos mucho mejor. El Camino parece 
ser un lugar perfecto para reflexionar sobre quién eres, la vida que realmente llevas y 
descubrir como reaccionas ante situaciones totalmente diferentes a las que te encuentras en 
tu rutina diaria, y recorrerlo implica un proceso de un profundo autoanálisis personal que 
consigue cambiar en muchos peregrinos la forma en la que se ve la vida y todo lo que la 
rodea porque en el Camino, que saca de la rutina diaria en la que se vive instalado y 
confortable, es donde tenemos que encontrar nuestras propias razones para seguir hacia 
adelante y aprender a convivir con un entorno totalmente diferente al de nuestro día a día.

 
Dicen que uno de los puntos más duros de hacer el Camino de Santiago no es afrontar 
físicamente la dureza de las etapas, sino encontrar la propia razón para seguir caminando 
cada jornada kilómetros y kilómetros sin razón objetiva aparente. Tras recorrer los primeros 
kilómetros, cada uno encuentra su propia razón para seguir adelante y se dará cuenta de que 
el Camino es un reflejo de la vida misma; cada paso te acerca más al final, cada paso suma 
para alcanzar tu meta, pero lo que de verdad importa no es llegar a Santiago de Compostela 
ni, desde luego, terminar los primeros. Lo que importa de verdad, recordando en este punto a 
Lao-Tsé, es cada paso que se da y lo que se vive mientras se camina: el Camino es el hoy, el 
ahora y no lo que será la llegada a destino, de una u otra forma, y enseña que por muchos 
planes que se hagan de cara al futuro, la vida sigue su paso sin detenerse y la decisión de 
exprimirla al cien por cien en cada instante es de cada uno.

 

Bien mirado, es como el esfuerzo para el sacrificio cotidiano sin fecha de caducidad 
(particularmente para que todo acabe bien) a que obliga la observancia de las incómodas 
restricciones para poner trabas al contagio de este virus que nos castiga, más alineada con el 
sentido de responsabilidad y convicción personales que con instrucciones oficiales, siempre 
molestas, desagradables y cuestionables. 
 
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1Albert Feliu, doctor en psicología y uno de los investigadores del Parc Sanitari Sant Joan de Déu, de Barcelona, es un partícipe del estudio y explica: “Durante muchos años he hecho el Camino y siempre, al terminar, he observado cambios. Al compartir esta apreciación con otros colegas que también han hecho la ruta, me confirmaban que ellos habían experimentado lo mismo que yo”. Los cuestionarios base del estudio pretenden evaluar el estado de los participantes antes de hacer la ruta, los días inmediatamente posteriores a su finalización y, por último, una evaluación final tres meses después de haber acabado el itinerario. “Hemos detectado un cambio a nivel de mejoría del estrés, depresión, ansiedad y mejorías en cuanto al afecto positivo, capacidad para poder vivir una vida satisfactoria, felicidad y, también, capacidad para poder vivir una vida más centrada en los propios valores”. Los investigadores también han detectado un aumento de las capacidades relacionadas con el estar atento a lo que hacemos, sin juzgar, apegarse, o rechazar en alguna forma la experiencia así como un incremento de las competencias para poder vivir una vida más desapegada, en especial respecto a los bienes materiales. “No solo queremos ver qué pasa cuando haces el Camino de Santiago, sino que también queremos averiguar por qué pasa”, explica el investigador. Otro dato curioso es que entre los peregrinos que aseguran haber tenido más vivencias de comunión o unión con el mundo exterior mientras hacían el Camino de Santiago se da una repercusión beneficiosa todavía mayor. “Aquellas personas que dicen tener más a menudo estas experiencias mejoran más, sobre todo en el afecto positivo, en satisfacción con la vida y en algunos aspectos muy interesantes, como la capacidad para no juzgar”. Uno de los aspectos terapéuticos del camino está relacionado con el hecho de retirarse a un entorno natural. Pero el psicólogo también destaca que puede haber otros aspectos involucrados, como el hecho de centrar la atención en caminar durante tantos días seguidos, que tiene algo de meditación, y otras variables, como la aceptación del dolor que inevitablemente acompaña a los peregrinos, que suelen acabar con los pies despellejados después de tantas horas de ruta.

2Ya puestos, y glosando la ruta que no se hará, el Camino Catalán del Camí de Sant Jaume, poco conocido, se introduce en España por los Pirineos a través del monasterio de San Pere de Rodes y la ciudad de El Port de la Selva, y requiere recorrer un mayor número de kilómetros hasta unirse a una ruta principal; cobra cierto protagonismo como entrada en la península por ser la primera a disposición de los peregrinos que han realizado su recorrido a través de la costa del sur de Francia, y aunque muchos deciden continuar por el interior de Francia hasta entrar directamente por el Camino Francés, otros se internan directamente a través de la localidad catalana. En su recorrido inicial sigue el original de la Vía Augusta que, aunque se encuentra sustituida por numerosas carreteras principales españolas, fue una de las vías más grandes del territorio español que comunicaban los Pirineos con el sur de España a través de toda la costa mediterránea. Esta ruta catalana continúa por otra ruta secundaria del Camino llamada Camino del Ebro, que comienza a orillas de la costa mediterránea y continua por el interior hasta unirse al Camino Francés en la localidad de Logroño.

3Descubierta sobre el año 820 entre los restos de un asentamiento romano abandonado, sobre ella se construyó un templo que fue ampliado en los siglos siguientes hasta convertirse en la actual catedral.

 

domingo, 22 de noviembre de 2020

Otras pandemias históricas.


¿Quien dijo eso de “Cualquiera tiempo pasado fue mejor”? ¿Quién lo sigue manteniendo? 
Desde luego, ningún epidemiólogo ni, por extensión, nadie medianamente informado sobre 
ésto del Covid-19 y sobre todas las pandemias que, a lo largo de los años, han azotado a la 
humanidad, que han sido decenas, y, de todas ellas, la de la viruela al día de hoy es producida 
por el único virus que se ha podido exterminar (en 1977 se reportó el último caso y en 1980 es 
declarado oficialmente erradicado por la Organización Mundial de la Salud) pese a que ¡ojo! 
para la mayoría hay vacuna. 

 
Por otra parte, es de destacar nuestra corta, cortísima, memoria como individuos, que, aparte 
de otros factores, nos hace perder objetividad al seleccionar mentalmente sólo referencias de 
hechos que nos reconfortan porque remachan nuestro criterio, ceñido, lamentablemente, a 
aquello que conocemos por haberlo vivido y que estamos convencidos de que siempre ha 
existido – y existirá – tal y como nosotros lo conocemos. Nada más lejos de la realidad; sin 
necesidad de meternos en otros berenjenales y limitándonos al tema de las pandemias, sólo 
acude a nuestra mente, con cierto rechazo de la actualidad de la evocación, una situación 
como la actual con la de la mal llamada gripe española, de la que ahora hace un siglo casi 
exacto y tenemos en la retina artículos periodísticos y fotos, y tendemos a olvidar, ignorar o 
minusvalorar otras lacras que han tenido efectos muchísimo peores para toda la humanidad 
aunque, eso sí, son más antiguas y no hay registro gráfico.

 

Si tuviéramos que hacer una especie de ranking perverso de estas pandemias en cuanto a su 
mortandad, la palma se la lleva la viruela, con 300 millones de muertes, seguida del sarampión 
con 200 … y la que despierta todos los demonios en la imaginación con sólo nombrarla: la 
peste bubónica, responsable de la muerte de 150 millones de personas (en la península 
Ibérica, por ejemplo, se pudo haber pasado de una población de seis millones de habitantes a 
dos o dos y medio, con lo que habría perecido entre el 60 y el 65 por ciento de la población. 
Se ha calculado que la mortalidad en la actual Catalunya se situó entre el 50 y el 70 por ciento) 
y, después, muchas otras enfermedades, por desgracia. El caso de la peste bubónica es 
especialmente interesante porque nos permite comprobar que, cuando todo ha pasado, y nos 
creemos invulnerables, se reactiva con más fuerza y nos coge más desprevenidos y confiados, 
confusos y, en definitiva, más indefensos.

 
No es por morbo, pero empecemos por el principio: la peste bubónica es una infección 
producida por la bacteria yersinia pestis en la que predomina la inflamación de ganglios 
infectados en órganos sexuales y ojos. Desde el punto de vista clínico, los primeros síntomas 
son similares a los de la gripe y se presentan de uno a siete días después de la exposición a la 
bacteria. Entre estos síntomas se incluye la fiebre, dolor de cabeza y vómitos.

 
El primer brote de esta infección del que se tiene registro afectó al Imperio Romano de Oriente 
(Imperio Bizantino) y fue conocida como la “Plaga de Justiniano” por el emperador Justiniano I, 
quien fue infectado, pero sobrevivió gracias a un tratamiento intensivo. El resultado fue que 
esta pandemia se saldó entonces con la muerte de aproximadamente el 25 % de la población 
(brote del siglo VI d.C.), unos 50 millones de personas.

El segundo brote se produjo mucho después, y a finales de la Edad Media (1300-1400 d.C.), 
Europa experimentó el brote epidémico más mortífero de la historia con la peste negra (la 
palabra «peste» se utiliza como sinónimo de «muerte negra», aun cuando deriva del latín 
«pestis», es decir, «enfermedad» o «epidemia»), la infame pandemia de la peste bubónica, 
matando a un tercio de la población humana e impregnando la conciencia y la conducta de 
las gentes de perplejidad, lo que no es de extrañar puesto que por entonces había otras 
enfermedades endémicas que azotaban constantemente a la población, como la disentería, la 
gripe, el sarampión y la lepra, la más temida y de peor “prensa”. Desde entonces la peste 
negra se convirtió en una inseparable compañera de viaje de la población europea, hasta su 
último brote a principios del siglo XVIII.  
 

La peste, según el autor árabe Ibn al-Wardi, pudo tener origen en el «País de la Oscuridad», el 
khanato en territorio del actual Uzbekistán. Desde los puertos a las zonas interiores, la terrible 
plaga procedente de Asia se extendió por toda Europa en poco tiempo, ayudada por las 
pésimas condiciones higiénicas, la mala alimentación y los elementales conocimientos 
médicos. Pero la peste tuvo un impacto pavoroso: por un lado, era un huésped inesperado, 
desconocido y fatal, del cual se ignoraba tanto su origen como su terapia; por otro lado, 
afectaba a todos, sin distinguir entre pobres y ricos. Quizá por esto último, porque afectaba a 
los mendigos, pero tampoco se detenía ante los reyes, tuvo tanto eco en las fuentes escritas, 
en las que encontramos descripciones tan exageradas como apocalípticas.

 
Sobre el origen de las enfermedades contagiosas circulaban en la Edad Media explicaciones 
muy diversas. Algunas, heredadas de la medicina clásica griega, atribuían el mal a los 
miasmas, es decir, a la corrupción del aire provocada por la emanación de materia orgánica en 
descomposición, la cual se transmitía al cuerpo humano a través de la respiración o por 
contacto con la piel. Hubo quienes imaginaron que la peste podía tener un origen astrológico 
– ya fuese la conjunción de determinados planetas, los eclipses o bien el paso de cometas – o 
bien geológico, como producto de erupciones volcánicas y movimientos sísmicos que liberaban 
gases y efluvios tóxicos.

 
Tuvo que ser ya en el siglo XIX cuando se superó la idea de un origen sobrenatural de la peste. 
El temor a un posible contagio a escala planetaria de la epidemia, que entonces, en un nuevo 
brote, se había extendido por amplias regiones de Asia, dio un fuerte impulso a la investigación 
científica, y fue así como los bacteriólogos descubrieron que el origen de la peste era la 
bacteria yersinia pestis, que afectaba a las ratas negras y a otros roedores y se transmitía a 
través de los parásitos que vivían en esos animales, en especial las pulgas, las cuales 
inoculaban el bacilo a los humanos con su picadura.

 

Más allá de análisis, que son cosa de expertos, aquí nos detendremos en la leyenda, que no 
es tal, de su propagación, ya que está estudiado que en 1348 la cantidad de personas 
infectadas se duplicaba cada 43 días1, y en ella algo tuvo que ver lo que hoy llamaríamos 
globalización de la época.

 
La conocida como la Ruta de la Seda fue una red de rutas comerciales organizadas a partir del 
negocio de la seda china desde el siglo I a. C., aunque en realidad eran muchos los productos 
que transitaban estas rutas: piedras y metales preciosos (diamantes de Golconda -India-, rubíes 
de Birmania, jade de China, perlas del golfo Pérsico), telas de lana o de lino, ámbar, marfil, 
laca, especias, porcelana, vidrio, materiales manufacturados, coral, etc. y se extendía por 
todo el continente asiático, conectando a China con Mongolia, el subcontinente indio, Persia, 
Arabia, Siria, Turquía, Europa y África. 

 
Una de las paradas/estaciones de la Ruta era la ciudad de Caffa (antigua colonia griega, 
actual Feodosia), que se encontraba en la costa de la península de Crimea, en el Mar Negro y 
desde un tiempo atrás era una colonia de los genoveses, que la habían convertido en un 
floreciente puerto comercial. Los genoveses controlaban la costa de Crimea y monopolizaban 
los intercambios comerciales de la zona -entre ellos el comercio de esclavos-, lo cual 
molestaba “ligeramente” al khan mongol Jani Beg que ya había intentado poner sitio a la 
ciudad en 1343, pero los refuerzos genoveses habían hecho que levantara el sitio. El mal 
sabor de boca y la necesidad de asegurarse el control de los productivos centros costeros 
bajo control genovés, hicieron que volviese a intentarlo tres años después. Así las cosas, sus 
tropas volvieron a poner sitio a la fortificada y cristiana ciudad de Caffa a finales de 1346, la 
cual se defendió como gato panza arriba.


 
Estando en pleno asedio ante las murallas de Caffa, las tropas mongoles empezaron a sufrir 
bajas debido a una epidemia de peste bubónica. En esta circunstancia, los cuerpos de los 
soldados muertos empezaron a ser un incordio para los atacantes y en vez de enterrarlos, 
decidieron enviárselo a los genoveses que defendían la ciudad en forma de “regalito expedido 
por correo aéreo”, es decir, pusieron los cadáveres en las catapultas y los lanzaron al interior 
del recinto amurallado2. De esta forma, se quitaban de en medio un cuerpo apestado y, a la 
vez, inoculaban la peste a los genoveses los cuales, al estar encerrados, doblegarían su 
resistencia.

 
Hoy se sabe que el contacto con cadáveres no contagia la enfermedad pero entonces se 
pensaba que emanaban miasmas nocivos… y el caso es que el diabólico ardid dio resultado. 
Como los síntomas se manifiestan entre dos y ocho días, la peste no tardó en extenderse 
entre la población y a principios de 1347 empezó a producir enormes bajas entre los sitiados; 
no obstante, la peste, no solo se apoderó de ellos sino que se extendió gravemente entre las 
tropas mongoles, hasta tal punto que Jani Beg, ante la cantidad de bajas que estaba sufriendo, 
tuvo que levantar el asedio y retirarse. Los asediados no estaban en mejor situación, pero a 
los supervivientes, al levantarse el sitio, les faltó tiempo para coger sus barcos y huir de la 
ciudad, llevándose con ellos un indeseado acompañante: la peste, recalando primero en 
Constantinopla, la actual Estambul, en la salida del Mar Negro, y contagiando la capital del 
Imperio Bizantino. Al poco tiempo llegaron a Sicilia -que no se salvó de la infección- y 
finalmente a Génova, contagiando también la metrópoli. 

 
La marcha implacable de la Peste Negra fue asolando Francia, España, Inglaterra, 
Escandinavia y, en suma, casi toda Europa, llegando al extremo noroccidental de Rusia. La 
peste, coincidiendo con el calor de la primavera, empezó a extenderse como una mancha de 
aceite por una Europa que no estaba habituada a esta enfermedad. Los supervivientes se 
reducían a un 20% de los afectados, lo que comportó reducir en menos de 4 años, la 
población europea a la mitad ya que cuando se afectaban los pulmones y la sangre la muerte 
se producía de forma segura y en un plazo de horas, de un día como máximo, y a menudo 
antes de que se desarrollara la tos expectorante, que era el vehículo de transmisión. 

 

La transmisión se produjo, pues, a través de barcos y personas que transportaban los fatídicos 
agentes, las ratas y las pulgas infectadas, entre las mercancías o en sus propios cuerpos. Las 
grandes ciudades comerciales eran los principales focos de recepción y, desde ellas, la plaga 
se transmitía a los burgos y las villas cercanas, que, a su vez, irradiaban el mal hacia otros 
núcleos de población próximos y hacia el campo circundante. Al mismo tiempo, desde las 
grandes ciudades la epidemia se proyectaba hacia otros centros mercantiles y manufactureros 
situados a gran distancia en lo que se conoce como «saltos metastásicos», por los que la 
peste se propagaba a través de las rutas marítimas, fluviales y terrestres del comercio 
internacional, así como por los caminos de peregrinación. Estas ciudades, a su vez, se 
convertían en nuevos epicentros de propagación a escala regional e internacional. La 
propagación por vía marítima podía alcanzar unos 40 kilómetros diarios, mientras que por vía 
terrestre oscilaba entre 0,5 y 2 kilómetros, con tendencia a aminorar la marcha en estaciones 
más frías o latitudes con temperaturas e índices de humedad más bajos, lo que explica que 
muy pocas regiones se libraran de la plaga; tal vez, sólo Islandia y Finlandia. La pandemia 
remitió por fin, motu proprio, unos años después, hacia 1353, aunque hasta el siglo XVIII 
siguió habiendo brotes esporádicos, algunos de gran mortalidad, especialmente en localidades 
portuarias.

 
Desde otro punto de vista, los brotes de la endemia cortaron de raíz la recuperación 
demográfica de Europa, que no se consolidó hasta casi un siglo más tarde, a mediados del 
siglo XV. Para entonces eran perceptibles los efectos indirectos de aquella catástrofe: durante 
los decenios que siguieron a la gran epidemia se produjo un notorio incremento de los salarios, 
a causa de la escasez de trabajadores y el comienzo de un ciclo de investigación para 
conseguir adelantos técnicos que permitieran sustituir la mano de obra humana. Hubo, 
también, una fuerte emigración del campo a las ciudades, que recuperaron su dinamismo. 
Esto es así porque a pesar de que muchos contemporáneos huían al campo cuando se 
detectaba la peste en las ciudades (lo mejor, se decía, era huir pronto y volver tarde), en cierto 
modo las ciudades eran más seguras, dado que el contagio era más lento “porque las pulgas 
tenían más víctimas a las que atacar”; en efecto, la progresión de las enfermedades 
infecciosas es más lenta cuanto mayor es la densidad de población, y que la fuga contribuía a 
propagar el mal sin apenas dejar zonas a salvo; y el campo no escapó de las garras de la 
epidemia. En el campo, por su parte, un porcentaje de campesinos pobres pudieron acceder a 
tierras abandonadas, por lo que creció el número de campesinos con propiedades medianas, 
lo que dio un nuevo impulso a la economía rural. Así, algunos autores sostienen, mira por 
donde, que la mortandad provocada por la peste pudo haber acelerado el arranque del 
Renacimiento y el inicio de la «modernización» de Europa.
 

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1En el tercer brote del siglo XVII que, por fortuna, no acabó de cuajar, concretamente en 1665, lo hacía en apenas 11 días, según detallan en un artículo publicado en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS) los investigadores de la Universidad McMaster tras analizar miles de documentos a lo largo de tres siglos de brotes en Londres.

2La descripción más famosa fue prácticamente contemporánea de los hechos y la hizo Gabriel de Mussis, un notario de Piacenza, en su Istoria de Morbo sive Mortalitate quae fuit Anno Dei MCCCXLVIII; y lo cuenta así:“En vista de ello, los tártaros, agotados por aquella enfermedad pestilencial y derribados por todas partes como golpeados por un rayo, al comprobar que perecían sin remedio, ordenaron colocar los cadáveres sobre las máquinas de asedio y lanzarlos a la ciudad de Caffa. Así pues, los cuerpos de los muertos fueron arrojados por encima de las murallas, por lo que los cristianos, a pesar de haberse llevado el mayor número de muertos posible y haberlos arrojado al mar, no pudieron ocultarse ni protegerse de aquel peligro. Pronto se infectó todo el aire y se envenenó el agua, y se desarrolló tal pestilencia que apenas consiguió escapar uno de cada mil”.

 

domingo, 15 de noviembre de 2020

¿Existe el tiempo?


Esta pandemia del coronavirus Covid-19 que nos azota en lo que no se sabe muy bien si es 
realmente segunda ola, resaca de la primera o vete tú a saber qué, ha puesto de moda, sin 
que nos demos mucha cuenta porque prima la incertidumbre ante todo (debida, en parte, a los 
continuos “globos-sonda” que lanzan los diferentes “responsables” en forma de “Descartamos 
que...”, medidas que se aplican al cabo de unas horas), hablar del factor tiempo para todo lo 
que lo rodea: cuántos meses durará este confinamiento, cuántos días está vivo el virus en 
según qué superficie, en cuántos días se incuba, cuánto tiempo requiere el estudio, prueba y 
comercialización de la vacuna, en cuánto tiempo volverá la “normalidad” que conocemos, 
cuánto tiempo hay entre ola y ola y un largo etcétera de “cuántos” a criterio de la situación, 
curiosidad o estrés de cada persona, estando convencidos, en el fondo, de que dominamos 
sin problemas y en cualquier situación eso del factor tiempo, que es algo que está a nuestras 
órdenes, vaya.

 
Pero, permitidme la licencia filosófica para desarrollar la reflexión alrededor de una pregunta 
capital; ¿existe realmente el tiempo? La verdad es que, junto con el espacio, son conceptos 
tan fundamentales que se resisten a ser definidos (como en la conocida cita de San Agustín1
¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé. Si me lo preguntan, no lo sé”). Su 
naturaleza última está fuera del alcance de la ciencia y, sin embargo, toda la física se basa en 
ellos. Han evolucionado con la ciencia: el espacio y tiempo absolutos fueron esenciales para 
el desarrollo de toda la mecánica newtoniana y un espacio-tiempo que depende del observador 
y que se ve deformado por la materia es el núcleo de la revolución traída por la relatividad 
general de Einstein. Todo es relativo: por ejemplo la especie humana tiene menos de veinte 
años galácticos de existencia, que equivalen a 4.500 millones de años terrestres. (los 
científicos calculan que han pasado unos 4.500 millones de nuestros años desde el nacimiento 
de la Tierra mientras que datos recientes apuntan a que el Homo sapiens surgió hace solo 
unos 190.000 años).


 
Parece claro que, también en este asunto, la Ciencia necesita ayuda de la Filosofía, y que es 
indispensable en este punto identificar y analizar los supuestos que subyacen a las teorías 
dominantes actuales. Las viejas preguntas deben ser revisitadas con ojos nuevos: ¿Cuál es la 
naturaleza del espacio y el tiempo? ¿Son continuos o alternos? (y esta pregunta no tiene por 
qué tener la misma respuesta para ambos). ¿Son independientes de la consciencia? ¿Tienen 
sentido el espacio vacío o el tiempo sin cambio? ¿Cómo interactúan con la materia? La 
Filosofía ha reflexionado sobre estos problemas durante siglos y revisar sus conclusiones 
puede proporcionar un buen punto de partida.  No sorprende, pues, encontrar en Grecia los 
dos primeros ejemplos bien conocidos de filósofos del tiempo. Heráclito2 (profusamente citado, 
casualmente, en este blog) defendía que todo a nuestro alrededor se encontraba en un estado 
de constante fluir, que el cambio era lo único que permanecía. Por el contrario, para 
Parménides3, el cambio era una ilusión, ya que para él era lógicamente imposible y su 
discípulo Zenón4 formuló las paradojas que le hicieron célebre, en las que trataba de 
demostrar que el movimiento era imposible porque se componía de la suma de infinitas partes 
(por ejemplo, Aquiles, en una de las más conocidas paradojas, no podrá nunca alcanzar a la 
tortuga a la que dio ventaja en una carrera, porque cuando llega al punto en el que se 
encontraba el animal un instante atrás, éste siempre ha avanzado algo más). Aunque hoy en 
día estas paradojas nos resultan muy ingenuas, podemos sacar en claro que Parménides y 
Zenón asumían que el espacio y el tiempo eran continuos; es más, éste es el caso de todos 
los filósofos naturales griegos bien conocidos.

 
Más cerca de nosotros se relacionaba ya el concepto tiempo con la concepción de divinidad, 
de forma que los teólogos medievales sostenían que Dios no existe en el tiempo sino en la 
eternidad, entendida como la existencia sin tiempo más que como tiempo sin principio ni final. 
Como lo expresó Boecio5: “La eternidad es la posesión completa y perfecta de vida ilimitada 
en un único instante”. Es interesante notar que para los maestros medievales como San 
Agustín o Boecio, este ojo divino que lo ve todo en un mismo instante no suponía ninguna 
amenaza para la libertad. El conocimiento que Dios tiene del futuro no es equivalente al 
conocimiento humano de lo que está por venir, puesto que para Él, todos los momentos de la 
historia son equivalentes. 

 
Newton6 creó definiciones precisas de los conceptos de movimiento, espacio y tiempo. De 
acuerdo con ellas, el tiempo fluye perfectamente uniforme, imperturbable. Kant7, por su parte, 
interpretaba el espacio y el tiempo como nociones a priori que no son abstraídas por la 
experiencia, sino que son el marco que hace que ésta sea posible. Y ya Einstein8 derivó un 
nuevo paradigma en el que todas las leyes de la Física son idénticas e independientes del 
observador. En ellas, el espacio y el tiempo están completamente entrelazados en el 
espacio-tiempo, y ya no son inmutables, sino que se ven deformados por la materia que 
contienen. Su Teoría de la Relatividad ha sido probablemente la transformación más profunda 
en nuestra comprensión del espacio y el tiempo, haciendo avanzar nuestro conocimiento de la 
Física. Ahora, la pregunta es si otro cambio en nuestra interpretación de estos conceptos 
puede traernos la próxima revolución.

 

El actualmente considerado una autoridad en la cosmología del tiempo, el físico británico 
Julian Barbour afirma que está totalmente fuera de nuestras capacidades medir cómo 
cambian las cosas en el tiempo. Más bien al contrario, el tiempo es una abstracción a la que 
llegamos a través de los cambios en las cosas, y continúa sus reflexiones con la idea de que 
cuando medimos tiempo estamos en realidad midiendo distancia (utilizamos el ángulo 
cubierto por la manecilla del reloj analógico para inferir el tiempo transcurrido, el tiempo solar 
es la distancia recorrida por el sol en el cielo, el tiempo sideral, lo que se han desplazado las 
estrellas, el tiempo atómico, las oscilaciones de un átomo de cesio…).

 
Fascinante,¿no? Múltiples trabajos e investigaciones (que no vienen a cuento por su 
complejidad) de Neumann, Tait, Poincaré, Penrose, Sorkin y un ejército de físicos, permiten 
elucubrar una hipótesis: es posible que el espacio y el tiempo no tengan otra naturaleza que 
la que les asignemos por convención y parece que podemos encontrar teorías igualmente 
válidas basadas en supuestos muy diferentes. Esto puede indicar que su realidad 
fundamental no existe independientemente de la experiencia que los asume, en una 
interdependencia inevitable aunque también podría ser que su naturaleza más básica no 
pudiera expresarse matemáticamente y sólo pudiéramos encontrar aproximaciones. O, 
finalmente, podría significar que la naturaleza puede describirse de varias maneras distintas. 
Los diferentes modelos que funcionen con éxito deberían ser entendidos como descripciones 
de la misma realidad, pese a sus diferentes expresiones.


 
Pues hasta aquí hemos llegado. Si estas reflexiones filosóficas sobre el tiempo han 
conseguido, precisamente, que durante un tiempo el lector deje de pensar en la pandemia del 
Covid-19 y sus efectos, que es de lo que se trataba, objetivo cumplido. ¡Ah! Las hipótesis 
citadas son reales, luego cabe ciertamente la pregunta: ¿Existe el tiempo?
 
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1Agustín de Hipona, san Agustín (354 - 430), es un santo, padre y doctor de la Iglesia católica y lideró una serie de luchas contra las herejías . Fue el máximo pensador del cristianismo del primer milenio. Autor prolífico, dedicó gran parte de su vida a escribir sobre filosofía y teología.

2Heráclito de Éfeso (540 a. C.- 480 a. C.), conocido como El Oscuro de Éfeso debido a la naturaleza oracular y paradójica de su filosofía, y El filósofo llorón al ser considerado un misántropo ante el mundo, creía que éste estaba regido de acuerdo con lo que denominó el Logos ("palabra", "razón" o "discurso").

3Parménides de Elea (entre 530 y 515 aC - ?) fue un filósofo griego que escribió una sola obra: un poema filosófico en verso épico del cual nos han llegado únicamente algunos fragmentos conservados en citas de otros autores.

4Zenón de Elea (hacia 490 aC- 430 aC) fue un filósofo griego discípulo directo de Parménides. No estableció ni conformó ninguna doctrina positiva de su propia mano y es famoso por sus intrincadas paradojas que discuten la pluralidad de entes y en algunos casos el movimiento, entre otras cosas.

5Anicio Manlio Torcuato Severino Boecio, conocido también como San Severino Boecio (480 – 524/525) fue un filósofo y poeta latino romano, estadista, traductor de filosofía griega y autor de tratados sobre distintas disciplinas como la música, la aritmética o la astronomía. Acusado de conspirar a favor del Imperio bizantino fue encarcelado, torturado y decapitado, y se le reconoce y celebra en la liturgia como mártir en la fe.

6Isaac Newton (25 de diciembre de 1642jul./ 4 de enero de 1643greg. - 20 de marzojul./ 31 de marzo de 1727greg.) fue un físico, teólogo, inventor, alquimista y matemático inglés que describió la ley de la gravitación universal y estableció las bases de la mecánica clásica mediante las leyes que llevan su nombre.

7Immanuel Kant (1724 - 1804) fue un filósofo y científico alemán de la Ilustración, considerado como uno de los pensadores más influyentes de la Europa moderna y de la filosofía universal.

8Albert Einstein (1879 - 1955) fue un físico alemán de origen judío, nacionalizado después suizo, austriaco y estadounidense. Se le considera el científico más importante, conocido y popular del siglo XX.