La caída de Barcelona en manos franquistas el 26 de enero de 1939, hace ahora 83
años, puso formalmente punto y final, en la ciudad y en el país, a tres años de guerra
(in)civil en España. Pero no vamos a recordar aquí la atroz e inacabable posguerra
(250.000 detenidos por “delitos de opinión”), sino un capítulo sobre el que se suele
pasar de puntillas si se tiene en cuenta quién ganó la Segunda Guerra Mundial, cuáles
fueron los perdedores (menos en España) y que España es ahora (sobre el papel, que
todo lo aguanta) un estado democrático aunque con tintes autoritarios ¿heredados?,
cual es la “Barcelona nazi”. La ocupación del espacio público barcelonés desde 1939 a
1945 con esvásticas y actos fascistas se explica gracias a la complicidad evidente de
las autoridades locales y provinciales, que articularon una red de simpatías y
reconocimientos mutuos entre los regímenes de Hitler, Mussolini y Franco. El
entusiasmo por la nueva Europa de la Alemania nazi que se veía triunfadora, y las
promesas de futuro para España del régimen fascista italiano se desplegaban con una
operación de imagen contundente. El número dos de Hitler, Heinrich Himmler (viajando
en octubre de 1940 por toda España, aprovechando también el viaje para el chusco
episodio de la búsqueda del Santo Grial en el Monasterio de Montserrat), el yerno de
Mussolini y Ministro de Exteriores de la Italia fascista, el conde Galeazzo Ciano (el 10
de julio de 1939, cuya llegada a Barcelona fue organizada bajo la supervisión directa
del segundo hombre más poderoso de la dictadura franquista, Ramón Serrano Suñer),
y una larga lista de autoridades y delegaciones italianas y alemanas visitaron Barcelona
y ocuparon simbólicamente los principales edificios de la ciudad: Ajuntament,
Parlament de Catalunya, Palau de la Música Catalana, Universitat de Barcelona, Teatre
Tívoli, etc. Las actividades organizadas se pusieron al servicio del triunfalismo
ideológico del régimen: exhibiciones deportivas, actuaciones musicales, conferencias y
exposiciones. Barcelona había entrado con su toma por las tropas franquistas en el
sistema europeo nazi-fascista, como ya lo había hecho políticamente la España de
Franco.
El impacto visual de las esvásticas presidiendo el escenario del Palau de la Música
Catalana, o los jóvenes hitlerianos haciendo guardia en el Teatre Tívoli, eran la metáfora
perfecta de los nuevos tiempos de la ciudad, ya que, como si fuera un ritual asumido
por Barcelona, cada año la colonia alemana celebraba su calendario de forma colectiva
y pública conmemorando las fechas y fiestas señaladas del imaginario nazi: el Día de la
Cosecha, la Fiesta Nacional del Trabajo, el Día de los Caídos de Noviembre, el
aniversario del dictador nazi... con una total y absoluta impunidad, y bajo la mirada
comprensiva y la simpatía de los nuevos gobernantes, de forma que la colonia nazi
invitaba a dirigentes del Partido Nacionalsocialista Alemán para que visitasen Barcelona
y celebrasen con sus compatriotas las grandes festividades del III Reich en la España
“neutral”. Mientras tanto, el alcalde, el gobernador civil y el capitán general, los
tenientes de alcalde, rectores universitarios, obispos y canónigos, periodistas y nuevos
intelectuales se deleitaban ante la parafernalia y las coreografías importadas de la
Alemania nazi. Barcelona también acogió la visita de otros miembros de las estructuras
políticas, sociales y culturales fascistas y nazis. Representantes de las diferentes
organizaciones políticas, sindicales y culturales de los estados alemán e italiano
también hicieron acto de presencia en la capital catalana. Siguiendo la organización
jerárquica y piramidal vigente, los nuevos visitantes reproducían las consignas y las
directrices marcadas siempre desde la superioridad. Su presencia era la expresión de
los nuevos valores que se querían implantar y que en Barcelona tenían el equivalente
franquista en el Frente de Juventudes y en la Sección Femenina.
Uno de los aspectos más importantes de la presencia alemana en Barcelona fue la
celebración de diversas exposiciones, que reflejaban la pujanza del III Reich en todo
tipo de ámbitos: la arquitectura, la artesanía, la industria del libro, etc. Aparte de
muestras relativamente pequeñas, como la de artesanía, destacaron dos grandes
exposiciones: la Exposición del Libro Alemán y la Exposición de Arquitectura Moderna
Alemana. La primera se organizó en el paraninfo del edificio histórico de la Universitat
de Barcelona el mes de febrero de 1941, engalanada con diversas esvásticas y el
paraninfo fue presidido por una gran bandera nazi y por bustos de Franco y de Hitler;
se expusieron libros alemanes y españoles, de temática nazi, entre los cuales destacó
una edición de 1940 de Mein Kampf, de Adolf Hitler. La Exposición de Arquitectura
Moderna Alemana, celebrada en el Palau del Parlament, en el parque de la Ciutadella,
cuya fachada fue decorada con grandes esvásticas y banderas rojigualdas españolas,
el mes de octubre de 1942, fue la muestra más importante de ese tipo que llegó a
Barcelona en aquellos años y traía a la ciudad uno de los aspectos más esplendorosos
de la “nueva” Alemania: el nuevo urbanismo y las intervenciones arquitectónicas
gigantescas en ciudades como Berlín. Comisariada por Albert Speer —arquitecto de
confianza de Hitler y futuro ministro de Armamentos del III Reich— y acompañada de la
edición bilingüe de un libro-catálogo, la exposición recogía las principales maquetas del
nuevo Berlín y se añadieron todo tipo de ilustraciones de la nueva arquitectura rural.
Hay acciones menos vistosas pero que también demuestran la ocupación nazi de
Barcelona. Cuando, en 1941, las tropas alemanas cruzaron la frontera entre la Polonia
ocupada por los nazis y la que había quedado bajo control soviético en 1939, todos los
europeos pronazis o simplemente progermánicos, entendieron que había llegado la
hora culminante de la guerra: la destrucción de la Rusia bolchevique y la implantación
del “nuevo orden” continental. La España franquista también quiso participar en el
futuro reparto del botín y organizó la División Azul, un colectivo de unos 45.000
voluntarios, básicamente falangistas, bajo mando militar leal por juramento público a
Hitler, que irían a luchar al llamado frente del Este (principalmente la actual San
Petersburgo), al lado de otros europeos antibolcheviques. El Ayuntamiento de
Barcelona se abocó con entusiasmo a colaborar en esta misión europea organizando la
recogida de comida y preparando un envío de víveres como obsequio de Navidad. Todo
era poco para celebrar la nueva hora europea anticomunista, la gran cruzada
continental contra el bolchevismo, y todo el mundo, incluso la Barcelona franquista,
tenía que estar presente.
La Segunda Guerra Mundial incidió en la Barcelona franquista de esa época de
ocupación en dos aspectos; en primer lugar, la neutralidad oficial —no real— de la
dictadura permitió que la ciudad fuera el escenario de dos episodios relevantes: los
intercambios de prisioneros aliados (sobre todo, británicos y norteamericanos) y
alemanes en los meses de octubre de 1943 y mayo de 1944. En ambos casos, el
puerto de Barcelona fue el marco geográfico donde se llevaron a cabo los intercambios,
bajo la atenta mirada de las autoridades franquistas provinciales y locales, que en
ningún momento escondieron sus simpatías por el bando alemán. Además, las señoras
de la alta sociedad local pudieron lucir sus mejores galas y buenos sentimientos,
ofreciendo alimentos y consuelo a los heridos, en unas imágenes muy típicas de
enaltecimiento del franquismo local. El segundo aspecto fue, lógicamente, la evolución
de la guerra. En julio de 1943, después de la caída del régimen fascista de Mussolini, la
presencia italiana en Barcelona casi desapareció y, a partir de la primavera de 1944, a
medida que se hacía evidente el repliegue alemán, empezaron a ser noticia las
actividades culturales de los británicos, de entre las que destacan una exposición de
libros y un encuentro organizado por la Cámara de Comercio Británica y presidida por
el embajador. Poco a poco, los franquistas barceloneses se fueron apartando del amigo
alemán —aunque no del todo— y empezaron a cultivar las relaciones con británicos y
norteamericanos, incrementando los actos públicos, las inauguraciones de cursos,
exposiciones, etc. Empezaba a ser la hora de cambiar públicamente de amigos y
acabar con la estética (sólo la estética) nazi del franquismo en Barcelona.
Alguien ha dicho que, con el rumbo que está tomando la sociedad, si no se te llama
nazi o terrorista, no eres nadie políticamente; viene a cuento, pues, al identificar la
política del franquismo con la política nazi y/o fascista traer a colación la ley de Godwin
o regla de analogías nazis de Godwin, técnicamente un enunciado pese a que se
popularizó con el nombre de ley, propuesta por el abogado estadounidense Wayne
Michael Godwin, de quien toma el nombre, en 1990, y que establece que “A medida
que una discusión en línea se alarga, la probabilidad de que aparezca una comparación
en la que se mencione a Hitler o a los nazis tiende a uno”, de forma que existe una
tradición general no escrita en grupos serios de tertulia que demuestra que en cuanto
se mencione una determinada comparación similar a la descrita en el enunciado, la
discusión se cierra y quienquiera que la usara la pierde. Así, la ley de Godwin
proporciona un límite a las intervenciones de los grupos. De hecho, así es como
muchos participantes conocen la ley, que sólo pretende evitar un abuso conversacional
intransigente1, porque muchas veces se menciona simplemente a Hitler o al nazismo
para que una posible confrontación objetiva de posiciones políticas se convierta en una
discusión absolutamente subjetiva sobre el bien y el mal o cómo se interpretan éstos en
cada quién. Bajo esta premisa quedan fácilmente descalificadas algunas “ocurrencias
pseudo-políticas” que en el fondo no denotan sino ignorancia e incapacidad de
argumentar como lazis (en alusión a los lazos amarillos en Catalunya), feminazis (por
feministas), etc. No, el nazismo es (porque aún vive) algo más serio que un juego de
palabras.
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1En determinadas ocasiones, hacer mención a Hitler o a los nazis es una manera totalmente apropiada de argumentar un punto de vista. Por ejemplo, si se discute los méritos relativos de un líder particular, y alguien dice algo como "es un líder bueno, mira cómo ha mejorado la economía", se podría decir que "el simple hecho de mejorar la economía no significa que sea un líder bueno. Incluso Hitler mejoró la economía". Algunos verían ésta como una comparación válida, ya que se usa a Hitler porque es un líder a quien todos conocen y, por tanto, no es necesario explicar el ejemplo. Otros dirían, por el contrario, que la ley de Godwin es especialmente aplicable a la situación descrita, ya que la mera mención de Hitler es un llamamiento inevitable a las emociones y un ataque tácito ad hominem al líder objeto de la comparación, ambos inadmisibles. Hitler tiene demasiadas connotaciones negativas como para usarlo como una comparación a cualquier otra cosa, con la excepción de otros dictadores. Así pues, y según esta última argumentación, la ley de Godwin permanece veraz y aplicable.
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