No falla. Cada vez que el afrontamiento de esta pandemia del coronavirus Covid-19 que nos
azota genera una noticia, en particular si hace referencia a medidas colectivas que implican
un incremento de las restricciones, ya sea en el ámbito personal o en el castigado ámbito
comercial-económico (que a nadie gustan, ojo, no malinterpretemos), asistimos a continuación
a un guirigay de opinadores creadores de opinión “bien informados” cuya única misión parece
ser la de sembrar aún más intranquilidad y cizaña en el ciudadano, ya suficientemente
cansado, confuso, perplejo, susceptible e irritable. Esta desinformación se ha vuelto el mejor
aliado del coronavirus hasta el punto de que la Organización Mundial de la Salud (OMS)
también advirtió sobre una “Infodemia” en este caso, resumida en el documento «El peligro de
la ‘infodemia’ de noticias falsas frente a la Covid-19». La OMS emplea desde hace tiempo el
anglicismo infodemic para referirse a un exceso de información acerca de un tema, no es
nuevo, mucha de la cual son bulos o rumores que dificultan que las personas encuentren
fuentes y orientación fiables cuando lo necesite y, siguiendo esa línea, entre nosotros, el
anglicismo infodemia, que se emplea para referirse a la sobreabundancia de información
(alguna rigurosa y otra falsa) sobre un tema, está bien formado y, por tanto, se considera
válido.
La información errónea y falsa puede perjudicar la salud física y mental de las personas,
incrementar la estigmatización, amenazar los valiosos logros conseguidos en materia de salud
y espolear el incumplimiento de las medidas de salud pública, lo que reduce su eficacia y
pone en peligro la capacidad de los países de frenar la pandemia; en definitiva, trunca vidas,
pues sin la confianza y la información correcta adecuadas, las pruebas diagnósticas se
quedan sin utilizar, las campañas de inmunización (o de promoción de vacunas eficaces) no
cumplirán sus metas y el virus seguirá medrando. Además, la información falsa polariza el
debate público sobre los temas relacionados con la pandemia, da alas al discurso de odio;
potencia el riesgo de conflicto, violencia y violaciones de los derechos humanos; y amenaza
las perspectivas a largo plazo de impulsar la democracia, los derechos humanos y la cohesión
social.
Por todo ello, ya en la Asamblea Mundial de la Salud de mayo de 2020, los Estados Miembros
de la OMS aprobaron la resolución WHA73.1, sobre la respuesta concreta al Covid-19. En la
resolución se reconoce que gestionar la infodemia es una parte crucial del control de la
pandemia, se hace un llamamiento a los Estados Miembros para que proporcionen contenidos
fiables sobre la misma, adopten medidas para contrarrestar la información errónea y falsa, y
aprovechen las tecnologías digitales en todos los aspectos de la respuesta. Asimismo, se
hace un llamamiento a las organizaciones internacionales para que combatan la información
errónea y falsa en la esfera digital, trabajen para prevenir que las actividades cibernéticas
dañinas socaven la respuesta sanitaria y apoyen la facilitación de datos de base científica a la
población.
La verdad es que, en la actual situación, la sociedad ansía desesperadamente datos fiables y
la infodemia ha supuesto un pesado lastre en el necesario debate sobre el Covid-19. Entre los
ejemplos en el frente terapéutico se incluyen el rápido auge y la posterior no menos rápida
caída (vistos los resultados) del tratamiento basado en la hidroxicloroquina, la difusión del uso
de lejía diluida como tratamiento –ambos potenciados en gran medida por la adhesión
personal del anterior presidente de los Estados Unidos. ¡Cómo no creerlo si es el “gran jefe”!−
y la inclusión de la ivermectina en las directrices terapéuticas nacionales de Perú y Bolivia en
base a experimentos in vitro e información fraudulenta. Pero existen otras áreas críticas en las
que la información falsa o tergiversada ha desempeñado un papel a lo largo de esta pandemia,
incluyendo el debate sobre la protección de la población infantil durante el confinamiento, el
uso de mascarillas o el nivel y la duración reales de la inmunidad al virus. Todo esto,
principalmente, procede de la precipitación en la publicación científica y/o general, que en
algunas ocasiones situó los intereses partidistas por encima de las pruebas contrastadas, y
de un exceso general de opiniones cuando se dispone de pocos datos o la información es
deliberadamente engañosa.
Y es que, estrategias políticas y falsedades interesadas aparte, al inicio del problema, la
comunidad científica se lanzó a llevar a cabo la investigación, orientada a salvar vidas, sobre
el nuevo coronavirus, y lo hizo a una velocidad sin precedentes. La rápida obtención de
conocimiento sobre el virus (SARS-CoV-2) y la enfermedad (Covid-19) pronto sobrepasaron
la capacidad de las publicaciones del ramo para evaluar científicamente los artículos antes de
difundirlos. Con los medios abrumados, y la genuina intención de compartir con rapidez el
conocimiento útil, la comunidad científica se volcó en los repositorios en línea que publican
manuscritos sin revisión, con lo que se acelera la difusión, pero no se garantiza la calidad y
exigen un esfuerzo adicional por parte de la comunidad académica para distinguir los
experimentos y las interpretaciones rigurosas de aquellos que no lo son tanto. La sociedad en
general, con toda la razón, se hace muchas preguntas y exige respuestas por parte de los
científicos y de los actores políticos. El problema estriba en que, movidos por el sentimiento
de urgencia, los periodistas y su público se han precipitado a compartir nuevos hallazgos o
hipótesis, independientemente de la calidad de los datos en los que se basaran. Dicha
desinformación, a su vez, puede provocar rápidamente ansiedad y confusión en las personas
que reciben la información.
Las prisas por generar resultados han provocado que algunos estudios defectuosos e incluso
fraudulentos hayan logrado situarse en revistas médicas muy prestigiosas, lo que ha tenido
consecuencias inmediatas. Un ejemplo con un producto ya citado: en mayo del 2020, se
publicó en The Lancet 1un gran estudio observacional que demostraba que la hidroxicloroquina
no aportaba beneficios (e incluso perjudicaba) a los pacientes de Covid-19, lo que provoco que,
al cabo de 48 horas, un ensayo clínico financiado por la OMS, ya había interrumpido su
estudio con hidroxicloroquina. Además, entidades financiadoras y científicos de todo el mundo
tomaron decisiones basadas en el artículo. Pero los datos usados en el artículo nunca fueron
publicados por su propietario, una empresa ahora inexistente. Un artículo anterior que utilizaba
el mismo conjunto de datos, publicado en The New England Journal of Medicine2, ya había
influenciado la forma en que el personal médico prescribe fármacos cardiovasculares a los
pacientes de Covid-19. De ambos artículos se retractaron sus autores, no las revistas.
Y llegamos al “coco” en la infodemia: las redes sociales, que son un arma de doble filo,
durante esta pandemia y en otras crisis. Extremadamente útiles para promover el debate entre
la comunidad científica, para compartir con celeridad las críticas a los datos o los artículos
erróneos y para difundir rápidamente resultados útiles pero, por otro lado, también han
contribuido a difundir conclusiones de estudios defectuosos, y a propagar información falsa
deliberadamente. Está comprobado que, en épocas de incertidumbre, los textos equívocos
son mucho más populares que los que difunden información rigurosa sobre salud pública. Las
redes sociales han dado lugar a una revolución en la forma en que las personas se comunican:
han facilitado en gran medida la formación de “tribus de opinión”: grupos compenetrados de
personas que comparten ideas, valores e información selectiva pero, al mismo tiempo, el
discurso también puede radicalizarse más, dado que la mayoría de estos grupos comparten
preocupaciones y valores similares, y están dispuestos a adoptar propuestas que en algunas
ocasiones son moralmente inaceptables, porque el sentimiento de pertenencia a un grupo les
resulta más tranquilizador. El principal problema estriba en que se pierde la perspectiva
comunitaria y el interés del grupo se percibe como el único interés legítimo.
En estos momentos, y con el conocimiento actual, la estrategia que está siguiendo tanto la
OMS como el Ministerio de Sanidad en España es adecuada, y no podemos caer en el
alarmismo si esta enfermedad en el futuro incrementa su prevalencia y el número de muertes,
como es esperable. Nuestro sistema sanitario es uno de los mejores del mundo, y está
preparado para afrontar las consecuencias de esta enfermedad, mas ningún sistema sanitario,
por excelente que sea, puede evitar que haya enfermedades. Hay que conseguir contener
tanto la extensión de la enfermedad como la extensión de la desinformación, debemos
procurar limitar una posible saturación de nuestro sistema, que debe seguir dando respuesta a
otros muchos problemas de salud que ahora parecen invisibles. No solamente el
comportamiento individual es crucial, que lo es, debemos de tener presente los
comportamientos colectivos, incluyendo nuestros sistemas económicos y sociales que pueden
ayudar o no a mejorar la salud.
Lo que parece claro es que estas enfermedades no pueden manejarse exclusivamente desde
un punto de visto local. El mundo global tiene muchas ventajas, pero también provoca que las
enfermedades y su “des/información” traspasen fronteras mucho más fácilmente. Debemos
tener presente que estas enfermedades seguirán apareciendo en el futuro, como, por otra
parte, ya lo hicieron en el pasado, pero ahora su expansión será más global. Desde los años
70 del siglo pasado hasta 2007, se descubrieron 40 enfermedades infecciosas nuevas en el
mundo, a añadir a las que ya conocíamos. Tiempo habrá para analizar y mejorar las respuestas ante estas pandemias. Para reflexionar
por qué ahora la población está más receptiva a medidas de protección individuales como
lavarse las manos, o el uso de pañuelos desechables, cuando eran medidas que se llevan
difundiendo, sin éxito, para luchar contra la gripe, a la que se le atribuyeron en 2019 en
España 6.000 muertes y más de 500.000 casos. Para analizar de qué forma tenemos que
trabajar en el futuro en el concepto de salud global, una salud sin fronteras, ya que nos
estamos dando cuenta de que las enfermedades no tiene pasaporte. De entender que el
mayor problema puede ser que la desinformación o la mala gestión de la información nos
lleve al pánico o a la excesiva relajación, que impida una respuesta eficaz. De comprender
que, por muy importante que sea, el coronavirus no es ahora mismo el único problema de
salud que tenemos en nuestra sociedad. Pero ahora es el momento del consenso en
estrategias y políticas coherentes, tanto sanitarias, económicas como sociales, del equilibrio
entre el derecho a la información y a la información útil, que haga que la población
dimensione el problema en su justa medida. Para que, al final, eliminemos esos árboles de
desinformación e incoherencia que nos impiden ver el bosque.
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1Revista médica británica (El escalpelo), segunda mundial en prestigio, publicada semanalmente por The Lancet Publishing Group.
2Revista médica estadounidense publicada por la Sociedad Médica de Massachusetts
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