Piero Antonio Franco de Benedicti, conocido simplemente por su nombre Piero, es un actor y
cantautor de canción protesta, trova y rock, ya septuagenario, casi de la edad de nuestro Julio
Iglesias, nacido en Italia y radicado en Argentina desde su infancia, muy popular en toda
Latinoamérica pero absolutamente desconocido en España, pese a haber vivido cuatro años
entre nosotros porque en 1976 debió exiliarse de Argentina cuando el terrorismo de Estado
intentó secuestrarlo en Buenos Aires. Aquí se refugió en la provincia de Guadalajara, en el
municipio de Utande, donde encontró un viejo molino que se convirtió en su hogar, apartado
de la actividad musical. Pocos meses antes de su regreso a América, sin embargo, Piero se
trasladó a Madrid, dónde la retomó y empezó a traducir varias canciones italianas de cierto
corte social que incorporaría a su repertorio.
Famoso por el tono sarcástico y por el ritmo melódico en sus canciones, y por su compromiso
social, ya en 1971 la dictadura le prohíbe la venta y radiodifusión de una canción compuesta
por Alberto Cortez, “Los americanos” (refiriéndose a los estadounidenses), en la que se retrata
a una sociedad, con una crítica que se suaviza a través de la ironía y el tono desenfadado,
crítica, ya digo, a la sociedad estadounidense, y no tanto, en este caso, al proceder de los
gobiernos de EEUU, y que hoy es un icono de los revolucionarios. Una de las estrofas de la
canción dice: “… si conocen historia / no es por haber leído / sino de haberla visto / en el cine
americano… “
La canción parodia el cliché estadounidense y, entre otras cosas, como en la estrofa citada, se
burla de la versión hollywoodiense de la historia, en la que los patriotas, lejos del fanatismo,
son siempre los más valientes, las situaciones, más enrevesadas que en la realidad y los
horrores, dependiendo de la conveniencia del momento, más escalofriantes o más dulcificados.
Incluso, a veces, el final de los acontecimientos que narran es diferente a lo ocurrido en
realidad, todo ello con el objetivo de que el producto resultante sea más cinematográfico. Y
hay quien cree a pie juntillas lo que ve en la pantalla olvidando que está viendo cine histórico
o de época que es, simplemente, un género cinematográfico caracterizado por la ambientación
en una época histórica determinada, tanto si los hechos y personajes representados son
reales como si son imaginarios1 y que desde sus inicios ha sido notorio su uso como panfleto,
es decir, como vehículo para la transmisión de propaganda política (justificativa o crítica) de
todo tipo de ideologías y regímenes.
Más allá de la historia-espectáculo o, si se quiere, de la relación de la Historia con el cine, se
deduce de aquí que el concepto “historia” tiene bastante de subjetivo, en razón de lo que cada
cual quiera creer como cierto o, más usualmente, qué interesa que se tome como cierto,
prescindiendo a veces, incluso de la evidencia tantas veces repetida de que la Historia se
ocupa del estudio del pasado de las sociedades humanas (no de los Estados; la historiografía
oficial, frecuentemente pasa de puntillas sobre la Historia) y, pese a que el pasado no puede
pensarse como algo desconectado de los otros tiempos, el presente y el futuro, su
sacralización y modelización hace perder de vista la realidad. Permitidme, al hilo de esa
evidencia, repetir aquí unas obviedades: el presente es el tiempo que estamos viviendo y, por
lo tanto, es el tiempo desde el que estudiamos los hechos del pasado. Entonces, nuestros
intereses y nuestras preocupaciones del presente influyen ahora en nuestra forma de ver el
pasado (por ejemplo, al estudiar hoy la Historia de la Antigua Grecia nos hacemos preguntas
muy diferentes a las que se hacían los estudiosos de la Edad Media, o los hombres del
Renacimiento que estudiaban esa misma Historia); el presente se proyecta hacia el futuro, lo
que quiere decir que nuestras acciones presentes están orientadas hacia algo que queremos
que pase en el futuro, tanto en la vida cotidiana como en el estudio de la Historia. Con todo
ello cobra valor el viejo adagio: ”Estudiamos la Historia (el pasado) porque nos sirve para
aprender (en el presente) de nuestros errores, para no volver a cometerlos (para el
futuro)”.
Historia-espectáculo.
Esto, que sobre el papel, todos lo entienden, se convierte muchas veces en mera teoría
desde el momento en que se produce una ostensible divergencia entre el pensamiento
racional y la actitud emocional que no es descabellado tildar de visceral. Todos nosotros
nacemos (y quizá vivimos) en unos determinados lugar y momento históricos con los que nos
sentimos identificados y consideramos nuestros. De aquí a creerlos firmemente inmutables,
definitivos, última etapa histórica que ya no admite cambios, un pasito. Y no es así: la historia
de la humanidad, de las sociedades, es una relación de cambios continuos, a veces rápidos y
a veces muy lentos y, mirando atrás, todas las épocas son históricas. La nuestra, también.
Un ejemplo ilustrativo entre muchos: con esto de los quebraderos de cabeza con Catalunya,
que si autonomía, que si independencia, que si república, que si no sé qué, y sin tomar partido,
alguien colgó en las Redes Sociales un mapamundi del siglo XVIII en el que, en España, se
citaban Castilla y Aragón (no, por cierto, León, Asturias, etc.) y no Catalunya, sirviéndose de
ésto para lanzar un pretendido “zasca” (que ahora están tan de moda) que, realmente,
resultaba un canto a la ignorancia de quien lanzaba el “zasca” porque, vamos a ver, tampoco
estaban en ese mapa, por ejemplo, Chile, o Estados Unidos, o Italia, o la República Checa,
o… ¿Y? El mundo no siempre ha sido/es/será como uno lo conoce. El pasado, incluso para
algunos usuarios de las Redes que se muestran refractarios a admitirlo, es eso, pasado del
que sólo se han de extraer enseñanzas (y saberlas extraer, claro), nunca tomarlo como
modelo, y el futuro es una incógnita, nos guste o no.
Más espectáculo.
Desde un punto de vista psicológico, si uno nace hoy, está firmemente convencido de que el
mundo que lo rodea ha sido siempre así, como él lo conoce, y que nunca cambiará ni puede
hacerlo, entre otras cosas porque si lo hace de forma que este cambio le afecte de alguna
manera a él, le podría provocar un traumática ruptura de esquemas mentales y, posiblemente,
una merma en el sentimiento de confortabilidad con el entorno (pánico al cambio, en definitiva).
Esto, curiosamente, también es de aplicación a lo que sabemos hoy, a lo que concedemos el
rol de que siempre ha sido así. Entre los múltiples ejemplos que lo desmienten. fijémonos en
la idea de Pangea, ese supercontinente que dio lugar a los actuales mediante los movimientos
de las placas tectónicas; pues bien, este saber, que hoy está fuera de discusión, cuando fue
expresado en 1912 por el geofísico alemán Alfred Wegener sólo fue motivo de burlas y
cuchufletas hasta que se comprobó 50 años después (con Wegener muerto, por cierto).
Nada más lejos de la realidad, pues, esta inmutabilidad. Tomando como referencia los cambios
geopolíticos que no figuraban en el mapamundi citado más arriba, y ciñéndonos a
Latinoamérica, los países latinoamericanos son muy jóvenes; hace apenas 200 años eran
todavía sólo colonias españolas que luchaban por su independencia y la primera mitad del
siglo XIX (ayer, como quien dice) vio la liberación de todos ellos de la metrópoli, mientras hoy,
como países indiscutiblemente independientes, forman parte natural del “escenario” que nos
rodea y acompaña.
El estudio de la historia, ya de cada uno de esos países, continuando con ellos, nos permite
saber (y aprender en beneficio de las personas, no de los estados, que pasan y quedan en la
Historia - ¿qué se ha hecho del imperio romano, persa, egipcio, soviético,… español -,
mientras las personas viven sea cual sea la época histórica) que en la segunda mitad del
siglo XIX, una vez alcanzada la independencia, se vivieron duras luchas intestinas por el
nuevo poder (no equivalentes a ruptura de convivencia social, como algunos quieren inducir a
pensar en otros procesos similares) que a la postre desembocaron en un afianzamiento de la
unidad nacional-territorial y que, ya en el siglo XX, se sucedieron en la mayoría una serie de
gobiernos democráticos que no tenían, curiosamente, demasiado apoyo popular condicionado,
sin duda, por el analfabetismo de la época, el voto rural y pobre del campesino al dictado del
hacendado-patrón de turno, la prohibición del voto femenino, el alto porcentaje de inmigración
(sin derecho a voto), el hecho fundamental de que el voto aún no era secreto, y mil razones
más. Los dirigentes elegidos, además, pertenecían a la misma clase gobernante de antes de
la independencia, la más acomodada, y no es baladí resaltar que los militares solían estar
encuadrados en esa clase.
Pero a medida que las sociedades van siendo conscientes de los movimientos sociales en
todo el mundo son menos proclives a votar gobiernos que sólo trabajan por sus intereses, a lo
que hay que añadir que las votaciones empiezan a ser secretas y más libres, con lo que
empezaron a nacer partidos en condiciones de arrebatarle el poder a la clase que siempre lo
había tenido (como natural suyo, como también se observa ahora, cuando Trump, en Estados
Unidos, se huele que alguien puede ganarle), lo que por cierto, condujo a conocidos golpes de
estado protagonizados por militares apoyados por las clases conservadoras (de su estatus) y
reaccionarias. Dejémoslo aquí.
Pero todo esto se ve y analiza ahora, estudiando el pasado, la Historia, no en su presente,
ponderando, ahora por los estudiosos, si alguno de estos aspectos es aplicable al hoy y
poniendo en valor la idea de que, pensando y diseñando el futuro que queremos para nuestros
descendientes, estudiar el pasado nos ayuda a reconocer y evitar fallos que no queremos que
se repitan; pero, después de saber en qué futuro se trabaja. Nunca al revés, evitando la t
entación, casi siempre perniciosa, de tomar el pasado como modelo.
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1Hay que respetar, no obstante, a quien está dispuesto a jurar y perjurar, en un ejemplo de nuestros pagos, la veracidad incuestionable de los hechos históricos tal como se narran en la conocida película El Cid (1961), una auténtica «epopeya cinematográfica», como la calificó su propio director Anthony Mann, protagonizada, como es sabido, por Charlton Heston en el papel del Cid y Sofía Loren en el de doña Jimena.
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