miércoles, 12 de enero de 2022

Reseña: "El mundo sin nosotros".

 


Por una de aquellas casualidades que a veces pasan, cuando está aún fresquita la tinta de nuestras reflexiones sobre la reciente cumbre sobre el cambio climático, COP26 de Glasgow, Escocia, y cuando el motivo de discusión climática es, con el mismo tono de preguntarse si son galgos o podencos, determinar si las nucleares y el gas producen, o no, energía verde (por temas de intereses económicos inmediatos, subvenciones y esas cosas, no os vayáis a creer que es por temas del medio ambiente), ha caído en mis manos el libro, publicado en 2007, The world without us (El mundo sin nosotros en su versión en castellano, que también existe, por Random House Mondadori, creo), del escritor, periodista y profesor estadounidense de periodismo y de estudios latinoamericanos en la Universidad del Estado de Arizona y anteriormente en la Prescott y Williams, Alan Weisman, cuyo prólogo empieza así: “Ana María Santi, india zápara, se rehúsa a comer carne de mono araña. Y arguye: Si nos rebajamos a comernos a nuestros antepasados preguntó- qué nos queda? Ya se han acabado los tapires y las codornices y los hombres, también indios záparas, ya no encuentran qué cazar. La disyuntiva deja entrever que tanto los záparas como el Alto Amazonas estarían condenados a extinguirse.…”, planteando disyuntivas conforme la humanidad avanza hacia el futuro que diseñamos y preguntándose si involuntariamente no estaremos envenenando o hirviendo a fuego lento el planeta con nosotros dentro, como en la conocida fábula de la rana y la cazuela. La verdad es que en pocos años han pasado algunas cosas que habría que considerar: cuando éramos más jóvenes no existía ninguna preocupación por el medio ambiente y si una fábrica contaminaba, se escuchaba a los mayores que decían: “es el precio del progreso”, el hombre reinaba sobre TODOS los animales con “naturalidad” y loans ecologistas, esos bichos raros, casi no existían; sólo Jacques Yves Cousteau documentaba en solitario el mundo submarino y procuraba inculcar la necesidad de respetar a los demás animales porque también eran seres vivos y compartíamos con ellos este maravilloso planeta llamado Tierra. Tampoco se hablaba sobre los derechos de los niños, ni nadie se preocupaba de la violencia hacia la mujer. Los derechos humanos seguían en pañales y había más preocupación en violarlos que en respetarlos.Ahora todo esto es diferente. Al menos hay una aparente preocupación entre las relaciones de humanos y animales. Estamos -por ejemplo- llenos de defensores del pueblo y en todo el mundo se levantan voces condenatorias contra las guerras y el terrorismo, sea cual sea su naturaleza. Claro que no basta. Tampoco garantiza un futuro sin guerras, ni menos la amenaza de un flagelo nuclear. Pero de haberlo, en el futuro próximo o lejano nadie imagina este planeta sin vida. Algo o alguien quedarán para contarlo.


Todas las ilustraciones, de Kenn Brown, inspiradas en la obra de Weisman.

H
emos usado y abusado del agua y del suelo, de modo que ahora queda mucho menos de ambas cosas, y hemos pisoteado a miles de especies animales que probablemente ya no reaparecerán. Dado el proceso imparable de deterioro del planeta, el autor apela al instinto de conservación, para luego formular su gran supuesto, que llama experimento mental creativo: supongamos que ha ocurrido lo peor, que la extinción humana es un hecho consumado e imaginemos un mundo del que súbitamente hemos desaparecido, mañana mismo, miremos a nuestro alrededor, al mundo actual, nuestra casa, nuestra ciudad, la tierra que nos rodea, el pavimento que pisamos y el suelo que se oculta debajo. Dejemos todo ello en su lugar, pero extraigamos a los seres humanos; borrémonos a nosotros mismos y veamos lo que queda. El experimento mental de Weisman se enfoca en dos cuestiones primarias: ¿cómo reaccionaría la naturaleza frente a la desaparición de la humanidad? y ¿qué legado dejarían los humanos en ella tras su ausencia?, de tal forma que, después de la justificación conceptual de su experimento, Weisman formula las primeras doce preguntas que se transforman en su plataforma para iniciar la búsqueda de las respuestas entrevistando a científicos y viajando, al menos, por cuatro continentes: África, Asia, Europa y América. Las preguntas son:

1) ¿Cómo respondería el resto de la naturaleza si de repente se viera liberada de la constante presión que ejercemos sobre ella y sobre los demás organismos?

2) ¿Podría el clima volver a ser como antes de que encendiéramos todos nuestros motores?

3) ¿Y cuánto tardaría en hacerlo?

4) ¿Cuánto tiempo haría falta para que se recuperara el terreno perdido y restaurar el Edén al modo en que debía de resplandecer y oler al día antes de la aparición de Adán, o el Homo habilis?

5) ¿Podría la naturaleza llegar a borrar completamente cualquier rastro de nosotros?

6) ¿Cómo desharía nuestras monumentales ciudades y obras públicas, y cómo reduciría de nuevo nuestros miles de plásticos y productos sintéticos tóxicos al estado de productos básicos inocuos?

7) ¿O es que algunos de ellos son tan antinaturales que resultarían indestructibles?

8)) ¿Y qué sería de nuestras mejores creaciones: nuestra arquitectura, nuestro arte, nuestras numerosas manifestaciones espirituales?

9) ¿Hay alguna de ellas realmente eterna, o al menos lo suficiente para durar hasta que el sol se expanda y reduzca nuestra tierra a cenizas?

10) ¿Sería posible que hubiéramos dejado alguna leve marca perdurable en el universo?

11) ¿Algún eterno resplandor, o eco, de una humanidad terrestre?,

12) ¿Algún signo interplanetario de que una vez estuvimos aquí?



En el fondo, cada interrogante es en sí mismo una idea abierta para que un lector cuestione su paso por la vida e inicie su propia investigación, meditando sobre cómo el hombre ha empujado a algunas especies a una extinción tan absoluta que no es probable que dichas especies, o su ADN, vuelvan a reaparecer jamás. Dado que algunas de las cosas que hemos hecho probablemente son irrevocables, lo que quedaría en nuestra ausencia no sería el mismo planeta que habría sido en el caso de, de entrada, jamás hubiéramos evolucionado. Tres ejes temáticos se combinan en la obra:

a) el tiempo geológico (el tiempo como fenómeno relativo);

b) la vida de la naturaleza que la explica desde los organismos unicelulares hasta los animales de gran peso que aún quedan como los hipopótamos, elefantes, rinocerontes, jirafas, leones, cebras, etc., sin dejar de atender las especies arbóreas; es decir, la megafauna y la megaflora;

c) el hombre, su evolución y el proceso de depredación que genera nichos vacíos de los que, según Weisman, la naturaleza ya ha superado antes peores pérdidas, y ha rellenado esos nichos sustraídos.



Weisman t
oma el enfoque del imperialismo ecológico del biólogo Alfred Crosby para explicar el proceso destructivo y se eleva lo suficiente en el tiempo para mostrar el mundo justo antes de nosotros con un interludio interglaciar para denotar la abundante presencia de CO2 y sus perniciosos efectos, que ha generado el género humano y que según palabras del profesor de estudios ambientales y biología de la Universidad de Nueva York Tyler Volk, habrán de pasar 100 mil años para que esta emanación descienda a los niveles prehumanos. Del hielo al zoológico perdido. Hay una conclusión: no necesitamos, por ejemplo, disparar a las aves canoras para eliminarlas del cielo; basta con quitarles lo suficiente de su hábitat o de su sustento, y caerán muertas por sí solas En este contexto desolador auspiciado por los humanos se encuentra la paradoja africana; por su impresionante colección de animales, África es un gran museo. Con base en este enorme acervo biológico, Weisman formula una pregunta, ¿Se propagarán estos animales por todo el planeta cuando nosotros ya no estemos? y concluye: la adaptabilidad es la clave del más apto, y la extinción de una especie representa la evolución de la otra. De la sobrevivencia pasa a lo que se destruye. La barbarie de la guerra y la fuerza de la naturaleza tienen algo en común: las dos destruyen lo que el hombre construye. Lo que vale son las entrañas de este paisaje. Nueve clases distintas plásticos se mezclan en el mar. Cuando se haga polvo el zooplancton se las tragará. Ahora mismo mil millones de toneladas de plástico están circulando. Harán falta cien mil años para que se degraden. Mientras tanto, todos los seres vivos seguirán comiendo plástico, porque desaparece la agricultura y las acciones de fertilizar, fumigar, etc.. Cesa también el engorde de ganado, cerdos, pollos cabras, ovejas, etc., y Weisman asume que en un mundo sin humanos, la brusca interrupción de toda fertilización agraria artificial liberaría de manera instantánea de un enorme presión química a las zonas bióticas más ricas de la tierra. La tierra sin agricultura forja el destino de las maravillas del mundo antiguo y moderno. También regresarán los ríos a sus antiguos cauces, se recuperarán los bosques y volverá el libre flujo de animales, jaguares, panteras, tapir y aves. De nuevo el mundo sin guerra pese a que la guerra puede condenar a verdaderos infiernos a los ecosistemas terrestres, como atestiguan las envenenadas selvas de Vietnam. El legado humano es la reacción en cadena. Si abandonáramos este mundo mañana dejaríamos atrás 30,000 cabezas nucleares intactas. Para entonces, fuera lo que fuere lo que viviera en el planeta habría de vérselas todavía con la escoria, todavía letal, de plantas nucleares, tarea nada fácil porque tendría que lidiar con este lastre humano por 4,500 millones de años. Antes del exterminio, habrá que hacer nuestro registro geológico. Se trata de las minas para extraer carbón y diamantes y el riesgo de que el permafrost del Ártico se deshaga y libere alrededor de 400,000 millones de toneladas de metano. Si se diera esta liberación se podría llevar el calentamiento global a niveles jamás vistos desde la extinción pérmica, hace 250 millones de años.



El peligro está en nosotros mismos. La posibilidades de que todos nosotros nos vayamos al mismo tiempo, y no digamos en un futuro próximo, son escasas, pero entran dentro de lo posible;
la probabilidad de que solo se mueran los humanos, dejando que todo lo demás continúe, es aún más remota; pero a pesar de ello, es mayor que cero. En esta partida quienes nos echarían de menos serían los piojos de la cabeza y los piojos del cuerpo. Pero mientras eso no suceda el hombre estará amenazado por los virus de alto riesgo como el Ébola, el Marburg, el VIH, el versátil virus del Covid, el virus de la peste porcina, el virus influenza, las vacas locas, la gripe aviar, etc. Más allá de todos los perjuicios y excesos y de las maravillas creadas por los humanos está el arte que nos trasciende. Las obras de arte elaboradas en bronce, así como las ondas de radio perdurarán hasta el lejano día en que el Sol, ya envejecido, se caliente más de lo debido, y la tierra finalmente termine.



Y en este contexto apocalíptico, ¿qué decir de las religiones, los futuros alternativos que ofrecen las tres grandes religiones del mundo el islam, el judaísmo y el cristianismo? Las tres discrepan sobre quiénes son “los buenos” para merecer ese futuro mejor
por lo que creer en cualquiera de ellas requiere de un acto de fe. En tanto que la ciencia tampoco ofrece criterio alguno para seleccionar a los supervivientes aparte de la evolución de los más aptos, y en el ámbito de cada uno de estos credos nacen porcentajes similares de individuos más fuertes y más débiles. En suma, la obra, a su manera, invoca al sentido común para reconsiderar una nueva ética de la tierra. Aunque después de todo, llevado al extremo, como dice el doctor en física teórica Lawrence Maxwell. Krauss en su libro de 2005 Historia de un átomo, la extinción (en cualquiera de sus formas) es una parte esencial de la vida.



P. S.- No debe ser casual que todos los expertos consultados y todas las referencias en la obra sean de ámbito estadounidense. Ahí se queda.


 


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