Hace muy pocas fechas nos hacíamos eco en este blog, y poníamos en valor, la excelente
iniciativa de la compañía Disney para la divulgación de la música clásica (particularmente a los
niños) en películas que ya forman parte de la historia del cine animado como Fantasía. Hoy toca
hablar, sin embargo, de otra cara de la compañía. Todo empezó cuando a raíz básicamente
del confinamiento por la pandemia, Disney puso en marcha su canal televisivo de contenidos
propios, en el que colgó carteles de advertencia sobre “la presentación negativa u ofensiva de
pueblos o culturas” afirmando que estos estereotipos estaban mal en su momento y están mal
ahora. En lugar de eliminar este contenido, queremos reconocer su impacto dañino, aprender
de él e incentivar el debate para crear juntos un futuro más inclusivo. Desde el racismo en
juegos, en el propio canal, como Jungle Cruise o Splash Mountain pasando por la falta de
consentimiento del beso que el príncipe da a Blancanieves, la gran marca global de
entretenimiento quedó en el fuego cruzado entre progresistas y conservadores. Realmente, el
universo de Disney ha tenido grandes problemas con el racismo, el sexismo y la discriminación
—incluso en la vida real: hasta 1968 los afroamericanos no podían trabajar en atención al
público en los parques de atracciones— pero ahora que ha tratado de afrontar estos problemas,
seguramente menos por humanidad que por marketing, se topó con otro: la reacción de los
que acusan a la megaempresa del entretenimiento de cancelar e invitan, curiosamente, a
cancelarla a su vez.
El servicio de streaming Disney+, cuyo catálogo está repleto de contenidos que en el siglo XXI
reciben reprobación, como Dumbo, Aladino, Peter Pan, Los aristogatos o El show de los
Muppets (de los citados, los cuervos en Dumbo caricaturizan a los afroamericanos -el
personaje principal de los cuervos de Dumbo se llamaba Jim Crow, como se conoce al
periodo de la segregación en EEUU-, Aladino presenta a los árabes como seres
exóticos y bárbaros, de manera similar a lo que Peter Pan hace con los nativos
americanos, y, como colofón, en el parque Disneyland en California, hasta hace poco
el montaje de Piratas del Caribe incluía la subasta de mujeres: “Llévese una moza
como esposa”, se leía en el cartel). Pero el lío mayor surgió cuando Disneyland reabrió
luego de más de 400 días de cierre por la pandemia, lleno de lugares donde lavarse o
desinfectarse las manos, con largas filas frente al nuevo montaje llamado El deseo
encantado de Blancanieves, que termina cuando el príncipe da “el beso del amor
verdadero” a la muchacha inconsciente, y entonces ella despierta, lo que provocó
airadas reacciones: “Un beso que él le da sin el consentimiento de ella, mientras ella
está dormida: no puede ser amor verdadero si solo una persona entiende qué está
sucediendo”. ¿Pero acaso no estábamos ya de acuerdo en que el consentimiento en
las primeras películas de Disney era un problema de importancia? ¿Que enseñarles a
los niños que besarse, cuando no se ha establecido si ambas partes están de acuerdo
en hacerlo, no está bien? Es difícil comprender por qué el Disneyland de 2021 elegiría
una escena con ideas tan anticuadas, en el fondo, sobre lo que se permite que un
hombre le haga a una mujer, en particular dado el actual énfasis de la empresa en
eliminar escenas problemáticas de todos sus contenidos. Poca broma; la conocida
actriz Keira Knightley, en plena gira de promoción de El cascanueces y los cuatro
reinos, precisamente de Disney, reveló que no quería que su hija mirase Cenicienta
porque era “una historia sobre una muchacha que espera que un tipo rico la rescate de
su situación” ni La sirenita, “que renuncia a su voz por un hombre”.
Si se mira la producción reciente de Disney, es evidente que sus ejecutivos están
atentos al cambio de los tiempos: en Moana, Coco, Raya y el último dragón, Zootropolis,
la versión actuada de La bella y la bestia, Black Panther y Soul, por ejemplo, contienen
una diversidad de personajes desconocida antes; hasta Frozen, con Elsa tan
claramente desinteresada en los hombres, ha hecho que muchos en la comunidad
LGTBI la celebren como lesbiana. La cuestión tiene su importancia porque Disney era
y sigue siendo hoy el proveedor dominante de cultura popular, después de que la
empresa comprase Marvel, la Guerra de las Galaxias, Pixar, Avatar, Alien, The Muppets
y The Simpsons, entre otros productos con potencial polémico. También se observan
cambios en su interior: si antes de 2012 no se permitía que los empleados que
interactuaban con el público tuvieran barba (incluso una empleada musulmana los llevó
a juicio porque no le permitían vestir su hijab -o velo islámico, prenda con la que la
mujer se tapa el cabello y el cuello-, argumentó), ahora no sólo se permite eso sino que
se le da la bienvenida a cortes de pelo para todos los géneros, joyería, manicura,
vestimenta e incluso tatuajes que expresen la individualidad de quien los lleva.
Disney nunca ha sido una empresa apolítica y, según los expertos, en términos históricos, la
empresa Disney consistió en la visión de su creador, Walt Disney, para preservar unos Estados
Unidos que, de muchas maneras, ya no existían, en una especie de nostalgia por un paisaje
bastante conservador. Así, en cuanto al racismo, la película Canción del sur, cuando fue
estrenada en 1946, ya mereció objeciones de la Asociación Nacional para el Progreso de las
Personas de Color (NAACP por sus siglas en inglés) por sus estereotipos racistas y por
presentar a las personas esclavizadas en una plantación del sur de los Estados Unidos como
gente feliz que cantaba mientras era forzada a trabajar brutalmente. “Queremos que nuestros
visitantes vean sus propios antecedentes y sus tradiciones reflejados en las narraciones, las
experiencias y los productos que encuentran en sus interacciones con Disney”, dice la página
web de la compañía. Durante los meses que “el lugar más feliz de la Tierra” pasó cerrado, no
sólo cambió sus criterios de lavado de manos, sino que también observó sus atracciones a la
luz de “la rápida evolución de las actitudes nacionales ante la diversidad y la inclusión”,
adaptándose por fuerza a movimientos sociales como el #MeToo o las protestas de Black Lives
Matter. Dada la importancia de Disney, no sólo económica sino también social (sus productos
apuntan a los niños) y simbólica (es parte de la cultura global) no es la primera vez que la
empresa tiene problemas por transitar las arenas movedizas que van desde los valores de la
familia tradicional que ella misma promueve hasta los cambios generacionales y sus efectos de
sus consumidores. Por más que quiera evitar las controversias, es difícil, por ejemplo, abordar
la cuestión misma de las familias sin criterios más inclusivos: padres del mismo sexo, hogares
monoparentales. Un documento interno de Disney invita a los empleados a autoevaluarse a
partir de frases como ‘Mis padres son heterosexuales’, ‘Fui a la colonia de vacaciones’ o ‘Nunca
me dijeron terrorista’”. Una vez más, el factor demográfico del cliente (en general adultos,
contra lo que se cree, muchos de los cuales no sólo no tienen hijos sino que ni se molestan en
llevar a sobrinos o hijos de amigos) prevalece: Disney ha hecho promociones de “días gays”
en sus parques porque “Sí, queremos incorporar las iniciativas de diversidad, igualdad e
inclusión, porque hacia allí van nuestras generaciones. Si quieren tener éxito, tienen que
pensar hacia delante. Vivimos en un mundo global. Y también vivimos en un mundo de
diversidad racial y económica y religiosa, y no podemos aislarnos. Las corporaciones lo
entienden”.
Disney publica en su web que a las cuatro claves que sostienen la experiencia del consumidor
en los parques, que consisten en “seguridad, cortesía, espectáculo y eficiencia” ahora se
sumaría una quinta, “inclusión”, y que “La marca Disney tiene una larga historia de inclusión,
con narrativas que reflejan la aceptación y la tolerancia y celebran las diferencias entre las
personas. Como empresa global de entretenimiento, tenemos el compromiso de seguir
contando historias que reflejen la rica diversidad de la experiencia humana”. La verdad es que
los aspectos comerciales también tienen algo que ver en estos cambios, según se desprende
de un informe del Centro de Académicos y Narradores de la Universidad de California en Los
Angeles (UCLA), realizado en 2020, que encontró que incorporar “diversidad auténtica” en las
películas podía mejorar de manera significativa la recaudación; el informe estimó que una
película de 159 millones de dólares a la que le faltase diversidad perdería 32,2 millones en
ventas de entradas en su primer fin de semana, con una pérdida potencial total de 130
millones.
En este contexto, quizá la polémica sobre el beso a Blancanieves contenga en sí todos los
ingredientes del problema porque se argumenta que si el príncipe no la hubiera besado,
posiblemente Blancanieves estaría muerta. Sin embargo, lo del beso es un invento porque la
historia de Disney es una adaptación para el público del siglo XX de un relato tradicional
europeo recogido por los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm como «Schneewittchen», en el
cual el príncipe, encantado por la belleza de la joven, ruega a los siete enanitos que le den el
cuerpo de Blancanieves y pide a sus sirvientes que trasladen el ataúd a su castillo. Al hacerlo
se tropiezan con algunos arbustos y el movimiento hace que Blancanieves escupa el trozo de
manzana envenenada ofrecida por la malvada reina y atascada en su garganta, despertando
así de su sueño de muerte. El príncipe luego le declara su amor a Blancanieves y pronto la
pareja planea celebrar su boda que, como se ve, no es a lo que nos tiene acostumbrados
Disney, que se metió en un jardín cuando la sociedad era otra. Acaso el siglo XXI demande,
a su vez, otra adaptación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario