miércoles, 28 de julio de 2021

Otro Disney.

 

Hace muy pocas fechas nos hacíamos eco en este blog, y poníamos en valor, la excelente 
iniciativa de la compañía Disney para la divulgación de la música clásica (particularmente a los 
niños) en películas que ya forman parte de la historia del cine animado como Fantasía. Hoy toca 
hablar, sin embargo, de otra cara de la compañía. Todo empezó cuando a raíz básicamente 
del confinamiento por la pandemia, Disney puso en marcha su canal televisivo de contenidos 
propios, en el que colgó carteles de advertencia sobre “la presentación negativa u ofensiva de 
pueblos o culturas” afirmando que estos estereotipos estaban mal en su momento y están mal 
ahora. En lugar de eliminar este contenido, queremos reconocer su impacto dañino, aprender 
de él e incentivar el debate para crear juntos un futuro más inclusivo. Desde el racismo en 
juegos, en el propio canal, como Jungle Cruise o Splash Mountain pasando por la falta de 
consentimiento del beso que el príncipe da a Blancanieves, la gran marca global de 
entretenimiento quedó en el fuego cruzado entre progresistas y conservadores. Realmente, el 
universo de Disney ha tenido grandes problemas con el racismo, el sexismo y la discriminación 
—incluso en la vida real: hasta 1968 los afroamericanos no podían trabajar en atención al 
público en los parques de atracciones— pero ahora que ha tratado de afrontar estos problemas, 
seguramente menos por humanidad que por marketing, se topó con otro: la reacción de los 
que acusan a la megaempresa del entretenimiento de cancelar e invitan, curiosamente, a 
cancelarla a su vez. 

 

E
l servicio de streaming Disney+, cuyo catálogo está repleto de contenidos que en el siglo XXI 
reciben reprobación, como Dumbo, Aladino, Peter Pan, Los aristogatos o El show de los 
Muppets (de los citados, los cuervos en Dumbo caricaturizan a los afroamericanos -e
personaje principal de los cuervos de Dumbo se llamaba Jim Crow, como se conoce al 
periodo de la segregación en EEUU-, Aladino presenta a los árabes como seres 
exóticos y bárbaros, de manera similar a lo que Peter Pan hace con los nativos 
americanos, y, como colofón, en el parque Disneyland en California, hasta hace poco  
el montaje de Piratas del Caribe incluía la subasta de mujeres: “Llévese una moza 
como esposa”, se leía en el cartel). Pero el lío mayor surgió cuando Disneyland reabrió 
luego de más de 400 días de cierre por la pandemia, lleno de lugares donde lavarse o 
desinfectarse las manos, con largas filas frente al nuevo montaje llamado El deseo 
encantado de Blancanieves, que termina cuando el príncipe da “el beso del amor 
verdadero” a la muchacha inconsciente, y entonces ella despierta, lo que provocó 
airadas reacciones: Un beso que él le da sin el consentimiento de ella, mientras ella 
está dormida: no puede ser amor verdadero si solo una persona entiende qué está 
sucediendo”. ¿Pero acaso no estábamos ya de acuerdo en que el consentimiento en 
las primeras películas de Disney era un problema de importancia? ¿Que enseñarles a 
los niños que besarse, cuando no se ha establecido si ambas partes están de acuerdo 
en hacerlo, no está bien? Es difícil comprender por qué el Disneyland de 2021 elegiría 
una escena con ideas tan anticuadas, en el fondo, sobre lo que se permite que un 
hombre le haga a una mujer, en particular dado el actual énfasis de la empresa en 
eliminar escenas problemáticas de todos sus contenidos. Poca broma; la conocida 
actriz Keira Knightley, en plena gira de promoción de El cascanueces y los cuatro 
reinos, precisamente de Disney, reveló que no quería que su hija mirase Cenicienta 
porque era “una historia sobre una muchacha que espera que un tipo rico la rescate de 
su situación” ni La sirenita, “que renuncia a su voz por un hombre”.

 

Si se mira la producción reciente de Disney, es evidente que sus ejecutivos
están 
atentos al cambio de los tiempos: en Moana, Coco, Raya y el último dragón, Zootropolis
la versión actuada de La bella y la bestia, Black Panther y Soul, por ejemplo, contienen 
una diversidad de personajes desconocida antes; hasta Frozen, con Elsa tan 
claramente desinteresada en los hombres, ha hecho que muchos en la comunidad 
LGTBI la celebren como lesbiana. La cuestión tiene su importancia porque Disney era 
y sigue siendo hoy el proveedor dominante de cultura popular, después de que la 
empresa comprase Marvel, la Guerra de las Galaxias, Pixar, Avatar, Alien, The Muppets 
y The Simpsons, entre otros productos con potencial polémico. También se observan 
cambios en su interior: si antes de 2012 no se permitía que los empleados que 
interactuaban con el público tuvieran barba (incluso una empleada musulmana los llevó 
a juicio porque no le permitían vestir su hijab -o velo islámico, prenda con la que la 
mujer se tapa el cabello y el cuello-, argumentó), ahora no sólo se permite eso sino que 
se le da la bienvenida a cortes de pelo para todos los géneros, joyería, manicura, 
vestimenta e incluso tatuajes que expresen la individualidad de quien los lleva.

 

Disney nunca ha sido
una empresa apolítica y, según los expertos, en términos históricos, la 
empresa Disney consistió en la visión de su creador, Walt Disney, para preservar unos Estados 
Unidos que, de muchas maneras, ya no existían, en una especie de nostalgia por un paisaje 
bastante conservador. Así, en cuanto al racismo, la película Canción del sur, cuando fue 
estrenada en 1946, ya mereció objeciones de la Asociación Nacional para el Progreso de las 
Personas de Color (NAACP por sus siglas en inglés) por sus estereotipos racistas y por 
presentar a las personas esclavizadas en una plantación del sur de los Estados Unidos como 
gente feliz que cantaba mientras era forzada a trabajar brutalmente. “Queremos que nuestros 
visitantes vean sus propios antecedentes y sus tradiciones reflejados en las narraciones, las 
experiencias y los productos que encuentran en sus interacciones con Disney”, dice la página 
web de la compañía. Durante los meses que “el lugar más feliz de la Tierra” pasó cerrado, no 
sólo cambió sus criterios de lavado de manos, sino que también observó sus atracciones a la 
luz de “la rápida evolución de las actitudes nacionales ante la diversidad y la inclusión”,  
adaptándose por fuerza a movimientos sociales como el #MeToo o las protestas de Black Lives 
Matter. Dada la importancia de Disney, no sólo económica sino también social (sus productos 
apuntan a los niños) y simbólica (es parte de la cultura global) no es la primera vez que la 
empresa tiene problemas por transitar las arenas movedizas que van desde los valores de la 
familia tradicional que ella misma promueve hasta los cambios generacionales y sus efectos de 
sus consumidores. Por más que quiera evitar las controversias, es difícil, por ejemplo, abordar 
la cuestión misma de las familias sin criterios más inclusivos: padres del mismo sexo, hogares 
monoparentales. Un documento interno de Disney invita a los empleados a autoevaluarse
partir de frases como ‘Mis padres son heterosexuales’, ‘Fui a la colonia de vacaciones’ o ‘Nunca 
me dijeron terrorista’”. Una vez más, el factor demográfico del cliente (en general adultos, 
contra lo que se cree, muchos de los cuales no sólo no tienen hijos sino que ni se molestan en 
llevar a sobrinos o hijos de amigos) prevalece: Disney ha hecho promociones de “días gays” 
en sus parques porque “Sí, queremos incorporar las iniciativas de diversidad, igualdad e 
inclusión, porque hacia allí van nuestras generaciones. Si quieren tener éxito, tienen que 
pensar hacia delante. Vivimos en un mundo global. Y también vivimos en un mundo de 
diversidad racial y económica y religiosa, y no podemos aislarnos. Las corporaciones lo 
entienden”.

 

Disney publica en su web que a las cuatro claves que sostienen la experiencia del consumidor 
en los parques, que consisten en “seguridad, cortesía, espectáculo y eficiencia” ahora se 
sumaría una quinta, “inclusión”, y que “La marca Disney tiene una larga historia de inclusión, 
con narrativas que reflejan la aceptación y la tolerancia y celebran las diferencias entre las 
personas. Como empresa global de entretenimiento, tenemos el compromiso de seguir 
contando historias que reflejen la rica diversidad de la experiencia humana”. La verdad es que 
los aspectos comerciales también tienen algo que ver en estos cambios, según se desprende 
de un informe del Centro de Académicos y Narradores de la Universidad de California en Los 
Angeles (UCLA), realizado en 2020, que encontró que incorporar “diversidad auténtica” en las 
películas podía mejorar de manera significativa la recaudación; el informe estimó que una 
película de 159 millones de dólares a la que le faltase diversidad perdería 32,2 millones en 
ventas de entradas en su primer fin de semana, con una pérdida potencial total de 130 
millones.

 

En este contexto, quizá
la polémica sobre el beso a Blancanieves contenga en sí todos los 
ingredientes del problema porque se argumenta que si el príncipe no la hubiera besado,  
posiblemente Blancanieves estaría muerta. Sin embargo, lo del beso es un invento porque la 
historia de Disney es una adaptación para el público del siglo XX de un relato tradicional 
europeo recogido por los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm como «Schneewittchen», en el 
cual el príncipe, encantado por la belleza de la joven, ruega a los siete enanitos que le den el 
cuerpo de Blancanieves y pide a sus sirvientes que trasladen el ataúd a su castillo. Al hacerlo 
se tropiezan con algunos arbustos y el movimiento hace que Blancanieves escupa el trozo de 
manzana envenenada ofrecida por la malvada reina y atascada en su garganta, despertando 
así de su sueño de muerte. El príncipe luego le declara su amor a Blancanieves y pronto la 
pareja planea celebrar su boda que, como se ve, no es a lo que nos tiene acostumbrados 
Disney, que se metió en un jardín cuando la sociedad era otra.  Acaso el siglo XXI demande,
 a su vez, otra adaptación.

 

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