Después de más de un año y medio de locura, “en dique seco”, en un sin vivir a causa de la
pandemia por el coronavirus Covid-19, el confinamiento, las restricciones, la no-vacunación y
esas cosas que habían aconsejado prescindir de los viajes institucionalmente organizados
(con el objetivo de no aumentar los contagios en un colectivo especialmente vulnerable) para
personas de la llamada tercera edad, el Gobierno mantiene su idea de reiniciar estos viajes
(del Imserso, digámoslo ya, por si a alguien le había pasado desapercibido) este mes de
octubre, que ya parece que se vislumbra el final del túnel de la pandemia aunque no olvidemos
que eso no quiere decir que se baje la guardia y que todas las precauciones aún son pocas.
Por cierto, en estos tiempos que corren, convulsos y de griterío, conviene recordar que el
Instituto de Mayores y Servicios Sociales (Imserso) se creó en 1978 (año de la proclamación y
votación masiva -el “constitucionalista” PP, entonces la AP de Manuel Fraga, uno de los
“padres” de la Constitución, hizo campaña en contra- de nuestra, al parecer, intocable
Constitución) para la gestión de los servicios complementarios de las prestaciones del Sistema
de la Seguridad Social y que hasta 1997, en que se traspasaron las competencias relativas a
personas migrantes al Ministerio del Interior, los colectivos a los que dirigía su acción el
Instituto eran las personas mayores y personas con discapacidad, así como los solicitantes de
asilo y refugiados, en clara muestra de que hace cuarenta años, aunque fuera con una
Constitución redactada con el aliento franquista en el cogote, el clima abierto de comprensión
y tolerancia que se respiraba nada tiene que ver con el clima viciado e intolerante de hoy. Y
no es el cambio climático.
No vamos a meternos en camisa de once varas con los aspectos, no sociales, sino
económicos de la medida, admitiendo, eso sí, que los programas de viajes y estancias
permiten, a los establecimientos hoteleros afectos (y al comercio en general, no lo olvidemos),
prolongar la temporada aunque sea con menores beneficios ya que la incertidumbre sobre el
futuro de la demanda turística cuando el codiciado viajero nacional vuelva en masa a trabajar
y comience de verdad el curso escolar, provoca escalofríos en la industria y en las
comunidades más dependientes de este sector. Algunos gobiernos autonómicos tratan de
mitigar los efectos de una temporada baja mala y de impulsar su economía subvencionando
vacaciones en verano, en una imitación de programa del Imserso para todas las edades. Al
respecto, el Gobierno ha confirmado la intención de reiniciar en este mes de octubre el
programa, después de que la justicia ha desestimado los recursos de los hosteleros por los
bajos precios que consideran que se les ofrece. Según la Ministra del ramo, le consta la «gran
disposición» que tienen los mayores para viajar este año con el Imserso después del tiempo
en que han estado obligados a permanecer en dique seco, y confía en que «el procedimiento
no se vuelva a parar como consecuencia de nuevos recursos» y que «alinear los programas
del Imserso con el objetivo de mejora de rentabilidad de todo el sector turístico es en lo que se
está trabajando».
Nuestras reflexiones, economía aparte, van en esta ocasión por otros derroteros, a los que no
es ajeno aquel de cierto rechazo (cada vez menor, hay que puntualizar) por algunas personas
a participar en estos programas porque a ellos “sólo van viejos”, un colectivo que se percibe
ajeno ligando la edad y la decrepitud, pues la pregunta del millón es: Tengo 65 años, ¿soy un
anciano? En el pasado quedó aquella imagen de abuela enlutada (casi siempre mujeres), con
el pelo blanco recogido en un moño y apoyada en un bastón mientras que hoy muchos de los
que tienen la edad de aquella abuela en aquella imagen están en su mejor momento, a decir
de los sociólogos expertos. Los sexagenarios de hoy nada tienen que ver con los de hace unas
décadas (la esperanza de vida en 1960 era de 69 años; hoy es de 831) y los criterios hasta
ahora utilizados para considerar a una persona mayor ya no se corresponden con la imagen
real del envejecimiento. Entonces, ¿a qué edad es una persona anciana? Tradicionalmente,
se han tomado los 65 años, porque es un umbral fijo que coincidía con la edad de jubilación.
Fácil de calcular, universalmente conocida y utilizada por estudios y leyes sin ser cuestionada.
Sin embargo, esta edad cronológica no tiene en cuenta las mejoras actuales en las
condiciones de salud, ni la tasa de discapacidad de las personas mayores, ni una esperanza
de vida cada vez mayor. Si en vez de utilizar este umbral fijo de la vejez, se usa la esperanza
de vida, se corrige una parte de esos inconvenientes. Es lo que se conoce como edad
prospectiva. Según esto, la vejez, como otras etapas vitales, es una «construcción social» que
se elabora estadísticamente a partir de una base biológica, de unas características
socioculturales y del estatus del individuo, admitiendo que, en la sociedad actual, las
connotaciones asociadas al término 'viejo' son especialmente negativas, como consecuencia
de la lógica del mercado y la publicidad, donde lo nuevo se asocia a lo mejor, a lo deseable,
mientras que lo viejo se considera obsoleto, desechable e inútil.
Por eso, y también por el tono con que se utiliza cada término, no es lo mismo referirse a
alguien como viejo, anciano, abuelo, miembro de la tercera edad o persona mayor. Desde un
punto de vista lingüístico, viejo y anciano no son sinónimos; no hay ropa o muebles ancianos
o abuelos, sino sólo viejos (los sinónimos de la palabra viejo son 22 y para el vocablo anciano,
33; quizás en realidad sean más y la mayor parte de ellos son utilizados como insultos o
expresiones peyorativas). La palabra anciano2 deriva del adverbio medieval 'anzi', que significa
'de antes', 'muy anterior a algo'; son personas con mucha edad, pero que no se puede
cuantificar. No depende de la lengua, porque hay valores socioculturales que varían de un país
a otro. La palabra viejo no llega a ser un insulto, pero tiene unas connotaciones tremendamente
negativa el anciano puede ser una persona con más edad que el viejo, pero es un término
«más noble». Tradicionalmente, las personas mayores han disfrutado siempre de un estatus
relevante dentro del grupo: se las valoraba por su experiencia, por mantener vivas las
tradiciones y por ser depositarias de la historia y, pese a que ahora todo eso está en el
ordenador y a cualquier hora, su consideración social ha ido creciendo en estos últimos años
de la crisis dado su papel protagonista para mantener con su pensión a la familia, aunque
otros expertos aseguran que aunque en su origen el anciano era esa persona que atesoraba
el conocimiento, actualmente la sociedad lo criminaliza «por comerse» los recursos del
bienestar. Con esa carga negativa y señalados por toda la sociedad, ¿quién va a querer estar
en ese colectivo?.
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1Por concatenación de ideas sobre el tema del paso de los años, viene a cuento la mención del libro "Cómo detener el tiempo" (How to Stop Time), editado en 2017 por el escritor y periodista ingles Matt Haig, en el que el protagonista lleva más de cuatro siglos con vida y no, no es un vampiro, ni ninguna otra clase de ser sobrenatural propio de la mitología o las leyendas urbanas. Es un ser humano normal y corriente con la salvedad de que envejece más lentamente que el resto. Debe cambiar a menudo de país y de identidad para preservar su secreto. De este modo, ha sido testigo y protagonista de grandes momentos históricos y ahora sólo desea sentirse un hombre más. Así, se instala en Londres tratando de llevar una vida corriente y empieza a trabajar en un instituto como profesor de Historia, donde enseña a los niños sobre guerras y sucesos de los que ha sido testigo de primera mano. Una historia de amor eterno sobre un hombre perdido en el tiempo y las vidas necesarias para aprender a ser feliz porque cuanto más se vive, más se da uno cuenta de que no hay nada duradero: todo el mundo acabará siendo un refugiado si vive lo bastante, todo el mundo se daría cuenta de que su nacionalidad no significa gran cosa a largo plazo, todo el mundo vería sus puntos de vista puestos en duda y rebatidos,… todo el mundo se daría cuenta de que lo define a un ser humano es justamente eso, ser humano.
2Cada vez que me refiero a los ancianos no resisto la tentación de citar el texto más antiguo conocido de un viejo autoanalizándose. Se trata de un escriba egipcio, Ptah-Hotep, visir del faraón Tzezi de la dinastía V, por tanto redactado hacia el año 2450 A.C. Dice: "¡Qué penoso es el fin de un viejo! Se va debilitando cada día; su vista disminuye, sus oídos se vuelven sordos; su fuerza declina, su corazón ya no descansa; su boca se vuelve silenciosa y no habla. Sus facultades intelectuales disminuyen y le resulta imposible acordarse hoy de lo que sucedió ayer. Todos los huesos están doloridos. Las ocupaciones a las que se abandonaba no hace mucho con placer, sólo las realiza con dificultad, y el sentido del gusto desaparece. La vejez es la peor de las desgracias que puede afligir a un hombre" Al leer este íntimo dolor humano desde el ocaso de la vida, asombra de la profunda comunicación que se establece, a través de milenios, ante el sufrimiento y la identificación establecida entre seres tan distantes en el tiempo y tan próximos a la vez. Puede concluirse que los viejos han sido semejantes desde las épocas más lejanas. Su circunstancia ha cambiado y también la consideración hacia ellos. Su estimat está en directa relación al horizonte cultura y de ello deriva el interés del análisis histórico para entender un poco la situación del anciano en la sociedad occidental contemporánea.
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