domingo, 27 de marzo de 2022

La historia se repite…


El reciente conflicto Rusia de Putin+Kremlin – Ucrania y la desinformación en torno a él, con la invasión de esta última por las tropas rusas, sin entrar en sus motivos de fondo (si es que los hay que permitan el uso de las armas, especialmente, contra la población civil), tiene un antecedente casi calcado en Afganistán, más de cuarenta años atrás, en 1979. Efectivamente, en diciembre de ese año el régimen soviético de pensamiento único, presidido entonces por un Leonid Brézhnev enfermo y unos militares ambiciosos de medallas y de sueños de grandeza (y Vladimir Putin trabajando y “preparándose” en las oficinas del vigilante KGB en Moscú), decidió invadir Afganistán1. En los nueve años, un mes y quince días que duró la guerra más de medio millón de hombres y de mujeres (muchos voluntarios engañados por la propaganda patriótica, otros obligados o animados por las circunstancias) pasaron por la puerta del infierno-paraíso que, supuestamente, les abriría paso a los mares calientes del Índico. Oficialmente, 15.051 de ellos perdieron la vida, 54.000 resultaron heridos y 417 desaparecieron en combate o fueron hechos prisioneros (en el año 2000 todavía faltaban por regresar 287 personas, que seguían prisioneras o en paradero desconocido) y acabó con la juventud y la humanidad de varias decenas de miles de soldados más. Los muertos volvían a casa en ataúdes de zinc sellados mientras el estado no reconocía ni la mera existencia del conflicto. La derrota y retirada ominosa tras diez años de mentiras aceleró el fin o dio la puntilla al imperio exterior construido desde la revolución de octubre, en 1917. La victoria de los muyahidín con ayuda de Occidente y de las principales potencias musulmanas creó un monstruo que, años después, dio vida a Al Qaeda. Y tal como ocurrió con los americanos de Vietnam, el regreso a casa de los combatientes estuvo marcado por graves problemas de reinserción, violencia, alcoholismo y la ausencia de un reconocimiento oficial por parte de las autoridades. Tanto entonces en Afganistán (muchos soldados les mentían a sus familiares al afirmar que no estaban en Afganistán, sido que habían sido destinados a Mongolia) como ahora en Ucrania, la desinformación era/es un arma potentísima (ahora, el Parlamento de Rusia ha prohibido que los medios usen las palabras guerra, ataque o invasión, y amenaza con una ley que castiga con hasta quince años de cárcel -dedicado especialmente a los que predican aquello de que “la ley se ha de cumplir siempre”- a quien publique algo que no coincida con la versión oficial; nada nuevo, por cierto: aquí estuvo prohibido, y sujeto a fuertes sanciones, el uso de la expresión presos políticos. El poder siempre sanciona a quien no piensa como él y se atreve a querer argumentarlo).


La historia oficial, en un sentido o en otro, nada tiene que ver, frecuentemente, con la realidad y el sufrimiento de las personas, que se suele ocultar, y depende, ni más ni menos, y sólo, de hacia qué lado se decanta la balanza. Pero, para paliar ese “olvido” están libros como “Los muchachos de zinc” (el título está tomado de los ataúdes de zinc2 en los que eran devueltos a sus casas los soldados muertos en la contienda. En palabras de su autora,”Nadie había visto todavía los ataúdes de zinc... Fue más tarde cuando nos enteramos de que los ataúdes llegaban a la ciudad y que los enterraban en secreto, de noche, y en las lápidas ponían 'falleció' en vez de 'cayó en combate'... Los periódicos decían que nuestros soldados construían puentes, y que nuestros médicos atendían a las mujeres y a los niños afganos"), de Svetlana Aleksiévich, a lo largo de cuyas páginas, recupera los testimonios cándidos y emocionantes, la voz de los sin voz, de oficiales, soldados rasos, enfermeras, prostitutas, madres, esposas, hijos y amigos en la guerra de Afganistán que describen la guerra y sus duraderos efectos, una generación completa marcada por esta guerra que con los años ha ido pasando al olvido. La obra generó una inmensa polémica y mucha indignación cuando fue publicada originalmente en la URSS en 19803: las críticas acusaron a su autora de haber escrito un «texto fantasioso lleno de injurias» y de ser parte de «un coro histérico de ataques malignos». El resultado es una historia turbadora por su brutalidad y reveladora en su parecido a la experiencia estadounidense en Vietnam y más tarde en Irak y el mismo Afganistán o en cualquier guerra. Para la autora, la guerra en sí es todo un mundo, no un suceso, y la verdad de la guerra no está en los cuarteles, en los partes oficiales o en los estados mayores, sino en los recuerdos de sus víctimas, que son casi todos, pues, como el escritor también ruso, Fiodor Dostoievski en Los demonios, no entiende de guerras justas: en ellas todos somos culpables. De testimonio en testimonio, de voz en voz, Svetlana Aleksiévich reconstruye la verdadera guerra: la primera vez que matas, cómo te acostumbras a los cadáveres, los que se mutilan con los cerrojos de las ametralladoras para que los devuelvan a casa, las armas obsoletas, el rancho basura, la falta de medicamentos, el color de la sangre sobre la arena ("En el hospital es roja, sobre la arena seca es gris, sobre una roca, cuando anochece, es de color azul, pero ya no está viva"), cuándo hay más muertes,.... "Se muere más en los primeros y en los últimos meses", escribe la autora. "En los primeros por exceso de curiosidad, en los últimos por una especie de desconexión del centro de vigilancia interno. Cuando te falta poco para volver estás como sumido en el estupor. Lo peor de la guerra es, si sobrevives, volver a casa y avergonzarse del uniforme". Svetlana Aleksiévich expone la verdad de la guerra afgano-soviética: la belleza del país y los brutales abusos del ejército, las muertes y las mutilaciones, la profusión de productos occidentales, las vidas humilladas y destrozadas de los veteranos. Los muchachos de zinc ofrece una perspectiva única, desgarradora e inolvidable sobre la realidad de la guerra.


Y ¿quién es Svetlana Aleksiévich? Pues una ya conocida en este blog a raíz de un análisis del papel de la mujer en las guerras, nació por casualidad en Stanislav (Ucrania, ahora llamado Ivano-Frankivsk) en 1948, pero creció en Bielorrusia, de donde era originario su padre, militar, y actualmente vive en París. Desde antes de graduarse en la Universidad de Minsk, en Bielorrusia, empezó a trabajar como periodista en periódicos locales. Su trabajo, que ha sido descrito como "coral" o "sinfónico", se basa en testimonios de la gente común sobre eventos de gran trascendencia histórica para la antigua Unión Soviética, ha centrado su carrera literaria en escuchar a la gente sencilla y en transmitir las pequeñas historias de los hombres y mujeres comunes, envueltos a su pesar en eventos extraordinarios. Es la creadora de su propio género literario, la «novela de voces», con la que da voz a la gente común para explicar la historia de la antigua Unión Soviética y de los actuales estados que formaron parte de ella, desde la Segunda Guerra Mundial hasta la fecha; mediante una sucesión de testimonios, sus libros muestran un retrato de la realidad difícil de superar ("Cuando se habla de grandes ideas, nadie habla con la gente común y corriente. Mi historia sería sobre socialismo doméstico, mo lo vivió la gente. Por eso decidí ser una historiadora de sentimientos, no una historiadora oficial. Lo que más me interesa no es el suceso en sí, sino el suceso de los sentimientos. Digamos, el alma de los sucesos. Para mí, esos sentimientos son la realidad"). Sus obras fueron censuradas en la Unión Soviética, y fue con la llegada de Gorbachov al poder y la Perestroika cuando pudo publicar con normalidad. Sus libros han sido traducidos a más de treinta idiomas, han sido la base para una docena de obras teatrales y se han realizado documentales de más de veinte de los guiones que ha escrito. Su obra es una fotografía de la dimensión humana de los hombres, y las mujeres pequeños. Ha escuchado así las voces (no tenidas en cuenta nunca antes) de mujeres rusas y ha escrito sobre su participación en la Segunda Guerra Mundial (‘La guerra no tiene rostro de mujer’); se ha hecho eco de las experiencias de los supervivientes de la invasión soviética a Afganistán (‘Los muchachos de zinc’, con también una excelente traducción al catalán como “Els nois de zinc”) y del accidente nuclear de Chernóbil (‘Voces de Chernóbil: crónica del futuro’). En último libro, sobre la caída de la Unión Soviética y los años posteriores, ‘El fin del Homo Sovieticus’, da voz a cientos de damnificados, cartografiando al individuo soviético y postsoviético. En octubre de 2015, cuando es galardonada con el Premio Nobel de Literatura, la Academia Sueca sorprende al mundo de las letras al premiar por primera vez a un autora cuya obra es íntegramente de no ficción; se reconocía así el género del reportaje periodístico como altamente premiable. La trayectoria de Svetlana Aleksiévich es considerada por fin una obra periodística de enorme altura que merecía un premio también a la altura. El dictamen de la academia destacaba “sus escritos polifónicos, un monumento al sufrimiento y al coraje en nuestro tiempo”. Sin embargo, tanto las autoridades rusas como las bielorrusas han prohibido sus libros, la autora no es profeta en su tierra y los medios de comunicación estatales ignoraron su obra durante años. Pese a ello la escritora es una suerte de autoridad moral y es respetada tanto por políticos de la oposición como por activistas de derechos humanos.

Este rápido repaso a los hechos realmente importantes que siempre se repiten, al margen de lo que diga la Historia escrita, nos debería hacer reflexionar a todos sobre el auténtico valor de la PERSONA en la historiografía oficial de cualquier territorio (es un aspecto común en todos ellos), pese a lo que registren los libros de justificación siempre de los hechos, no de lo que hacen/piensan las personas, bajo la óptica del bando vencedor. Por cierto, para acabar con buen sabor de boca, al parecer, la escritora bielorrusa, autora también de tres piezas teatrales y de 21 guiones para el cine, prepara ahora una nueva novela que se aleja de los eventos internacionales transcendentales, o no: esta vez será un libro sobre el amor y la felicidad. Sobre aquello que dota de sentido nuestras vidas.


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1El propósito no es nuevo, sino que obedece a un anhelo histórico. El día 20 de enero de 1801, los soldados de Vasili Orlov, el jefe de los cosacos del río Don, recibieron la orden de dirigirse a la India. Muy pronto treinta mil hombres cruzarían el Volga y se adentrarían en las estepas de Kazajistán.. Tardarían un mes en llegar a Oremburgo y, desde allí, les quedarían todavía otros tres meses, «pasando por Bujará y Jiva, hasta alcanzar el río Indo».

2No siempre llenos; “Había visto a un hombre quedar reducido a la nada en un segundo, como si nunca hubiera existido. Y entonces enviaban a casa el uniforme de gala en un ataúd vacío. Dentro echaban tierra para que pesara lo debido…”, recuerda un soldado granadero en su testimonio en el libro.

3Según la acusación, promovida por mandos militares y políticos, la autora había manipulado las palabras de lo entrevistados y desprestigiado gravemente a la gran patria soviética. En su defensa se abrió un intenso debate sobre el concepto y los límites del género de la narrativa documental, la diferencia con los artículos oficiales publicados y el margen de libertad de un autor para elaborar una redacción literaria a partir de testimonios orales. Las respuestas, escritas por el escritor, presidente del PEN Club de Bielorrusia y diputado del Soviet Supremo Vasil Bykov, son una lección magnífica sobre géneros literarios y periodísticos y el derecho de autor.

 

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