domingo, 2 de enero de 2022

Hablemos de propósitos.


Ha cambiado el almanaque, estamos en otro año, y como si nada, la vida sigue igual, que diría 
Julio Iglesias, pandemia aparte, claro. Hace dos meses (¡cómo pasa el tiempo!) tuvo lugar la 
Cumbre del Clima de Glasgow, Escocia, en la que líderes de más de 120 países se dieron cita 
para dar respuesta a la urgencia climática, en una cumbre que debía dar paso a unas 
negociaciones decisivas (COP26) para combatir el calentamiento del planeta. Por ello, había 
depositadas en ella grandes esperanzas, bajo la mirada desconfiada de ecologistas, entre 
ellos la sueca Greta Thunberg, tras los incumplimientos de los compromisos acordados en la 
de París de 20151 y las posteriores de Copenhague y Madrid, de las que nadie ni se acuerda. 
La COP26, pues, era una cita esperada porque debía desarrollar los principales temas del 
histórico Acuerdo de París de hace seis años, como el aumento de los compromisos de cada 
país para combatir las emisiones de gases de efecto invernadero, la financiación de la lucha 
contra el cambio climático, o las reglas de transparencia y control mutuo. Ahora, que nadie 
recuerda tampoco Glasgow y que “las aguas están (o así lo parece) calmadas”, revisemos.

 
Ya en agosto de 2021, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático 
(IPCC), había publicado que los científicos están observando cambios en el clima de la Tierra 
en todas las regiones y en el sistema climático en su conjunto. Muchos de los cambios 
observados en el clima no tienen precedentes en miles, sino en cientos de miles de años, y 
algunos de los cambios que ya se están produciendo, como el aumento continuo del nivel del 
mar, no se podrán revertir hasta dentro de varios siglos o milenios y, actualmente, estudios de 
organizaciones sobre el medio ambiente y el clima de Naciones Unidas concluyeron que la 
emergencia climática es generalizada, rápida y se está intensificando. Los fenómenos 
meteorológicos como los incendios, inundaciones y sequías aumentarán y el calentamiento 
global se está acelerando, según estos informes. Eso, unido a la evidencia de que, pasado 
(eso queremos creer) lo peor de la pandemia por el Covid-19, se ha vuelto a poner de 
manifiesto el insoportable, para el futuro del planeta, nivel de emisiones contaminantes, hizo 
pensar que esta vez la cosa va muy en serio tiñendo de negro apocalíptico los discursos de 
los jefes de Estado y de gobierno presentes en la inauguración de la Cumbre. Hay que decir 
que era una cumbre con grandes ausentes, como el chino Xi Jinping, presidente del mayor 
país emisor de gases contaminantes, el ruso Vladimir Putin, el presidente mexicano, Andrés 
Manuel López Obrador, o el brasileño, Jair Bolsonaro, a pesar de que este último estuvo 
presente en la cumbre del G20, que culminó un día antes en Roma.

 

Así, el anfitrión, el premier británico Boris Johnson, abrió la cumbre con un discurso con 
carácter de urgencia. “La humanidad ha jugado durante mucho tiempo a contrarreloj con 
el clima. Falta un minuto para medianoche, es el momento de actuar”. Posteriormente, el 
secretario general de la ONU, António Guterres, declaró sobre el estrado que la cumbre debe 
actuar para “salvar a la humanidad” y proteger el planeta. “Es hora de decir basta. Basta de 
maltratar la biodiversidad. Basta de matarnos con el carbono. Basta de tratar la 
naturaleza como un retrete. Basta de quemar, perforar y minar a mayor profundidad. 
Estamos cavando nuestra propia tumba”. A su vez, el mandatario estadounidense, Joe 
Biden, expresó: “Podemos mantener la meta de elevar las temperaturas 1,5°C si nos 
mantenemos juntos. De eso trata la COP26. Glasgow debe ser el inicio de una década 
de ambición. El cambio climático ya está arrasando con el mundo, destruyendo vidas. 
Está costando billones de dólares”. Por su parte, la entonces alemana, Angela Merkel, tiene 
la esperanza de que la cumbre acabe con metas más ambiciosas de “cómo ha empezado” y 
dijo que los países ricos “tienen especial responsabilidad” en liderar el recorte de gases 
nocivos y deben cumplir su promesa de aportar 100.000 millones de dólares anuales a 
los países en desarrollo para que combatan el cambio climático, lo que se alcanzará, 
“tarde”, en 2023. Y como final de la apertura de la Cumbre, mensaje a distancia de la reina 
Isabel II de Inglaterra que, a sus 95 años, urgió a los líderes y delegados que asisten a la 
cumbre para que aúnen esfuerzos para combatir con “compromisos concretos” la crisis 
climática."Es necesario reconocer que ha pasado el tiempo de las palabras, es el 
momento de la acción. Los beneficios de estas acciones no estarán ahí para que los 
disfrutemos hoy nosotros: ninguno de nosotros vivirá para siempre. Pero hacemos 
esto no por nosotros, sino por nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos".

 

Tras la sesión inaugural de discursos, se d
io paso al comienzo real de las negociaciones a 
puerta cerrada, que se celebraron durante dos semanas en paralelo a centenares de actos y 
anuncios sobre iniciativas dirigidas a combatir el cambio climático y salvaguardar la naturaleza.  
Y aquí es donde se pone de manifiesto que, como dice aquel refrán, una cosa es predicar y 
otra, dar trigo y que, emulando a la activista Greta Thumberg, mucho bla-bla de los políticos 
(esclavos de los votos en su mayoría, no lo olvidemos) para tan poco resultado práctico y 
tangible en las reuniones de los “técnicos” (habitualmente políticos de segunda fila o 
economistas con otros objetivos, no siempre coincidentes con la lucha contra el cambio 
climático).  Sólo así se explica, sin ir más lejos, el esperpento de uno de los primeros 
“acuerdos” anunciado a bombo y platillo: una considerable reducción de las emisiones a la 
atmósfera de gas metano, uno de los primeros gases causantes del calentamiento global del 
planeta, pasando de puntillas en el anuncio sobre el hecho de que China, Rusia e India, 
principales países contaminantes, no lo firman. Y es que nuestro mundo y su progreso están 
construidos sobre la base económica del aprovechamiento (y subvención) de combustibles 
fósiles, en particular, carbón y petróleo y sus derivados, con lo que ya hoy el mundo emite 
anualmente más de 50 gigatoneladas (una gigatonelada representa 1.000 millones de 
toneladas) de gases de efecto invernadero, según cálculos de la ONU, y diversos estudios 
indican que se producirá un incremento de emisiones del 16% en 2030, cuando, según los 
acuerdos firmados, se debería registrar una reducción del 45%. Y aunque públicamente 
existe la conciencia de que esa situación debe cambiar, subsisten grandes interrogantes 
sobre el modelo energético alternativo y su capacidad de responder a las enormes exigencias 
de desarrollo de la mayoría del planeta. Ya en la cumbre del G20 en Roma ratificó el 
compromiso con el +1,5ºC, pero no dio pautas claras para conseguirlo.

 

O
tro gran escollo sin resolver es qué hacer y cómo con los países subdesarrollados (pobres) 
cuyas precarias economías dependen (éstas sí) de las energías no renovables. Los países 
pobres piden ayuda para mitigar o adaptarse a las consecuencias del cambio climático, del 
que, en puridad, ello no son responsables; los países ricos prometieron 100.000 millones de 
dólares anuales, una cifra que ya debieron haber entregado en 2020 pero faltan 20.000 
millones de dólares. Las principales potencias económicas aseguran que el tema será 
resuelto en un par de años. No es broma y se ha de actuar AHORA; países como la Alianza 
de Pequeños Estados Insulares denuncian las consecuencias “aterradoras” que podrían 
llegar en poco años si el nivel del mar sigue aumentando a consecuencia del cambio climático
como aseguran los científicos. Es de recordar la intervención telemática en la cumbre del 
primer ministro de un pequeño país del Pacífico (Tuvalu, la nación independiente con menor 
número de habitantes del mundo, que tiene una altitud máxima de 5 metros sobre el nivel del 
mar), con el agua por las rodillas exponiendo la dramática situación de su país, en trance de 
desaparecer si continúa subiendo el nivel del mar por el cambio climático.

 

P
ero son eso, imágenes exóticas de lugares lejanos que a nosotros nunca nos pueden afectar 
y las simulaciones/proyecciones de lo que puede pasar en poco tiempo en ciudades como 
New York, Copenhague .. o Barcelona con el aumento del nivel de las aguas debido al cambio 
climático no son sino estéticas por lo realista aplicaciones informáticas. Pero el cambio va en 
serio, aunque aún hay quien lo niegue, como el presidente de Brasil o ese expresidente de 
Estados Unidos que, no sólo abjuró de sus compromisos, sino que, por conseguir unos votos, 
eligió como prioritaria la economía de hoy frente al cuidado del planeta (y, posiblemente, la 
propia supervivencia de la especie humana) para el futuro (no es el único dirigente político que 
lo hace; ahí está, sin ir más lejos, el ejemplo de ese país, flamante firmante del acuerdo para 
reducir el uso del carbón como combustible, que, en plena cumbre aún, usó el carbón en sus 
centrales argumentando el tobogán de precios del gas natural), proclamando que había que 
acudir a mantener los puestos de trabajo en Detroit2 antes que preservar el futuro del planeta  
en una clara exhibición de ignorancia (pero que da votos de quien ansía que le solucionen SU 
problema), no ya sobre el futuro inmediato del trabajo, con o sin cambio climático, sino sobre 
el trabajo del futuro, inmerso en pleno proceso de cambio por múltiples razones, una de las 
cuales, claro está, es el cambio climático. Y no es un fácil juego de palabras, no; ¿quién está 
dispuesto a pensarlo/aceptarlo?. Porque el cambio representa eso, un cambio DE TODO; 
nadie puede saber hoy cómo y cuáles serán los trabajos de pasado mañana, sólo se sabe que 
serán otros, seguramente diferentes de aquellos a los que estamos acostumbrados. De hecho, 
ya han anunciado el cierre (o incluso ya han cerrado) empresas que fabricaban componentes 
del automóvil que ya no serán necesarios con las nuevas fuentes de energía.

 

Por eso es tan conveniente “ponerse las pilas”, acometer cuanto antes los cambios y 
adaptarse a ellos, pero, a juzgar por lo que se habla del post-COP26, “ni está ni se le espera”.
 

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1Un total de 196 países firmaron el Acuerdo de París de 2015, y todos ellos tenían idealmente el objetivo de limitar el aumento de la temperatura del planeta a +1,5ºC. Pero la realidad es que la Tierra se dirige a un aumento de 2,7ºC, y con esos dígitos su clima, sus ecosistemas, entran en “territorio desconocido”, según la Organización Meteorológica Mundial (OMM).

2Trump lo dijo, y el caso de Detroit bien merece una parada y fonda, y no precisamente por el cambio climático. El declive de Detroit es un fenómeno fascinante. Trágico, sin duda, pero fascinante. A mediados del siglo XX, la orgullosa Detroit era la cuarta mayor ciudad de los Estados Unidos de América, únicamente por detrás de los consabidos tres grandes colosos: New York, Los Angeles y Chicago. Hoy ha caído al puesto número 18 de la lista y ha perdido ¡casi un 50 %! de sus habitantes. ¿Qué ha sucedido? En sus buenos tiempos Detroit fue una Meca del empleo, uno de los lugares donde resultaba más fácil establecerse para los forasteros. Lucía con orgullo el sobrenombre de “Motor City”: su inmensa industria del automóvil la había convertido en una metrópolis populosa y floreciente, en la que había trabajo, dinero, negocios, ganancias. General Motors, Ford y Crhysler constituyeron la santísima trinidad de corporaciones que convirtieron el estado de Michigan en el máximo propulsor de la industria manufacturera estadounidense. Sin embargo, la ciudad pronto manifestó síntomas de enfermedad. Detroit sufrió de graves conflictos raciales entre blancos y afroamericanos durante los años 50 y 60, especialmente graves durante las revueltas de 1967, en las que 43 personas perdieron la vida. En el barco de Detroit nunca se consiguió que todos remasen al unísono y la ciudad fue uno de los principales ejemplos de un fenómeno peligroso: la segregación racial espontánea. Los blancos vivían en sus barrios y los negros en los suyos, casi siempre más pobres. No se mezclaban entre sí. Cuando un negro progresaba gracias a su trabajo o a su talento y se mudaba a un barrio mejor, los blancos se sentían incómodos, lo que produjo un fenómeno que no fue exclusivo de Detroit, pero que sí particularmente severo allí: la salida de población blanca de clase media hacia los suburbios, más acomodados y más acogedores mientras los negros permanecían en el centro, en el municipio de Detroit propiamente dicho, hasta que se convirtió en la ciudad con mayoría de población negra más grande del país. Mientras los municipios circundantes del área urbana estaban cada vez más poblados, la propia Detroit comenzaba a contar su población a la baja. Otro efecto directo era la fuga de capitales: a medida que se marchaba la población blanca —que casi invariablemente disponía de mayores ingresos— la renta per capita comenzaba a decaer. Había que sumar a todo esto el progresivo descenso en la actividad industrial motivado por la incipiente deslocalización de las grandes empresas, la cual produjo un aumento del desempleo que afectó principalmente a la población negra del centro. El barco de Detroit seguía flotando, a duras penas, pero quienes habían visto agrandarse las vías de agua y tenían posibilidades para marcharse —las corporaciones— no lo dudaron un instante y abandonaron la nave. Casi todos los núcleos industriales y manufactureros del nordeste estadounidense empezaron a sufrir las consecuencias de la deslocalización: hoy se lo llama el “cinturón del óxido”, la antigua constelación de centros productivos que se vieron repentinamente condenados a la inactividad cuando las grandes empresas descubrieron que podían ganar más dinero en otros lugares. Pero en ninguna otra parte tuvo este proceso consecuencias tan demoledoras como en Michigan, y de manera tan visible como en Detroit. Los años 90 y el cambio de siglo trajeron consigo el desmoronamiento total. Las últimas grandes fábricas que quedaban también partieron en busca de empleados que trabajasen lo mismo o más por mucho menos dinero y la industria de Detroit, ya agonizante, vio firmado su certificado de defunción. Ya no solamente los negros del centro de Detroit se veían castigados por el desempleo, sino también los blancos del área metropolitana. La crisis mundial del 2008 ha terminado de acelerar la huida en masa de habitantes y la ciudad se ha desangrado. Las consecuencias de la diáspora han sido tremebundas: a menudo han sido los más pobres quienes se han quedado, así que la renta per capita se ha desplomado todavía más, y claro, la capacidad recaudatoria del ayuntamiento se ha extinguido. La magnitud del desastre no puede ser exagerada: el consistorio se ha encontrado con gravísimos problemas de falta de presupuesto y ha tomado medidas extremas, llegando a retirar de barrios enteros el alumbrado eléctrico, el suministro de aguas y la recogida de basuras, así como la cobertura policial y de emergencias, todo porque ya no hay dinero para mantenerlas. El propio ayuntamiento animaba a los ciudadanos a mudarse a aquellos barrios donde todavía se podían conservar los servicios básicos —aunque depauperados— en lo que constituye un alucinante ejemplo de ciudad del primer mundo que, dando por perdidos varios de los miembros de su organismo, ha decidido amputarlos para que no se extienda la gangrena. El desempleo real no son pocos quienes dicen que afecta a la mitad de la población en edad de trabajar. El porcentaje de familias por debajo del umbral de la pobreza se calcula entre un 30-35%, según cifras oficiales que podemos sospechar tiran por lo bajo. Económicamente hablando, Detroit casi está dejando de ser América, al menos tal y como los americanos quisieran entender su país. Pero ha surgido un reclamo inesperado: la arquitectura abandonada ejerce como portavoz silencioso de ese sufrimiento. Fotografías de colegios vacíos que nos hablan de los niños que ya no tienen aula, de los padres que ya no tienen trabajo, de los hoteles en donde ya nadie se hospeda porque en Detroit ya no hay negocio alguno que hacer. Grandes edificios dejados a su suerte, testimonio mudo y monumental de la futilidad de las grandes ambiciones colectivas cuando quienes han generado esas ambiciones han decidido que ya no obtienen provecho suficiente allí y se marchan para no volver. Es un lugar de donde se huye, no a donde se va.

 


1 comentario:

  1. Buenas tardes Miguel: "Pero son eso, imágenes exóticas de lugares lejanos que a nosotros nunca nos pueden afectar". Ahí has dado en el clavo, no nos creemos que vaya con nosotros, eso va con paises de esos exóticos. El solo cambio orwelliano a inlingua del termino original "Calentamiento Global" por el mas amable "Cambio Climático" es de lo mas clarificador. No nos lo creemos. Si fuéramos conscientes, o nos hicieran conscientes, cuando vemos una capa de cirros a tan solo 12 o 13 kilómetros de altura de que ahí acaba todo quizás nos lo pensaríamos un poco mas. Ya ves tu y yo no lo veremos y nos sentimos afectados, así es la vida. Un abrazo.

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