domingo, 30 de mayo de 2021

Bienvenidas sean las rutinas.

 


Puestos a buscar, resulta que es mentalmente muy saludable llegar a determinar si todo lo que estamos pasando con esta pandemia nos ha dejado
a la postre, si no algo positivo, algo que no sea del todo tan negativo como lo vemos todo, y para ello nada mejor que trasladarse mentalmente al más duro de los escenarios, a esos días confusos y difíciles de confinamiento estricto con todo el día (y todos los días, uno tras otro) por delante sin saber realmente qué hacer. En esa época pudimos calibrar la importancia en nuestras vidas de las rutinas, tan denostadas por otra parte. Etimológicamente, la palabra rutina procede del vocablo francés route y este del latín rupta o camino abierto en el bosque, ya que cuando se abre un camino y es recorrido muchas veces se convierte en una ruta, en un camino trillado, en una rutina y tener una rutinas marcadas ayudan a reorganizar el cerebro y a liberar trabas para aquellos procesos más creativos. Automatizar actos cotidianos, como hubo que hacer durante el confinamiento más duro, libera espacio mental para dedicarlo a asuntos más relevantes o creativos. Este es uno de los mucho beneficios de los hábitos (si no queremos utilizar el vocablo “rutinas”), en especial en personas desorganizadas.

 Decía el psicólogo William James, hermano mayor del escritor Henry James (ya sabéis, el de Otra vuelta de tuerca, su obra maestra) y reconocido como el padre de la psicología en Estados Unidos a la vez que como una de esas personas que lo dejan todo para más tarde por padecer indecisión crónica y llevar una vida caótica, que “Cuando más desordenada es una persona y más desconcertante es la situación exterior, más necesarias son las rutinas para conjurar “la tiranía de los estados de ánimo”, por lo que intentó aplicarse a sí mismo “hábitos de orden” y cuando no conseguía los efectos buscados, tomaba cloroformo para poder dormir. “Cuantos más detalles de nuestra vida cotidiana podamos entregar a la fluida custodia del automatismo, más libres quedarán las facultades superiores de la mente”, disertó James en una conferencia que impartió en 1892 en la Universidad de Harvard, donde era profesor de psicología. 


V
ale que de las rutinas a las manías sólo va un paso, y si no, que se lo digan a Franz Kafka, que tenía por costumbre ejercitarse diez minutos al atardecer desnudo frente a una ventana abierta antes de lanzarse a escribir, o a Ludwig Van Beethoven, que preparaba rutinariamente nada más salir el sol una cafetera en la que tenía que haber sesenta granos por taza, que a menudo contaba uno a uno hasta obtener la dosis exacta, o a Benjamin Franklin, que seguía una rutina de 13 semanas para alcanzar la “perfección moral” y cada semana la dedicaba a cultivar una cualidad (templanza, limpieza de espíritu, moderación, etc.), ya que pensaba que si mantenía su devoción por una virtud en concreto durante siete días seguidos, esta se convertiría en hábito, o a…, pero no es menos cierto que automatizar algunos actos cotidianos permite canalizar la energía hacia asuntos de mayor enjundia, como descubrieron en su día pintores, músicos, poetas, escritores, médicos, psicólogos y científicos; tal vez por ello, Arquímedes gritó ¡Eureka! mientras estaba sumergido en la bañera, al igual que a otras personas les vienen a la cabeza buenas ideas en la ducha o en los viajes largos en coche, como si tuviéramos un buscador silencioso que sigue indagando en ideas al ejecutar actos rutinarios, ofreciéndonos nuevas conexiones. 

Las rutinas nos aportan coherencia y dan sentido a nuestra vida pues más del 40% de lo que hacemos cada día es habitual. Crear rutinas, no solamente favorece la salud mental, sino que también puede contribuir a mejorar el sueño y a revertir hábitos poco saludables, teniendo en cuenta, además, que estructurar el día, reduce el nivel de estrés, por lo que las rutinas proporcionan, por decirlo de alguna forma, más espacio mental al liberar la corteza prefrontal, donde se ubican funciones ejecutivas como planificar, organizar, pensar en abstracto, etc. En cambio, cuando no tenemos rutinas, el cerebro se sobrecalienta y hay menos “ancho de banda” disponible para reconocer sutilezas y desarrollar ideas creativas y, por si fuera poco, las rutinas no solamente ordenan la vida, sino que, además, producen placer al completarlas, seguramente por infundir confianza.Pero, cuidado, el cerebro no diferencia entre buenas y malas rutinas, es lo mismo repantigarse en el sillón de casa al acabar de trabajar que salir a correr o ir al gimnasio, ambas son rutinas. Cada persona desarrolla rutinas personales e intransferibles, aunque, siguiendo las ideas del psiquiatra estadounidense, Daniel J. Siegel, la rutina fantástica podría consistir en tener un automatismo para conectar con uno mismo y reflexionar internamente, así como otra rutina para conectar con los demás. A su vez, es recomendable instaurar otro automatismo para conectar con el cuerpo y reservar algunos momentos del día a caminar, correr, hacer estiramientos en momentos puntuales para darse una pausa del trabajo, etc. También debería haber una rutina para relajarse y no hacer nada sin sentirse culpable. Finalmente, instaurar una rutina para el sueño ayuda a consolidar los aprendizajes.


 
En el fondo, la cotidianidad también se encuentra plagada de rutinas, incluso en ese extraño 2020. Durante el confinamiento, con la economía en hibernación, el ámbito relacional se vio severamente restringido. Muchos, los más afortunados, dejaron de acudir a su lugar de trabajo pudiendo desempeñar su labor desde casa, cesaron los encuentros en los bares, los partidos de futbol dominicales, las visitas familiares, los eventos religiosos, las fiestas y celebraciones populares, las representaciones teatrales y las proyecciones de cine, entre otros y, entre la diversidad de elementos comunes que presentan estas acciones podríamos señalar, precisamente, su marcado carácter ritual y/o rutinario, porque el ser humano es una especie social; su supervivencia material está basada, de manera fundamental, en su relación con los demás. Los rituales y símbolos permiten a la humanidad construir la realidad que le envuelve, cambiando y adaptando sus dinámicas sociales de manera dialéctica a la transformación del mundo. Bajo el confinamiento, los ritos no desaparecieron sino que se vieron, por así decirlo, reprogramados a diferente escala y con enormes cotas de desigualdad; pasamos de ocupar calles y equipamientos públicos y privados a celebrar nuestros rituales entre las cuatro paredes de nuestras casas y a esperar cada día las palabras de Fernando Simón.

 El pensador surcoreano afincado en Alemania Byung-Chul Han, una de las mentes más preclaras en la crítica de la sociedad actual, advierte que trabajar en solitario (teletrabajo) cansa más que hacerlo acompañado, con un agravante: el teletrabajo tiende a eliminar los horarios regulares, los almuerzos compartidos y las actividades presenciales con otras personas. El virus acelera la desaparición de los rituales; el coronavirus ha eliminado rituales como ir al fútbol, asistir a un concierto o comer en un restaurante. Además, el teletrabajo está acortando la duración de las comidas principales y los minutos de descanso para facilitar a los empleados ponerse a trabajar un poco antes y así aumentar su productividad. El consejo alineado con la salud mental es salvaguardar, tan pronto como se pueda, los rituales sociales, las costumbres compartidas y las rutinas para no caer de forma inconsciente en las auto-exigencias de optimización que impone la egocéntrica y narcisista sociedad digital.


 
Por estar, con esto de la pandemia, inmersos en una encrucijada que dificulta saber qué dirección tomar, sustituir las antiguas rutinas por otras nuevas ha pasado a formar parte de la hoja de ruta de los psicólogos, que afirman que cuando hay discrepancias entre las expectativas y la realidad, se disparan en el cerebro toda clase de señales de angustia. No importa si se trata de un ritual festivo como ir a cenar los viernes con los amigos o de un hábito más mundano: si no es posible hacerlo como se hacía “normalmente”, estamos diseñados biológicamente para molestarnos y estresarnos. Alterar una rutina, presupone hacer nuevas predicciones sobre el mundo que nos rodea, reunir información, considerar todas las opciones posibles y tomar decisiones. Y eso tiene un coste metabólico importante. Las rutinas son, como nos ha enseñado el confinamiento, especialmente importantes en niños, ya que les hacen ser más autónomos y les permiten auto-regularse mejor en sus comportamientos. Lo mismo cabe decir de las personas de edad avanzada, a quienes los automatismos les devuelven seguridad. Ahora bien, las rutinas pueden convertirse en un pozo sin fondo, como prueba lo mal que lo pasan ciertas personas tras retirarse de trabajos muy rutinarios; aunque, por ejemplo, jubilarse viene de júbilo, es habitual entrar en una fase negativa en caso de no crearse rutinas alternativas. 

El problema es que el cerebro no diferencia entre buenas y malas rutinas. En la práctica, no hay rutinas mejores que otras, sino que cada cual ha de dar con las suyas. Por esta razón, cambiar de hábitos o rutinas es tan complicado. Curiosamente, algunos estudios señalan que quienes han sufrido un infarto de miocardio (o padecido alguna enfermedad grave) cambian de estilo de vida y llegan a vivir más tiempo, incluso, que quienes no padecen un trastorno de este tipo; es decir, “ver las orejas al lobo” puede acabar facilitando adquirir rutinas que ayuden a lidiar con el caos exterior, al ofrecer un andamiaje interno desde el cual empezar a construir lo que nos aguarda a la vuelta de la esquina. Pero, la clave no reside tanto en la rutina en sí, como en la regularidad y aunque es imposible vaticinar qué sucederá mañana, es posible auspiciar rutinas diarias que den a la vida un ritmo más predecible. A partir de ahí, se trata de instaurar rutinas a prueba de pandemia como telefonear cada tarde a un amigo que viva en otra ciudad, cuidar de la tomatera del balcón o dar un paseo en compañía de la pareja cada domingo después de desayunar. Se trata de administrarse uno mismo situaciones gratificantes y pequeños refuerzos que nos hagan sentir bien. A modo de curiosidad, algunos estudios refuerzan la idea de que el mejor día para establecer una nueva rutina es el lunes. Al respecto, un estudio desarrollado por la Universidad John Hopkins de Baltimore (Estados Unidos), de referencia en el estudio y seguimiento de todo lo que tiene que ver con el coronavirus Covid-19, vincula a este día con los hábitos saludables.

 Pero eso forma parte de otras reflexiones.

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