Hablando de epidemias, en este 2021 y por estas fechas se cumplen doscientos años
redondos de la epidemia de fiebre amarilla1, que acabó con la vida de entre 18.000 y 20.000
barceloneses, que equivalían a la sexta parte de la población de Barcelona de aquella época,
durante los meses de agosto (un mes especialmente caluroso ese año) a diciembre de 1821.
Si bien el brote inicial se produjo en Barcelona, la enfermedad también se cobró víctimas en
ciudades portuarias como Tarragona, Tortosa (desde Tortosa, la fiebre amarilla se extendió
Ebro arriba afectando a pequeñas poblaciones como Ascó y Mequinenza) y Palma de Mallorca.
La aparición de brotes de fiebre amarilla en el contexto europeo viene del descubrimiento de
América, aunque la enfermedad en sí se desconoce si era originaria de África o si, por el
contrario, era endémica del continente americano (diversas hipótesis apuntan a que el virus
tiene su origen en África y desde este continente pasó a América durante el siglo XVI a través
del comercio de esclavos); desde entonces hay noticias periódicas de episodios que se han
identificado con la fiebre amarilla. Cabe decir que la fiebre amarilla no fue la única enfermedad
que tuvo una importante repercusión histórica, sino que hubo otros que aparecieron
reiteradamente, como es el caso del cólera mórbido.
La Península Ibérica se vio afectada por la fiebre amarilla durante los siglos XVIII y XIX. El
1723 hubo una epidemia en Lisboa, aunque las poblaciones más afectadas fueron las de
Andalucía, especialmente la ciudad de Cádiz -que durante parte del siglo XVIII continuaba
siendo el puerto que tenía el monopolio del comercio con las colonias españolas en América-,
que tuvo episodios de fiebre amarilla en 1730 y 1733 y de nuevo en 1800. Otras ciudades
donde hubo brotes fueron Málaga (1741), Jerez de la Frontera (1800), donde murieron más de
14.000 personas, Cartagena (1804), donde murieron cerca de 12.000 personas, y Córdoba
(1806 ). En general, las poblaciones más afectadas fueron las de los litorales andaluz y
murciano, pero también las del sur del País Valenciano, muy a menudo también a causa de las
condiciones idóneas por el calor del verano o la humedad, factores que facilitaban la
propagación de la enfermedad. También las islas Canarias sufrieron episodios de esta
enfermedad de forma recurrente con unas consecuencias desastrosas. Los últimos episodios
de antes de 1821 fueron las epidemias ocurridas en Girona y Cádiz (1819); este último brote
se extendió en Sevilla, San Fernando, Jerez de la Frontera y otras poblaciones cercanas en
1820.
Centrándonos en el caso de Barcelona, debido a que los primeros afectados eran trabajadores
del puerto de la ciudad, se averiguó que la enfermedad llegó a bordo del barco Gran Turco2,
barco de grandes dimensiones dedicado al transporte de esclavos negros que recogía en
África y vendía en América, que había llegado desde La Habana, Cuba. Su capitán reconoció
que había perdido a varios de sus marineros durante la travesía, y por lo visto al subir al barco
los calafates para realizar reparaciones de las juntas de madera del barco, fueron rápidamente
atacados por el virus, muriendo poco después. A principios de septiembre las autoridades
decidieron hundir los barcos sospechosos de estar infectados. En la fase inicial de propagación
del virus, la mayoría de los afectados se restringieron a la zona de la Barceloneta, pero
rápidamente el brote se expandió por toda la ciudad. Cuando los primeros casos se reducían a
ese barrio portuario, en el que vivían personas con escasos recursos económicos, el avance de
la enfermedad quedó bastante desapercibido, pero cuando afectó a las clases más pudientes
enseguida cundió la alarma, y se acusó de negligencia a las autoridades municipales y
gubernamentales, por no haber advertido a la población, y por no haber tomado las medidas
necesarias para evitar su propagación. El cruce de reproches también afectó a la clase médica,
porque mientras unos defendían el origen tropical de la epidemia, otros creían que se debía a la
existencia de pozos de agua contaminados, la distribución de alimentos en mal estado, o la
misma suciedad que imperaba en el puerto. Esta disparidad obedecía que por aquel entonces
la enfermedad era difícil de diagnosticar, y muy fácil de confundir con otras enfermedades más
comunes en la época, como tifus o las fiebres asociadas a ictericia. Como suele ocurrir en
situaciones de extrema gravedad, los médicos que acertadamente sostenían que la
enfermedad era contagiosa, fueron acusados de alarmistas.
El alcalde de la ciudad, que decidió permanecer en ella, creó la Junta Superior de Sanidad,
pero no pudo evitar que el pánico se extendiese por toda Barcelona, y los ciudadanos más
pudientes se fueran a sus casas de veraneo, mientras que los más pobres se instalaron a la
intemperie en las faldas de la montaña de Montjüic. Se dictaron ordenanzas que obligaban a
los médicos y a los farmacéuticos a permanecer en la ciudad, y se suspendieron todas las
corridas de toros, que eran los grandes acontecimientos de masa de la época. Cada día
morían cientos de personas, y para evitar la expansión de la enfermedad por toda Catalunya,
la ciudad entera quedó confinada, destacándose a policías que evitaban las salidas en todos
los caminos y carreteras. Este aislamiento de Barcelona, unido a la escasa movilidad interior
de las personas que transportaban los alimentos a los mercados, porque estaban enfermas o
porque no querían salir a la calle por miedo a ser contagiados, condujo a una escasez de
víveres que agravó la situación. Además se clausuraron pozos de agua que se sospechaba
contaminados. Evidentemente ante la escasez de agua y de alimentos, y el miedo asociado a
la enfermedad, se empezaron a producir importantes desórdenes públicos y saqueos de
comercios y propiedades, que requirieron la movilización de una milicia de tres mil hombres,
que al establecer contacto físico con portadores de la enfermedad, murieron la mitad de ellos,
al margen de otros que también perdieron la vida, durante los enfrentamientos que se
produjeron aquellos días.
La noticia de la epidemia de Barcelona y la gran mortandad que estaba causando, recorrió
todo el continente. Vinieron comisiones de médicos de toda Europa que forzaron a cambiar las
leyes sanitarias3. Por su parte el gobierno francés además de cerrar la frontera, para prevenir
la llegada de refugiados, emplazó a quince mil soldados a lo largo de todo el Pirineo, se
iniciaron campañas de recaudación de alimentos y dinero para las zonas afectadas. En
noviembre la epidemia gradualmente disminuyó, y con el inicio del frío invernal finalmente
cesó por completo por sí sola (lo realmente misterioso del mosquito de la fiebre amarilla es
que desapareció de la Península Ibérica y no se le volvió a ver). El puerto de Barcelona se
reabrió el día de Navidad. En el segundo semestre de 1870, se produjo un nuevo brote de
fiebre amarilla en la Ciudad Condal, que esta vez se cobró la vida de 1.235 barceloneses.
Evidentemente con la mala experiencia de 1821, las autoridades de la ciudad ya sabían cómo
responder, para evitar la propagación masiva de una enfermedad que ya era conocida.
La experiencia de esta epidemia y de otras a lo largo del siglo sirvió para concienciar respecto
a las medidas higiénicas y salubridad, que hicieron pensar en nuevas propuestas de urbanismo,
especialmente en el caso de la ciudad de Barcelona, así como el pensamiento generalizado
que vio la necesidad de derribar las murallas medievales. De hecho, en términos generales a
nivel estatal, tanto esta epidemia como las otras que hubo durante el período fueron las
causantes directas de la implementación de los preceptos higienistas y una mayor
concienciación de los sectores médicos y políticos para la salubridad, la sanidad y la
organización sanitaria. Durante el Trienio Liberal se intentó establecer una ley general de
sanidad en España, aunque esta no llegaría, finalmente, hasta la promulgación de la Ley
Orgánica de Sanidad de 1855. Como las epidemias siempre llegaban en buques procedentes
de las Antillas en verano, en 1824 se promulgó un decreto que obligaba a los barcos
procedentes de aquella región a mantener una cuarentena: de este modo se evitaron nuevos
episodios durante 46 años , hasta el año 1870, como se ha apuntado, cuando la fiebre
amarilla volvió a afectar varias poblaciones como Barcelona, entre otras. En Barcelona existe
un monumento en recuerdo de las víctimas de la epidemia de 1821, en el Cementerio del
Poblenou, datado de 1895, reconstrucción de un monumento original de 1823; el actual es de
mármol blanco y presenta un cenotafio de estilo clásico acabado en una columna con una cruz
arriba de todo. A cada uno de los cuatro lados del cenotafio hay una placa conmemorativa: una
en recuerdo de las víctimas, otra en memoria de los concejales del Ayuntamiento muertos a
causa de la fiebre amarilla, y dos dedicadas a los colectivos que más participaron en la lucha
contra la epidemia, médicos y religiosos. Paralelamente se proyectó otro monumento dedicado
a los concejales municipales fallecidos por/durante la epidemia, que debía instalarse delante
de la fachada gótica del Ayuntamiento de Barcelona, pero finalmente la idea no llegó a
prosperar y no se construyó nunca.
Por si le sirve de enseñanza a alguien...
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1La fiebre amarilla es una enfermedad viral y contagiosa procedente de zonas cálidas, que se transmite por la picadura del mosquito aedes aegypti, y en aquella época era conocida como el vómito negro, o la plaga americana. El nombre se debe a que los enfermos en estado avanzado presentan coloración amarillenta de la piel y de los ojos (ictericia). Es una enfermedad aguda y hemorrágica que en algunos casos es asintomática y, en otros, se desarrolla un cuadro grave con escalofríos, fiebre alta, dolor de cabeza, dolor muscular, náuseas, hemorragias y vómitos. En estado muy avanzado se producen vómitos de sangre coagulada y de aquí el nombre de vómito negro. Se incuba entre los 3 y 7 días tras la picadura de un mosquito infectado.
2Para el 15 de julio, día de la Constitución, los barceloneses se echaron a las calles y los barcos se engalanaron; durante aquellos días familiares de las tripulaciones subieron a los barcos para visitarlos. En el Gran Turco se calcula subieron a bordo cerca de cuarenta personas de las cuales treinta y cinco sufrieron la fiebre amarilla. También subieron carpinteros que vivían en la Barceloneta para hacer reparaciones y que posteriormente fueron afectados por la enfermedad. Esto apunta a que en el barco había un importante número de mosquitos infectados con el virus completando su ciclo en cualquier recipiente con agua. A finales de julio, tripulantes del bergantín francés La Joséphine contrajeron la fiebre amarilla. Las personas que subieron al barco, así como los marineros que desembarcaron, llevaron la enfermedad de los navíos a la Barceloneta y después a la ciudad intramuros.
3Los médicos franceses estuvieron hasta el 20 de noviembre. Y en 1823, tres de ellos publicaron un texto titulado ‘Histoire médicale de la fièvre jaune observée en Espagne et particulièrement en Catalogne dans l’année 1821′. Se trata de un documento importante con numerosos datos. Los médicos dieron fe desde el principio de que se trataba de una epidemia de fiebre amarilla. Cabe destacar que octubre fue el más alto en afectados. Según estos médicos, el 7 de octubre se contabilizaron 382 muertos y todavía no se había alcanzado el máximo de la curva de la epidemia.
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