miércoles, 16 de marzo de 2022

De memoria personal a Memoria Histórica.

 


He leído (por fin) después de varias semanas de que me llegara, y de “ir dejándolo para mañana” un artículo/reportaje/homenaje, escrito a cuatro manos para la revista del Campo de Gibraltar “Cuatro esquinas” por el hijo y la nieta, a una victima de la atroz represión franquista en el pueblo gaditano de Jimena de la Frontera, prolongando la persecución a otros pueblos además de Jimena, donde, en palabras del arqueólogo responsable de las exhumaciones de fosas comunes en el municipio, en el cementerio y en el castillo, en atención a las diferentes capas en que se encuentran los cadáveres, “Ya bastante avanzado el franquismo, aquí se seguían cometiendo crímenes de lesa humanidad. Hay víctimas de la represión caliente, del verano del 36, un grupo de personas que volvieron de Málaga tras la caída de la ciudad en febrero del 37 y más personas ejecutadas por aplicación de la Ley de Fugas con constancia documental que lleva hasta el año 49”. Superado el primer horror de los espeluznantes detalles de la lectura, que no reproduciré, y buscando el análisis (tengo mis dudas acerca de que siempre sea más conveniente éste que la reacción visceral), he caído en la cuenta de que precisamente hoy, 16 de marzo de 2022, hace ochenta y cinco años que asesinaron (sí, asesinaron; y no es sólo una opinión personal; así, “Asesinado/fusilado”, consta en su ficha R0172007 del Registro Civil de Málaga), yendo a parar sus restos mortales a una fosa común en el cementerio de San Rafael, de la ciudad andaluza, a Manuel, uno de los hermanos de mi madre, un crimen por el que nadie pidió nunca perdón, ni los soldados voluntarios (asesinos vocacionales por tanto) que integraban los pelotones de fusilamiento, ni responsables funcionales o políticos, que no forma parte (o sí) de la Historia pero que, a nivel familiar tuvo trágicas consecuencias.


Es necesario un somero contexto histórico: en febrero de 1937, unos días después de que las tropas franquistas, sublevadas contra la República el 18 de julio de 1936, comenzaran su ataque definitivo contra la ciudad de Málaga, una zona caracterizada por tener un fuerte movimiento obrero, en vistas de lo que se les venía encima y temiendo por la segura represión tras la toma de Málaga, más de 100.000 milicianos y civiles malagueños abandonaron su ciudad en dirección a Almería, ciudad que en ese momento se hallaba bajo control republicano. El camino elegido fue la actual carretera N-340, que no había sido cortada, pero sí que estaba siendo duramente bombardeada desde mar y aire, en lo que se conoce como Desbandá (en fino, según los historiadores, la masacre de la carretera de Almería), en la que los huidos, en su mayoría mujeres y niños, a pie, descalzos incluso, eran bombardeados desde el aire por aviones alemanes e italianos y desde el mar por buques nacionales. Narran las crónicas de la época, según recuerda la historiadora Lourdes Peláez, “cómo los barcos franquistas (entre ellos, el tristemente famoso Crucero Baleares) acompañaban tranquilamente en paralelo y por el flanco derecho la huida de la población, que dejaba atrás Málaga por la única carretera posible, esculpida en la roca encima del mar, mientras los bombardeaba”. A los muertos de aquella huida habría que sumar muchos más en Málaga una vez que cayó el 8 de febrero a manos de los sublevados. “Las informaciones de diarios de la época como El Centinela describen como Málaga ya no era una ciudad, era una carnicería, con mujeres saltando por la ventana, olor a carne quemada o los fascistas tiroteando por las calles indiscriminadamente a gente indefensa”, explica la historiadora citada. Además, mucha gente de los pueblos que atravesaban les negó el socorro por miedo también a las represalias del ejército franquista.


A continuación de la toma de Málaga el día 8 de febrero de 1937 tuvo lugar una de las represiones más duras ocurridas en la zona sublevada que se desarrolló bajo la estela de los 2.500 muertos que había habido durante los primeros meses de la guerra, así como la destrucción de iglesias y el saqueo de las viviendas de la burguesía y la aristocracia malagueñas por facciones republicanas. En la ciudad quedaron miles de simpatizantes republicanos y militantes de izquierda: algunos de ellos fueron fusilados de inmediato, y el resto fueron encarcelados, pero por poco tiempo; la propia prensa falangista hablaba el 13 de febrero de 1937 de al menos 6.000 prisioneros y el historiador Hugh Thomas afirma que durante la primera semana tras la conquista de la ciudad fueron asesinadas unas 4.000 personas. A día de hoy se sabe que esta cifra no es exagerada y que incluso podría ser mucho mayor, ya que en 2010 había confirmadas más de 3.600 ejecutados en las fosas de los cementerios de Málaga. Muchos de las víctimas fueron fusiladas en las playas sin juicio previo, y otras lo fueron tras brevísimos juicios a cargo del consejo de guerra recién establecido tras la conquista de la ciudad. El hecho de que numerosas personalidades republicanas hubieran huido de la ciudad por la carretera de Almería no fue un problema para las nuevas autoridades, pues las represalias también alcanzaron a sus familiares que se habían quedado en Málaga. Uno de los fiscales de Málaga encargados de los procesos sumarísimos fue el que años después fue presidente de gobierno Carlos Arias Navarro, por entonces un joven abogado que había pasado seis meses en la cárcel de la ciudad.


Detengámonos en él. Este singular personaje ostentó el título, concedido por Franco, de marqués, llegando a ser nombrado gobernador civil de León en 1944, director general de Seguridad en 1957, alcalde de Madrid en 1965 y presidente del Gobierno al final de la dictadura franquista, el que con tanta pena lloró en la televisión la muerte del dictador es conocido con el apodo de Carnicerito de Málaga, calificativo escogido debido al cierto aspecto de torero, con su bigotillo y su mirada fría, todo ello unido a la facilidad con que le daba trabajo a los sepultureros con los cuerpos de los indeseables para con el “Glorioso Alzamiento Nacional”. Nacido en Madrid en 1908, ejerció como abogado y notario y consigue por concurso público el cargo de fiscal siendo destinado a Málaga en 1933, cuando ya estaba proclamada la República en España. El joven fiscal se caracterizaba por su carácter recio y autoritario, apenas salía y solamente se dedicaba a su trabajo y a su fervor religioso. Tres años llevaba en su lugar de trabajo, cuando aquel 18 de julio sus correligionarios se sublevaron en armas contra la República. Debido a sus ideas y a su afinidad con los sublevados, fue sustituido del cargo de fiscal y para evitar su detención y poniendo en marcha su avispado cerebro, pensó que para seguir manteniéndose en territorio ahora hostil, la mejor manera era la de unirse al enemigo. Para ello y anteponiendo su odio visceral a otras corrientes ideológicas que no fueran las que él consideraba puras, meditó que la forma más segura de subsistir en zona roja era poniéndose el disfraz de anarquista, ganándose de paso la amistad de bastantes personas de influencia entre partidos y sindicatos. Con esta simulación se dedicaba a realizar periódicamente transmisiones de radio a sus compañeros sublevados en Sevilla, estos informaban personalmente al general Queipo de Llano de los acontecimientos en la ciudad de Málaga, la actividad portuaria y objetivos para ser bombardeados, por lo que el general sabía de muchos de los movimientos que se desarrollaban en Málaga. Arias Navarro fue descubierto; detenido por un grupo de milicias y conducido a Málaga (estaba fuera de ella, en el pueblo de Pizarra, escondido), en el viaje hasta la capital le acompañaba Pelayo Varea, hijo del juez que lo había escondido, para evitar, según Arias Navarro, que fuese asesinado en el camino por los anarquistas. En su breve estancia en prisión es reconocido por un amigo anarquista, que intercede por él y es puesto en libertad. Entonces Arias Navarro desaparece del panorama de la ciudad hasta febrero de 1937. Cuando Málaga fue ocupada, el anarquista que había intercedido por él fue detenido por las tropas franquistas y se quedó estupefacto al ver a su amigo y compañero de patrulla anarquista ocupando el cargo de capitán honorario adscrito al cuerpo jurídico militar del ejercito franquista, firmando innumerables sentencias de muerte. El acompañante salvador de Arias Navarro en el viaje desde Pizarra hasta Málaga también fue detenido, nadie intercedió por él, Pelayo Varea Rodríguez fue condenado a pena de muerte, notificándosele la sentencia en la cárcel de Málaga el 26 de febrero de 1937; a las doce de la noche del 2 de marzo fue fusilado. Se cuenta que, en los Consejos de Guerra en los que actuaba de fiscal, en algunas ocasiones y debido al enorme trabajo por los cientos de procesos pendientes, cuando se le hacía tarde, levantando la voz decía: “Como es muy tarde y no tenemos tiempo de deliberar, pena de muerte para los restantes”. Y luego, presidente del gobierno de TODOS los españoles.


En este escenario de aguas revueltas, Manuel, recién admitido como Guardia de Asalto (la Policía de la República que en la sublevación franquista se mantuvo fiel a la II República), fue destinado a Málaga, donde ya estaba destinado, también como Guardia de Asalto su hermano Antonio. Manuel, sin haber tomado aún las armas, fue apresado y posteriormente fusilado sin juicio (así lo recoge la ficha del Registro a la que nos hemos referido, que también dice que no se le conocía ninguna otra actividad anti-régimen, luego fue fusilado sólo por vestir un determinado uniforme, como muchos otros). Los detalles de todo el proceso permanecen en una insondable bruma, pues su hermano Antonio, libre, cayó en un mutismo absoluto después, sobre todo para la familia, dominado por unas emociones que con nadie compartió mientras vivió, hasta el punto de que la base de la investigación (sin saber a ciencia cierta si había algo que investigar) se produjo con los años, uniendo palabras o frases en su día deslavazadas, de aquí y de allá. Para redondear la situación, otro de los hermanos, Salvador, fue hecho prisionero por los franquistas y enviado al temido Penal del Dueso1, en Cantabria, donde estuvo recluido varios años, y el más pequeño, Francisco (Paco en la familia) fue apresado y enviado al Campo de concentración de León, hacinado en el antiguo convento de San Marcos, hoy elegante y pomposo Parador de turismo sin historia del mismo nombre. Para paliar el hacinamiento se creó el Batallón de trabajadores, que construyó forzado y en condiciones penosas el acceso a lo que sería símbolo de los vencedores, el Monasterio del Valle de los Caídos; para más humillación, por edad, tuvo que hacer después el Servicio Militar con los franquistas, llamados ahora nacionales Tal cúmulo de adversidades con algunos de sus hijos con el firme convencimiento, además, de que no habían hecho nada punible para ellas, propició que la abuela Manuela se viera gravemente afectada en su salud, física y psíquica, perdiera sus ganas de vivir y se viera acortado, consecuentemente, su tiempo de vida.


En la inacabable posguerra (aún hoy, más de ocho décadas después, hay impunidad para los actos de la familia-herederos de los vencedores, pero no la de los vencidos, por no mencionar a los herederos políticos de unos y otros y las diferentes varas de medir) con su cultura oficial del miedo impuesta, había que ocultar que alguien de la familia había sido asesinado/fusilado (volvemos a la ficha) por los buenos, y demostrar la adhesión al Régimen con hechos en todos los aspectos. Así, para las nuevas generaciones, cualquier mención al tío Manuel, como mucho, era la de “lo mataron en la guerra”, sin entrar en detalles, y de Antonio, Salvador o Paco, ni palabra. De esas fechas de después de la guerra, hay que recordar que el Frente de Juventudes se creó como una sección de la Falange para el encuadramiento y adoctrinamiento político (un ejemplo es el inclasificable librito de Historia (?) “Yo soy español”, de Agustín Serrano, obra obligatoria en todas las escuelas, ésta y otras en las que se afirmaba, entre otras cosas, que los habitantes de las Cuevas de Altamira eran españoles de pura cepa mientras que el cordobés Moisés Ben Maimón (Maimónides) -judío- o el malagueño Al-Mansur (Almanzor) -musulmán- no lo eran) de los jóvenes españoles según los principios del llamado Movimiento Nacional (la sublevación militar contra la República), el conglomerado de fuerzas político-sociales que lo apoyaron, que daría origen a la Guerra (in)Civil con la que Franco se hizo con el poder; parte de ese Frente de Juventudes era la Organización Juvenil Española – OJE (transformada en asociación de voluntariado en 1976 aunque manteniendo los mismos valores), que organizaba anualmente unos campamentos que eran prácticamente la única oportunidad con la que contaban los niños, no las niñas, de la época para poder disfrutar de algo parecido a unas vacaciones siempre que, eso sí, se acreditara que sus familias eran adictas (además de adeptas, por supuesto) al Régimen. O sea que este pensar en las generaciones posteriores a la contienda formaba parte de ese estudiar en su conjunto las diversas formas de una política del miedo, incluyendo el silencio impuesto, encaminada a asegurar la sumisión aunque, en voz baja y en círculos íntimos, se seguían recordando hechos que marcaron más de una vida. Aún hoy, ese miedo profundo e inarticulado que educó a generaciones de españoles, se transmite por el medio familiar y ambiental. Y va acompañado de la ideología nacionalista españolista que cada día emiten los políticos y los medios de comunicación de la corte, propiedad del IBEX, y se adereza con el resentimiento y la envidia de los unos hacia los otros. La utilización del miedo como vehículo de sumisión y sometimiento fue empleado por la dictadura franquista con un doble objetivo: por un lado, para amedrentar, humillar y condenar al silencio y a la marginación emocional a quienes habían perdido la guerra; y, por otro, para la construcción de la «Nueva España» monolítica. El franquismo, a lo largo de cuatro décadas, diseño un sistema coercitivo estructural que evolucionó hasta hoy mismo en objetivos, métodos e intensidad.


Por eso fue después, mucho después, que supe la especial importancia para todos nosotros de la fecha de hoy, 16 de marzo, y supe la propia fecha, porque, como mantiene el escritor (autor de El traslado y de El testimonio como acto de supervivencia) y profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de México Enrique Díaz Álvarez, tomando como referencia el enfoque del poema épico de Homero sobre la Guerra de Troya, no recordar al vencido es fusilarlo otra vez. Manuel, como tantos y tantos otros, parafraseando al cantautor chileno Víctor Jara (que también fue asesinado por otros sublevados en armas), “...murió sin saber por qué le acribillaban el pecho… ¡ay, qué ser más infeliz el que mandó disparar sabiendo cómo evtar una matanza tan vil!… ” y, como dijo aquel: “Porque fueron, somos; porque somos, serán”.


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1El penal de El Dueso es un centro penitenciario de España ubicado en el municipio cántabro de Santoña. Tuvo un destacado papel durante la guerra civil española y la dictadura franquista, acogiendo presos políticos, militares y personajes públicos republicanos . Desde el 25 de agosto de 1937 el penal fue habilitado como campo de concentración para más de 3.000 detenidos Republicanos (en el Penal fueron internados al menos otros 7.419 presos antifranquistas, en este caso ya con condenas en firme). Ese mismo otoño, el tribunal militar instalado allí dictó 510 sentencias de muerte, muchas de las cuales se ejecutaron en la vecina playa de Berria. También se produjeron “sacas representativas”, eligiendo republicanos al azar para asesinarlos. En una ocasión, como respuesta a una cacerolada de protesta por el apaleamiento de un compañero, se masacró a 42 prisioneros seleccionados aleatoriamente. La mayor parte de los sentenciados a muerte por fusilamiento eran trasladados en camiones a las tapias del cementerio de Santander, para su ejecución y posterior “desaparición”. En el mismo penal también se ejecutaba por medio de garrote vil. En el Penal de El Dueso se ejecutaron más de un millar de sentencias de muerte. Mantuvo el uso como recinto concentracionario hasta el 4 de agosto de 1938 en que definitivamente pasó a depender de la Dirección General de Prisiones y hoy es una prisión para presos comunes.

 

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