El Taller de Arquitectura, aprovechando los silos de la antigua cementera. |
Esta pandemia de nunca acabar, ya sabéis, la del coronavirus Covid-19, acabó hace un par de semanas, el día 14 de enero exactamente, además de muchas otras, con la vida de Ricardo Bofill Levi a los 82 años de edad, uno de los arquitectos de aquí más conocidos fuera de nuestras fronteras y más cosmopolita, considerado como uno de los máximos representantes del estilo pos-modernista de la arquitectura española contemporánea, no exento de polémica, con obras repartidas por medio mundo. Como profesional rompió moldes, filmando, además, un par de documentales cinematográficos de teme social que hoy son objeto de culto, y en 1963, fundó un grupo formado, no sólo por arquitectos, sino también por ingenieros, sociólogos y filósofos, sentando las bases para lo que hoy es el Taller de Arquitectura de Sant Just Desvern (Barcelona) – posteriormente se extendería a París y New York -, un equipo internacional para dedicarse al diseño urbano, arquitectura, diseños de parques y jardines, y diseño de interiores, con el que se pudieron abordar proyectos de diversa naturaleza en diferentes partes del mundo, basados en la convicción conceptual de que una ciudad debe estar formada por calles y plazas, en oposición al modelo actual adoptado en la construcción de bloques aislados separados por amplios espacios abiertos. El modelo resultante es el de una ciudad mediterránea sostenible, con espacios públicos bien definidos, y en el que sus habitantes tienen todos los servicios básicos a una distancia razonable de sus casas, adaptando los proyectos, lógicamente, a las realidades culturales de cada lugar. Así nacieron, entre otros, y sólo por hablar de diseño urbano, la Place de l'Europe (Luxemburgo), Nova Karlin (Praga), Port Praski (Varsovia), Nueva Castellana (Madrid), nuevo frente marítimo de Tarragona, Nova Bocana del Port (Barcelona), el primigenio proyecto de Puerto Triana (Sevilla), Arteria Central (Boston) y la remodelación de Kobe en Japón. El súmun es el barrio Antigone, en Montpellier, Francia (cuatro millones de metros cuadrados construidos), que es todo un barrio que ha sido diseñado y construido por el Taller de Arquitectura durante veinte años. Muchos de sus proyectos se han convertido en puntos de referencia simbólicos en sus respectivas ubicaciones, lo que no quita que en el momento de su creación se consideraron radicales en grado sumo, generando encendidas polémicas.
Ejemplo de esas polémicas (a las que no son ajenas en este caso los graves problemas de financiación que sufrió al quebrar la constructora ni el hecho de que, ya durante la construcción, se encontraran evidentes y graves deficiencias técnicas cuando las baldosas -además de humedades, grietas en el interior de las viviendas o suelos levantados del primer edificio- empezaron a desprenderse) es el edificio Walden 7, ubicado junto al Taller, en los terrenos de una antigua cementera, uno de los más innovadores y emblemáticos edificios de viviendas de la arquitectura española contemporánea, concebido como un barrio vertical en sí mismo. El nombre del edificio viene del ensayo “Walden” (originalmente Walden, la vida en los bosques), publicado en 1854 por Henry David Thoreau y, especialmente, de “Walden Dos”, novela de ciencia ficción escrita por el psicólogo Burrhus Frederic Skinner en 1948, en la que el autor imagina una utopía tomando como referencia el “Walden” de Thoreau. En esa utopía, todos los miembros de la comunidad son felices, trabajan, no para enriquecerse, y pueden dedicar el tiempo restante a hacer lo que cada uno quiera. La comunidad entera se considera al cuidado de todos los hijos, deshaciéndose así de la idea de familia basada en los lazos de sangre. En esa comunidad los problemas son resueltos a través de la aplicación de la ciencia, explicando en la novela ciertos sistemas que son una mejora sobre los sistemas usados en las comunidades y sociedades actuales, con el objetivo principal de que cada miembro sea feliz como un individuo mientras funciona como parte de un colectivo. Con estos antecedentes, se proyectó en 1970 el edificio que originalmente se llamó Ciudad del Espacio y que se pensó en construir inicialmente en Madrid; consistía en la construcción de una gran cantidad de viviendas autogestionadas para simular una pequeña ciudad en vertical, con casas y pisos, calles, tiendas y comercios en su interior. La mitad de la superficie en planta se destinaría a usos comunitarios, circulaciones y jardines. De esta forma, aún con una densidad relativamente alta, se podía contrarrestar por el espacio en vertical. Lo formaban inicialmente 446 viviendas, y actualmente residen en él unos mil vecinos. Como curiosidad, el escritor José Agustín Goytisolo (1928 - 1999), antiguo vecino del edificio, publicaría un libro de poemas donde hace referencia al mismo, y el aparcamiento está decorado hoy con pinturas como de Mondrian y con las palabras de Goytisolo como esta breve poesía:
“Igual que en cueva o castillo mágico
todo iba a cambiar en aquel sitio,
todo iba a cambiar porque en el sueño
las cosas imposibles ocurren fácilmente”
Sin embargo, repasada muy por encima, como humilde homenaje, la vasta obra del arquitecto desaparecido y alguna de las polémicas que generó, nos fijaremos para nuestras reflexiones en que Ricardo era hijo del también arquitecto nacionalista catalán Emilio Bofill y Benessat, y que, seguramente influenciado por lo que respiraba en su casa, fue expulsado de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona por sus actividades políticas, prosiguiendo sus estudios y obteniendo el título en la Escuela de Arquitectura de Ginebra, Suiza. Si tenemos en cuenta que esta expulsión se produjo en 1957, ya empieza a barruntarse que la posguerra (la represión por motivos políticos) es – “es”, no “fue” - más larga en el tiempo de lo que se nos viene diciendo. Es más, conozco de fuente fiable un caso similar, ocurrido, mira por dónde, también en una Escuela de Arquitectura, una docena de años después que el episodio Bofill: resulta que por razones económicas familiares alguien tuvo que abandonar los estudios de arquitectura; cuando, al poco tiempo pretendió continuarlos encontró una maraña de trabas burocráticas que se lo impedían hasta que a la diligente secretaria se le escapó que había una nota en el expediente académico que prohibía la matriculación para cualquier titulación y en cualquier universidad de España, especialmente en Escuelas de Arquitectura, por constar el titular como rojillo al haber sido delegado de curso (!!). Al no poder hacer como Bofill, seguir estudiando en el extranjero, y desechada la Arquitectura, el único camino era acceder a los estudios por la puerta de atrás (que había, más difícil, claro) y hay que decir que, por lo que sé, el resultado fue satisfactorio. Y, como esos, infinidad de casos en las universidades hasta hoy mismo porque las olas de lo que fue el régimen de Franco no cesan de golpear nuestro presente. A cada día, a cada instante, nos vemos asaltados por fotogramas del pasado; la mayoría de ellos se refieren a la brutal represión física sobre la que se construyó el franquismo, pero el universo represivo del franquismo fue mucho más amplio de lo que esos dramáticos restos del pasado nos dejan ver. Por lo menos desde comienzos del presente siglo, trabajos pioneros comenzaron a ofrecer un espectro más amplio de la represión, llamando la atención sobre la represión socioeconómica y cultural. El franquismo, como otros regímenes dictatoriales de la Europa de entreguerras, no puede entenderse sin el control social y la represión que ejercieron contra los sectores más desafectos de las sociedades sobre las que se construyeron. Represión física, represión cultural y represión socioeconómica fueron los tres pilares de la violencia política del franquismo y la represión cultural no puede ser entendida sin la existencia de una “Cultura de la Victoria” que abrazaron los vencedores; surgida en los días de la Guerra (in)Civil, consagraba la existencia de, por un lado, una “verdadera España”, colmada de los valores espirituales y patrióticos defendidos por los rebeldes durante la contienda; y por otro, delimitaba los límites de esa comunidad nacional, apuntando a una “anti-España”, identificada con los partidarios de la II República o, simplemente, con los “no afectos”. Fue esa cultura de no-reconciliación y de guerra sobre la que se construyó la España del franquismo, de la represión de acero, y fue interiorizada por muchos vencedores. Y así, no es raro que, junto al propio lucro personal, fuese el motor explicativo de la otra pata, la represión socioeconómica. Sólo así se justifica cómo, tanto desde las instituciones como en las esferas más locales, los vencidos fueron lanzados contra los muros del hambre más absoluta, condenados a las largas colas de racionamiento, a alimentarse con productos de deficiente calidad, a un pequeño estraperlo por el que eran castigados, a unas condiciones laborales penosas o a ser despojados de sus empleos y bienes.1
Da que pensar que estas líneas fueron publicadas en 2011, antes de la aparición y eclosión de formaciones políticas nostálgicas de formas de convivencia y gobierno de un pasado que creíamos superado; quedémonos en el recuerdo del desaparecido Bofill y su obra, y esperemos que en todo se imponga el sentido común y ciertos personajes sean capaces de asumir que el pasado (obscuro e intransigente) es eso, pasado.
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1Claudio Hernández Burgos / Miguel Ángel Del Arco Blanco: Más allá de las tapias de los cementerios: la represión cultural y socioeconómica en la España franquista (1936-1951), Cuadernos de Historia Contemporánea, vol. 33
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