Solo recuerdo la emoción de las cosas
y se me olvida todo lo demás;
grandes son las lagunas de mi memoria
Antonio Machado
Este año el Salón Internacional del Cómic, de Barcelona, que ha pasado sin pena ni gloria (¿por los coletazos de la pandemia?), parece que quiere acercar durante unos instantes a esa emoción que cita Machado y que se refugia intacta en muchos de nuestros recuerdos, especialmente cuando se tiene el gusanillo de los cómics. Después de revivir las historias y personajes de la Novela Popular, es obligado traer a nuestra memoria otro de los pilares fundamentales de nuestra cultura de masas: la historieta gráfica, tebeo o cómic, denominado el noveno arte y situado en la fascinante encrucijada de caminos entre la literatura, la pintura y el cine. Tal es el hechizo que puede ejercer en nosotros un pequeño cuadro de papel. Narración e ilustración se mezclan en un género capaz de desplegar un nuevo lenguaje que atrae nuestra mirada y reclama nuestra atención hacia una experiencia estética única ya que, como afirmaba Umberto Eco, “No es cierto que los cómics sean una diversión […].La historieta es un producto industrial, ordenado desde arriba, y funciona según toda la mecánica de la persuasión oculta, presuponiendo en el receptor una postura de evasión que estimula de inmediato las veleidades paternalistas de los organizadores. Y los autores, en su mayoría, se adaptan: así los cómics, en su mayoría, reflejan la implícita pedagogía de un sistema y funcionan como refuerzo de los mitos y valores vigentes1”.Pese a ello, los cómics han sufrido, salvo en contadas ocasiones, el desdén de la intelectualidad y de la “alta cultura”. Es el mismo rechazo que todo medio artístico sufre en sus inicios, como incluso tuvo que soportar el arte de la Escritura, en palabras de Sócrates, que nos han llegado en Fedro de Platón2. Se ha acusado a los cómics de infantiles e irrelevantes, de carecer de valor artístico, de no trascender más allá de una frivolidad de evasión. Como sucediera con la fotografía e incluso el cine (si bien parece que ya nadie duda, con sólidos argumentos, de la condición artística de ambos), el cómic ha sido infravalorado desde su nacimiento y se le ha condenado por ser considerado un mero divertimento para las masas. Esta visión peyorativa es más propia de Europa, donde las historietas servían de instrumento pedagógico particular para niños, con publicaciones exclusivas para este fin mientras en Estados Unidos el público era mucho más heterogéneo: el padre de familia compraba el periódico que incluía tiras de tebeos e iba pasando de mano en mano, desde la madre hasta los más pequeño, luego el cómic se convirtió en algo tan genuinamente americano como el jazz en música y pronto los superhéroes surgidos a caballo entre el crack de 1929 y la II Guerra Mundial serían esperanza y ejemplo de un porvenir alentador. Esos héroes confeccionados a medida por la ideología predominante (maniqueos, patriotas, conservadores, militaristas: recordemos la tranquilidad y confianza de un general del ejército de los Estados Unidos cuando sus hombres leían asiduamente los cómics de Superman) y de masiva difusión fueron puestos en cuestión en la década de los años 80., quedando herido de muerte no sólo todo un género dentro del cómic, sino un sistema de valores y su forma de representarlo,un ataque directo a los ideales estadounidenses y uno de sus más exitosos medios de difusión. Hay que decir que las historietas procedentes de Estados Unidos se hallaron entre las primeras damnificadas en esta España nuestra. Cuando el falangismo perdió fuerza, merced a la caída del fascismo tras el triunfo aliado en la segunda Guerra Mundial, fue la nueva fuerza dominante, el nacionalcatolicismo, la que apuntilló a los cómics estadounidenses, que mostraban a seres como Superman o los superhéroes, que contradecían la fe católica. Así pues, el problema residía en su contenido fantástico, que se oponía a las enseñanzas de la Iglesia católica.
El caso español ha correspondido al europeo, pero con la enorme agravante del largo oscurantismo franquista, mediante un poder oligárquico radicalizado en la dictadura. Bajo la perspectiva de esta tiranía, bendecida por la Iglesia, los cómics fueron reducidos a un mero nivel de consumo infantil y cercenados a partir de todo conato de evolución hacia el ámbito de los adultos: todo lo contrario de lo que sucedía en Estados Unidos. Por ello, y con las excepciones de rigor, el cómic español como movimiento artístico con un mínimo de entidad valiosa, no ha empezado a nacer hasta los inicios de la gradual descomposición interna del pasado régimen, y aún así soporta todavía una mayoritaria desconexión con la básica ruta evolutiva del cómic universal. Sin embargo, diversos hechos como la proliferación sociológica de dibujantes (surgidos aquí durante el franquismo por caminos similares a la avalancha de boxeadores en los Estados Unidos de la Depresión) o como la tradicional tendencia hispana hacia las artes plásticas, han conducido, a la larga, hacia un apreciable prestigio internacional de buen número de nuestros artistas de cómics, prestigio ya sembrado, por cierto, desde que en nuestro medioevo de los años 50, casi todos los más dotados, o bien emigraron, o bien comercializaron sus trabajos para el extranjero.
No puede decirse aún que el cómic español ocupe un lugar realmente trascendente en la Historia mundial del noveno arte. Una valiosa floración de autores durante los años 30 vio cortadas sus aspiraciones y sus alas a raíz de la guerra civil y de la inmediata represión franquista, quedando definitivamente maniatada por un Régimen que encerraba los cómics en las mazmorras de un mero destino infantil y de una censura siniestra. El ocaso de los años 60 aportó, sin embargo, unas primeras tentativas de reconocimiento cultural de los cómics en España, protagonizadas sobre todo y de manera sucesiva por Luis Gasca y Román Gubern en las áreas de más sólida repercusión, incluso internacional, e influenciadas manifiestamente por el «boom» repentino de este medio expresivo en países vecinos como Francia e Italia; inmediata y paralelamente, y coincidiendo con los principios de la decadencia del Régimen, algunos dibujantes y guionistas comenzaban a tantear la ruptura que pudiera asimilarles al nuevo movimiento europeo de los cómics. Los últimos años de la dictadura presenciaron así una revitalización creciente del cómic español desde diversos ángulos, la cual, tras la puesta en marcha del sistema democrático, parece confluir finalmente en una paulatina aceptación social a niveles adultos. Puede decirse que se han abierto las puertas para un mercado interior de lectores con mayoría de edad, dándose, por tanto, la primera vuelta de manivela para un potencialmente enorme giro al pretérito contexto subcultural de este medio en nuestro país, tan significado por el uso despectivo y peyorativo de los vocablos autóctonos «historietas» y «tebeos». En la situación presente convergen la transmutación fructíferamente creativa de notables profesionales antes limitados por la fabricación en cadena de simples productos de consumo, la aparición de nuevos autores llamados por la propia reciente vitalidad del medio en su amplia riqueza modular, los intentos de editores conscientes de las posibilidades ofrecidas por un nuevo mercado adulto e incluso animados por un meritorio hálito creador, y el mismo ascenso de prestigio que los cómics están experimentando en las esferas culturales.
Como toda manifestación cultural, el mundo del cómic fue/es sensible y vulnerable a la manipulación, las veleidades históricas, la política, la censura,… Para repasar este cúmulo de aspectos nos fijaremos en el devenir y los vericuetos de una editorial que hoy es historia y que fue, mira por donde, los 'rojos' que hicieron felices a los niños del franquismo; nos referimos, claro, a la Editorial Bruguera, una pequeña editorial vinculada a la izquierda anarquista y republicana (los trabajadores de Bruguera estaban muy conectados con la izquierda -catalana sobre todo3-; algunos estuvieron en campos de concentración) que enseguida olfateó las posibilidades comerciales de los tebeos infantiles en una España de posguerra, fundada en 1910 bajo el nombre de El Gato Negro (logo gráfico que la acompañó posteriormente) por Juan Bruguera Teixidó para dedicarse a las historietas, la empresa sería renombrada en 1939 por sus hijos, que cambiarán el nombre comercial de la empresa por el de Editorial Bruguera, a la vez que reanudarían la edición de revistas tras la Guerra (in)Civil. Las restricciones de papel y los permisos de edición (no olvidemos que El Gato Negro había sido afín a la República) dificultaron el reinicio de la actividad editorial tras la contienda. Durante la primera mitad de los años cuarenta, la empresa se limitó a hacer reediciones de lo publicado durante la Guerra (in)Civil, contenido que ya había quedado algo desfasado a causa las nuevas circunstancias que se viven en la España de posguerra4. Además, la editorial se ve forzada a publicar los números de forma aperiódica como consecuencia de la falta de un equipo estable de redactores y dibujantes. En 1947 se produce un gran cambio en la editorial, volcándose en el lector infantil. La revista Pulgarcito empieza a publicarse regularmente y se confeccionará un equipo de dibujantes que, paralelamente, con un un humor violento y crítico que a menudo burlará las restricciones de la censura, definirán la identidad de lo que mucho tiempo después se denominará "la Escuela Bruguera" (resulta llamativo que los personajes “infantiles” se pudieran encuadrar en de vidas frustradas – Carpanta, Don Pío o Doña Urraca -, héroes imposibles – Mortadelo y Filemón o Anacleto, agente secreto -, felices e inconscientes – Agamenón o Morfeo Pérez -, fraternalmente sádicos – Zipi y Zape o las hermanas Gilda -, incompetentes – el repórter Tribulete o Petra, criada para todo -, etc., lo que nos hace pensar que realmente las historietas de Bruguera están integradas, en su gran mayoría, por un elenco de personajes urbanos reflejo de la posguerra que lidian como pueden con los problemas de sus respectivas vidas - el hambre, el trabajo, la familia,..-). En el terreno de la literatura, Aparte de la colección de finales de los años cuarenta Bolsilibros, dónde destacaron autores con seudónimo, políticamente represaliados, como Silver Kane (Francisco González Ledesma), Curtis Garland (Juan Gallardo Muñoz), A. Thorkent (Ángel Torres Quesada) y otros, comenzó a editar a autores como Jorge Amado, Alejo Carpentier, Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez, Juan Marsé o Juan Carlos Onetti y lanzó dos colecciones de bolsillo: Libro Clásico y Libro Amigo. A principios de los ochenta del pasado siglo, libros como Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez y Los gozos y las sombras de Gonzalo Torrente Ballester fueron grandes best-sellers, pese a lo cual, en esas fechas, en los comienzos de los años ochenta, la editorial ya se arrastraba moribunda; una serie de malas decisiones empresariales, su alejamiento de la cultura popular y el descenso de su facturación pusieron a Bruguera en la picota y presentó la entonces conocida como suspensión de pagos en un juzgado de Barcelona la tarde del 7 de junio de 1982, hace ahora cuarenta años: Finalmente, en 1986 cerró su puertas y, un año después fue absorbida, con todo su fondo editorial, por Ediciones B, del Grupo Zeta.
O sea que el cómic es historia, política, censura,… ¡Quién lo diría!
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2 “A unos les es dado crear arte, a otros juzgar qué de daño o provecho aporta a los que pretenden hacer uso de él. Y ahora tú, precisamente, padre que eres de las letras, por apego a ellas, les atribuyes poderes contrarios a los que tienen. Porque es obvio lo que producirán en las almas de quienes las aprendan, al descuidar la memoria (…) Apariencia de sabiduría es lo que les das.”
3Debido a que el dictador Miguel Primo de Rivera consideraba el separatismo como una de las mayores amenazas del país, en su primera semana en el poder ordenó la prohibición del uso de la lengua, himno y bandera catalanas en actos oficiales". Bruguera, en una aparente "respuesta a la represión que estaba llevando el nuevo gobierno", "se embarcó en la publicación de 'Signoret' (1924-1928), que además de estar escrita en catalán, también reivindicaba la cultura catalana". Pero en esta época turbulenta, hacer proselitismo, incluso -o sobre todo- en las publicaciones juveniles era el pan de cada día. Como ejemplo, "la agresividad panfletaria de las revistas 'Flechas' (1936-37), de orientación falangista; 'Pelayos' (1936-38), de orientación carlista, o la unión de estas dos, 'Flechas y Pelayos' (1939-49), [...] que exaltaban la violencia y el odio en unas historietas en las que los propios niños iban al frente a matar rojos, separatistas y antiespañoles. Ni en 'TBO' ni en EL Gato Negro llegarían a publicar bocadillos equivalentes a estos: '¿Para qué tendré que estudiar, si para matar rojos, que es lo que yo quiero, no se necesita?' [número 52 de 'Pelayos'] o 'Tengo sed de robar y asesinar. Por algo soy rojo' [número 25 de 'Pelayos']". La respuesta, sin querer, vino con El capitán Trueno, que al principio iba a ser otro cuadernillo del montón, pero el cómic que marcaría la diferencia para Bruguera llegaría a alcanzar los 350.000 ejemplares en un sólo número. Un comunista declarado y un maestro represaliado", Víctor Mora y 'Ambrós', serían los artífices de la magia. La premisa del primer cuadernillo de 1956 no parecía nada del otro mundo: un caballero español luchaba en la cruzada del siglo XII junto a Ricardo Corazón de León para recuperar Palestina: con él viajaban dos leales compañeros, el hambriento [de nuevo] y forzudo Goliath y el adolescente Crispín y, en vez de ponerse solemnes, Mora -que acabó inscrito en el PSUC y exiliado en Francia- y Ambrós decidieron construir un héroe "desenfadado y con sentido del humor, que trataba a sus compañeros no como siervos, sino como iguales"; el personaje carece de un pasado trágico, lo que permite que se produzcan instancias de humor en algunas historietas. Un factor remarcable de estos tebeos es que la mayor parte de los villanos son usurpadores que derrocan al gobierno legítimo y gobiernan sus respectivas tierras con puño de hierro. Con estas credenciales no es sorprendente que no tardara mucho tiempo en convertirse en una víctima predilecta de la censura hasta el punto de que la presión de los censores forzó a la editorial a infantilizar el contenido en detrimento de la calidad de las historietas.
4A mediados de los años cuarenta empezó a considerarse la posibilidad de dictar normas específicas para las publicaciones infantiles y juveniles, al considerar que eran un poderoso instrumento de adoctrinamiento, y surgieron las primeras normas pensadas más específicamente para las historietas y, en general, para las publicaciones destinadas a los menores de edad.
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