A quien más, quien menos, el vivir esto del confinamiento con las limitaciones de todo tipo
sobrevenidas por la pandemia del aún desconocido coronavirus, le ha hecho replantearse
muchas cosas, examinar prioridades y redefinir qué es, en realidad, imprescindible, qué
necesario o qué superfluo en nuestras vidas. En el fondo, éste es un tema recurrente y
profusamente recogido en la cultura popular en forma de cuentos, parábolas, narraciones
orales y mil y una formas de comunicarlo, entre las cuales no son menores los
autoproclamados libros de autoayuda; hoy recordaremos con él una figura contradictoria, en
tanto la personalidad del conocido personaje es, curiosamente, totalmente opuesta a la del no
menos conocido síndrome que lleva su nombre.
Para Diógenes, pues de Diógenes hablamos, no había término medio. Todo aquello que no
fuera necesario era superfluo, y todo lo superfluo, por consiguiente, un lastre para alcanzar la
plenitud de la vida. Aquello que no era para él una necesidad vital acababa abandonado o
erradicado (en el caso de que fuera algo no material, como los sentimientos). Su objetivo era
bien claro: deshacerse de todo deseo que degenerara en dependencia. Pero la gracia está en
que esa disciplina feroz consigo mismo no acababa en su propia persona, sino que desarrolló
la voluntad de señalar esas faltas también en los demás, y eso es lo que lo convirtió en uno de
los personajes más fascinantes, revolucionarios e irónicos de la antigua Grecia.
Diógenes (llamado “de Sinope”) fue un filósofo griego que nació en Sinope, una colonia jonia
del mar Negro, hacia el 412 a.C. y murió en Corinto en el 323 a.C. No llegó a la posteridad
ningún escrito suyo y la fuente más completa de la que se dispone acerca de su vida es la
extensa sección que su homónimo, el historiador griego Diógenes Laercio le dedicó en su
Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres. Perteneciente y máximo exponente
de la conocida como escuela cínica, que reinterpretaba la doctrina socrática considerando que
la civilización y su forma de vida era un mal y que la felicidad venía dada siguiendo una vida
simple y acorde con la naturaleza. El hombre llevaba en sí mismo ya los elementos para ser
feliz y conquistar su autonomía era de hecho el verdadero bien. De ahí el desprecio a las
riquezas y a cualquier forma de preocupación material. El hombre con menos necesidades era
el más libre y el más feliz. Rechazó también el politeísmo con todos los cultos religiosos, por
considerarlos instituciones puramente humanas y superfluas. Diógenes criticaba las
diferencias de clase, predicaba el ascetismo y la tradición le ha atribuido osadía e
independencia ante los poderosos, desdén por las normas de conducta social. Es poco
probable, sin embargo, que su imagen en extremo pintoresca corresponda plenamente a la
realidad, pues son contradictorios los datos que sobre este particular se poseen. Según
Diógenes, la virtud es el bien soberano mientras los honores y las riquezas son falsos bienes
que hay que despreciar. El principio de su filosofía consiste en renunciar por todas partes a lo
convencional y oponer a ello su naturaleza. El sabio debe tender a liberarse de sus deseos y
reducir al mínimo sus necesidades. Diógenes veía en el mundo de su época (sería interesante
saber qué pensaría hoy) un verdadero problema moral, pues la gente, en lugar de forjarse a sí
misma y valorar su opinión propia respecto al bien y el mal, prefería actuar en función de qué
era lo que los demás opinaban y cómo esas opiniones de terceros podían afectarles. Vivían,
por así decirlo, de cara a la galería. Diógenes se pasaría el resto de su vida demostrándoles
por qué eso era una estupidez.
Las anécdotas de (o atribuidas a) Diógenes no tienen igual en el mundo de la filosofía. Se
dice de él que, despreciando todo signo de riqueza, caminaba descalzo, vistiendo exiguos
trajes, aun en época invernal, y se alimentaba con comidas extremadamente frugales y
sencillas. Reposaba de día en los pórticos de los edificios y de noche en un tonel. Diógenes
suele ser representado sosteniendo en una mano la lámpara encendida con que, según la
leyenda, buscaba en pleno día por las calles de Atenas un hombre merecedor del apelativo de
honrado (al parecer, alguien tuvo el detalle de dejarle un candil junto a su tonel por la noche,
para que pudiera ver en la oscuridad. Pero dicho personaje sabía poco de Diógenes, quien no
tenía ningún interés en tener un solo trasto más de los necesarios, de manera que empezó a
usarlo como instrumento de provocación. Le dio por pasearse por las calles de Atenas candil
en mano gritando que buscaba a un hombre “justo”. En su ansia por incomodar, un día tomó
la decisión de ponerse a buscar un hombre así en el teatro… intentando entrar cuando todos
salían. Ante los reproches que despertaba su manera de actuar, respondió: “Así sentirán en
su propia piel lo que es vivir de la manera que yo lo hago”. Siempre a contracorriente). En otra
ocasión, habiendo oído que Platón definía al hombre como un animal bípedo sin plumas,
arrojó entre su auditorio un gallo desplumado, diciendo: "he ahí el hombre de Platón". Se
cuenta que hallándose un día Diógenes reposando junto a su tonel, le visitó Alejandro Magno,
atraído por su fama, y le preguntó qué era lo que más desearía en aquel momento, a lo que el
filósofo contestó que lo que más deseaba era que Alejandro se apartase para que su sombra
no le impidiera gozar del sol. Mientras que el séquito del emperador prorrumpía en carcajadas
e insultos contra el filósofo, el joven pero inteligente rey de Macedonia (quien, no lo olvidemos,
había sido discípulo de Aristóteles) quedó sumamente impresionado por la coherencia del
errabundo personaje, pues dejaría dicho para la posteridad: “Si no fuera Alejandro, querría ser
Diógenes”. Otro día, viendo Diógenes a un niño bebiendo de una fuente con el hueco de la
mano, dijo "este niño me hace ver que conservo todavía algo superfluo" y rompió el cuenco en
que él solía beber. No perdía su ironía ni en los peores momentos. En cierto momento de su
vida, fue hecho prisionero para ser vendido como esclavo y cuando sus captores le
preguntaron qué era lo que sabía hacer, respondió: “Sé mandar. Mira a ver si alguien quiere
comprar un amo”.
Y así podríamos seguir con el personaje. Sabemos, no obstante, menos de la doctrina de
Diógenes que de su vida porque se preocupó menos de formar escuela que de llevar una vida
recta, de acuerdo con los principios de autonomía y desprecio de los usos de la sociedad;
consideraba la idea de que la virtud consiste fundamentalmente en la supresión de las
necesidades; la creencia de que la sociedad es el origen de muchas de estas, que pueden
evitarse mediante una vida natural y austera; el aprecio por las privaciones, al punto del dolor,
como medio de rectificación moral; el desprecio de las convenciones de la vida social, y la
desconfianza de las filosofías refinadas, afirmando que un rústico puede conocer todo lo
cognoscible. El rechazo de las formas de civilización establecidas se extendía al ideal que
llevaba a los jóvenes griegos a practicar la gimnasia, la música y la astronomía, entre otras
disciplinas, para alcanzar la excelencia; Diógenes sostenía que, si se pusiera el mismo empeño
en practicar las virtudes morales, el resultado sería mejor. Despreciaba también la mayoría de
los placeres mundanos, afirmando que los hombres obedecen a sus deseos como los esclavos
a sus amos; del amor sostenía que era "el negocio de los ociosos", y que los amantes se
complacían en sus propios infortunios. Diógenes decía que los dioses habían dado al hombre
una vida fácil, pero que éste se encargaba constantemente de complicarla y hacerla mucho
más difícil; que la sabiduría era para los hombres templanza, para los viejos consuelo, para
los pobres riqueza y para los ricos ornato. Se sabe también que sostenía que la muerte no era
un mal, pues no tenemos conciencia de ella. Se le considera inventor de la idea del
cosmopolitismo, porque afirmaba que era ciudadano del mundo y no de una ciudad en
particular .
Llama la atención, sin embargo, que hoy, cuando se habla del desorden psicológico conocido
como ”síndrome de Diógenes”, nos referimos a un trastorno que nada tiene que ver con su
vida. Esta alteración de la conducta se caracteriza, contrariamente, por la acumulación de
forma compulsiva de todo tipo de materiales, especialmente basura, de manera que los que
lo padecen suelen terminar viviendo en condiciones infrahumanas e insalubres por
acumulación de enseres. No deja de tener guasa que le dé su nombre al síndrome Diógenes
de Sinope, un hombre que, como se ha visto, no es que no acumulara cosas, sino que
despreciaba casi todo. Diógenes no tenía posesiones y defendía justamente lo contrario de lo
que define este síndrome: despojarnos de todo aquello que fuera innecesario para poder vivir
la vida del modo más libre de ataduras posible. Suele darse en las personas mayores de 65
años y en los años 60 del siglo pasado se realizaron y registraron por primera vez estudios de
este patrón de conducta aunque el término se acuñó en 1975 haciendo referencia,
paradójicamente, a Diógenes de Sinope, y esto es así porque Diógenes solo portaba consigo
lo estrictamente necesario y, por lo tanto, coincide con la conciencia de las personas que
sufren este síndrome, que creen que todo lo que almacenan o guardan es o será necesario
en algún momento venidero. El nombre levanta ampollas y, a decir de reputados expertos
especialistas, “no nos parece acertada la denominación (del síndrome) de “Diógenes”, pues
confunde una actitud austera y sobria de la existencia que es la que propugnaba el filósofo,
con un desarreglo mental que en su comportamiento patológico se aproxima más a la imagen
tradicional del avaro. Así hubiera sido más apropiado haberle dado un nombre como
“Síndrome de Euclión”, el avaro protagonista de la comedia de Plauto, (punto de partida de
todos los avaros de la literatura occidental, desde el Shylock de Shakespeare, al de Moliére),
como proponen algunos autores. Somos conscientes de lo difícil que resulta cambiar un
término del lenguaje coloquial, pero aconsejamos no caer en los hábitos periodísticos y
utilizar más los términos “silogomanía”, “trastornos de ideas delirantes”, “urraquismo”,
“síndrome de la miseria senil”, etc., y desde enfermería el de “trastorno de los procesos del
pensamiento””
Pero, ahí está.