miércoles, 12 de junio de 2013

Boletín nº 25.- El liderazgo (del) por venir



Degenerando…

Juan Belmonte (1892 – 1962), conocido en la época como “el Pasmo de Triana” está considerado como uno de los puntales e innovador de lo que se suele citar como moderna tauromaquia, lejos ya de los antiguos “juegos de toros” que habían merecido la condena de la Iglesia Católica[1] y una vez superadas sucesivas prohibiciones a la fiesta, desde la de Carlos III en 1771 hasta la de Carlos IV en 1805, ésta mediante Real Cédula que hacía extensiva la prohibición a la península y a los territorios de ultramar.
Belmonte, con una formación académica limitada, se relacionó sin embargo y concitó la admiración y el respeto de los representantes de la cultura de su época y posteriores, y, en concreto, de los escritores de la Generación del 98, poco sospechosos, por otra parte, de ser amantes del toreo, al que consideraban una muestra del atraso hispánico. La dualidad y la fama de la persona y del personaje dio lugar a numerosas anécdotas, unas cierta y otras inventadas, de entre las que destaca una, relatada por el escritor Antonio Burgos y que reproducimos a continuación.

Cuenta Antonio Burgos que Joaquín Miranda, que fue banderillero en la cuadrilla de Belmonte, llegó a ser Gobernador Civil de la provincia de Huelva acabada la guerra civil española y, como tal autoridad, le tocó presidir un festival benéfico al que asistía Juan Belmonte con un amigo no demasiado versado en cuestiones de tauromaquia. Este amigo había oído campanas acerca de la biografía del “gobernador banderillero”, pero no sabía lo que había de cierto en los rumores, y viéndolo en el palco presidencial, le preguntó al Pasmo de Triana: «Don Juan, ¿es verdad que este señor gobernador ha sido banderillero suyo?». Belmonte le respondió con su laconismo conceptista: «Sí». Y el otro insistió: «Don Juan, ¿y cómo se puede llegar de banderillero de Belmonte a gobernador?». A Juan le salió el genial tartamudeo de Demóstenes de la generación del 98 y respondió: «¿Po… po… po cómo va a sé? De… de… degenerando…»[2]

La anécdota pone en bandeja la reflexión comparativa de diferentes formas de llegar a un cierto liderazgo, una de ellas más perdurable que otra, incluso en la memoria y reconocimiento colectivos. ¿Quién recuerda hoy la figura de ese gobernador civil, figura de una mayor relevancia teórica que la del torero, si no es, curiosamente, para relacionara con la de quien fue su líder y que, también en teoría, quedó a un nivel inferior, por formación y “prestigio”? Dicho sea de paso, el hecho de que, en el relato, uno de los personajes sea del ámbito político no debe representar un agravio comparativo ni quiere decir que se infiera que el liderazgo político no sea importante; al contrario, resulta fundamental para los pueblos, sin perder de vista, precisamente, la pregunta sobre la que se estructuran estas cavilaciones.

Y de aquí, pues, la pregunta clave: ¿qué tipo de liderazgo necesitamos en tiempos tan convulsos como los que nos ha tocado vivir?


El liderazgo (del) por venir

Divagaciones (?) previas sobre el líder

Para centrar estas reflexiones conviene empezar no sólo por el principio sino también por los principios: Cuando hablamos en estas líneas de liderazgo, ¿de qué estamos hablando? Y, lo que seguramente es más importante: ¿qué es lo que se debe liderar? ¿En qué dirección?

Posiblemente tengamos que convenir con el estudioso norteamericano de gestión y liderazgo Warren Bennis que “de entre todas las áreas oscuras y confusas de la psicología social, la del liderazgo es, sin duda, la que ocupa el primer lugar. Por otro lado, probablemente es el liderazgo el tema sobre el que más se ha escrito, pero del que menos se conoce”.
La complejidad para definir el liderazgo y abarcarlo en su totalidad hace que hayan ido surgiendo diferentes enfoques o modos de acercarse al fenómeno aunque en el subconsciente común se ha adoptado el significado de que un líder es aquella persona que atrae a la gente hacia él de forma natural y espontánea; un líder sería aquel “a quienes otros desean seguir”, idea que recoge, por ejemplo, el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua al definir al líder como Persona a la que un grupo sigue, reconociéndola como jefe u orientadora”

                        En definitiva, y prescindiendo ya de digresiones teóricas, parece válida la definición a la que llegaron en 1992 los profesores Gary A. Yukl y David D. Van Fleet, de las Universidades de New York Albany y Arizona (EEUU) respectivamente[3], que aprovecha y trasciende el elemento carismático del líder  y que afirma que “el liderazgo debe entenderse como un proceso que incluye la influencia sobre:
                        - los objetivos de las tareas y las estrategias de un grupo u organización;
                        - las personas para que implementen las estrategias y alcancen los objetivos;
                        - los grupos para que haya identificación entre sus miembros; y
                        - la cultura de la organización.

Es decir, que el liderazgo es una interacción entre miembros de un grupo que debe tener en cuenta:
- Características del líder (cómo ES: apariencia y personalidad).
- Conductas de líder (qué HACE: dirigir la actividad grupal).
- Puesto que ocupa en el grupo (rol, funciones, posición, poder).
- Cómo emerge como líder (impuesto o elegido).
- Cómo es percibido por los seguidores.
- Cómo afecta a otros (influencia aceptada voluntariamente, activación, satisfacción).
- Cómo afecta a la organización (estructura y procesos; objetivos).
- Cómo interactúa con los subordinados.

Es posible que, llegados a este punto, caigamos en la cuenta de que las características citadas (en el caso de darlas por buenas, naturalmente) pueden agruparse en dos conjuntos: las relativas a la persona y las relativas al grupo del que forma parte[4]. Más tarde intentaremos analizar las primeras, pero si fijamos la atención en el grupo, es en este momento en el que podemos intentar acercarnos en una de las preguntas del millón para estos temas: ¿para la consecución de qué objetivo buscamos un determinado liderazgo? Y es entonces cuando acude a nosotros la reflexión sobre la sociedad en la que estamos y que necesita ansiosamente líderes válidos.

¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos?

Intentar ser medianamente objetivo cuando uno se propone acercarse a un muy somero análisis de nuestra sociedad, resulta, además de difícil, iluso, aunque necesario e inclusive gratificante. Lo primero que nos sacude al hacerlo es la socorrida crisis, que nos parece eterna y que alimenta los peores fantasmas en cuanto al ejercicio ingrato de comparar el antes y el previsible después de ella.
Ciertamente no es la primera crisis que hemos sorteado pero sí es la primera que tiene muchas caras y que ha venido en una época en la que parece vislumbrarse un deseo (?) de que todo cambie. No puede ser casual la aparente vuelta a la edad media en muchos aspectos, seguramente originada por la identificación del ahogo en que vivimos (la economía cada vez se percibe peor, la política se nos aparece como un nido de corruptos, la gente se empobrece cada vez más mientras ese monstruo sin rostro que es “los mercados” nos zarandea sin piedad,…) con el que nos han contado que había en los “siglos oscuros” de la historia:  Vuelve a estar presente en el imaginario colectivo el miedo al fin del mundo, con indicadores, algunos previos al inicio de la crisis, como el “efecto 2000” y el temor de que el cambio del 1999 al 2000 provocara, no solo un caos financiero mundial sino que hiciera saltar las cabezas nucleares en un Apocalipsis a fecha fija, o como los devastadores efectos de todo tipo (bélicos, económicos, sociales) que comportó el ataque a las Torres Gemelas de New York en septiembre de 2001. Consecuencia de la crisis es, sin embargo, el pánico que a muchos ha provocado la famosa profecía maya que certificaba el fin del mundo para el 21 de diciembre de 2012 o incluso los tambores evocadores de Malaquías o Nostradamus que han sonado por la renuncia al pontificado de Benedicto XVI.
Claro que, bien mirado, no resulta muy creíble que este sentimiento colectivo tan fatalista se haya generado espontáneamente en razón de unos hechos externos incontrolables sino que, por el contrario, cabe pensar que existieran (existan aún) unos condicionantes del desánimo y el determinismo generalizado, de tal forma que, sin caer en la candidez, pueda pensarse que dándole la vuelta a alguno de esos condicionantes pueda contribuirse a mejorar la percepción de nuestro entorno y, por ende, el propio entorno.
Habrá que echar mano de la olvidada filosofía para reparar en que los tiempos de tribulaciones son óptimos para el pesimismo y para la creencia de que el mundo se hunde sin solución envueltos en sentimientos colectivos de indignación y resentimiento que, a la postre, se manifiestan en las relaciones personales y determinan el sentido de marcha de la sociedad toda, es decir, que toda acción personal repercute en los demás y en el mundo. Cuando a todo ello se une el sentimiento (alentado, seguramente sin querer, por las acciones de los gobiernos) de que, para todo lo que estamos viviendo, como corrupción, nefasta política, desahucios, abusos de los mercados financieros, destrucción del medio ambiente, etc., nadie es responsable, nadie sale a decir “lo siento”, nadie se avergüenza de lo que ha hecho o ha permitido hacer a sabiendas de sus consecuencias, es imprescindible recuperar el sentido de la ética y la moral, que son algo más que asignaturas de filosofía o nudo de declaraciones altisonantes: deben ser el motor de las acciones de nuestra realidad, y ahí debe encajar el líder por venir y para el porvenir.

No son sólo palabras. La evidencia de que muchas cosas se han hecho mal se hace presente en la búsqueda de nuevos caminos, si tenemos en cuenta, por ejemplo, el resultado de una reciente encuesta encargada por el Lloyds Bank entre los estudiantes británicos, de la que se extraen varias conclusiones llamativas:

- el 41 % de los encuestados afirma no fiarse de la banca
- sólo un 2 % de los encuestados admiten que le gustaría trabajar en el sector financiero (cifra muy inferior a la obtenida unos años atrás, en el que éste era el sector preferido por los estudiantes)
- el 25 % de los que les gustaría trabajar en banca afirman que se avergonzarían de confesarlo a sus amigos

No es conveniente dejar caer en saco roto esa encuesta porque esos son los llamados a ser líderes del mañana, que ya marcan un camino basado en la conciencia creciente de que una empresa es (debe ser) algo más que cuota de mercado, resultados y beneficios, en un proceso que, todo sea dicho, está calando también en las principales escuelas de negocios que empiezan a incorporar en sus programas materias tales como valores, ética, sostenibilidad y otros conceptos que se asociaban a la marginalidad de la formación, alejados de la aplicación práctica de las enseñanzas recibidas.


Una ojeada al futuro (?)

De acuerdo con cuanto antecede, en la figura del líder descansa el golpe de timón hacia un tipo de sociedad distinto de la que nos ha llevado a la situación actual, una sociedad en la que se perciba la vuelta a los valores como eje alrededor del que orbita la actuación personal y, por extensión, la de grupo.
Trascendiendo los aspectos que hasta ahora se han considerado como los únicos a tener en cuenta (rasgos personales – el ser y el hacer - , los comportamientos/espejo, el poder y la influencia, la forma de interacción líder/miembro y los factores situacionales que condicionan si el liderazgo es meramente transaccional o evoluciona a carismático/transformacional), se pone de manifiesto que debe relacionarse  primero, para que la transformación surta el efecto deseado, el liderazgo y la ética.
Es cierto que esa relación no es nueva, y que ya antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, Chester Barnard se ocupó ampliamente de ella[5] en unas teorías y definiciones tempranas de liderazgo que fueron recogidas por otros autores como Selznick veinte años después, si bien no ha sido hasta fecha reciente, casualmente coincidiendo con el estallido de las crisis generalizada (también de valores, no lo olvidemos) cuando los modernos investigadores han fijado su atención en ella.
Al final, el ethos moral de una organización lo definen sus líderes no sólo adoptando estándares de comportamientos, de los que ellos mismos deben erigirse en ejemplo y espejo, sino motivando a los otros miembros del grupo a seguirlos, premiando lo correcto y “castigando” lo inapropiado, sin olvidar en ese proceso que en su influencia sobre personas y grupos, los líderes deben no sólo abstenerse de abusar de su poder y tratar a las personas respetando su dignidad, sino que deben incentivar la virtud al tratar de cambiar actitudes y comportamientos.[6]
Finalmente, la más moderna definición del liderazgo ético nos la ofrecen  Brown, Treviño y Harrison en 2005 cuando dicen que es la demostración de una conducta normativamente apropiada a través de las acciones y relaciones interpersonales, y la promoción de tal conducta en los seguidores a través de comunicaciones de doble vía, refuerzo, y toma de decisiones.[7]
Pero no debe olvidarse, para acabar, que de nada vale el mejor liderazgo ético personal si no está alineado con la ética de la empresa, que considera la conjunción de la pirámide de responsabilidades:

- Económicas (consecución de rentabilidad y beneficios)
- Legales (sujeción a las normas y leyes de todo tipo que le afecten)
- Éticas (hacer lo correcto y evitar causar daños de ningún tipo)
- Filantrópicas (ser buenos ciudadanos corporativos)[8].

Sentadas estas bases, los líderes se convierten en agentes que establecen y guían el proceso de institucionalización de los valores de la empresa, forjando el contexto ético de la organización a partir de sus comportamientos y de las decisiones que toman e internalizando la cultura corporativa que tiene su reflejo en la imagen exterior de la  organización. En otras palabras, los auténticos líderes sirven de catalizadores en el proceso de implementación de programas éticos estructurados sobre valores de tal manera que cuando el líder muestra un comportamiento ético y toma decisiones corporativas igualmente éticas, los demás miembros del grupo observan, aprenden y emulan ese comportamiento contribuyendo al ejercicio de la responsabilidad social.

El liderazgo ético refleja así la ética empresarial de las organizaciones cuyas manifestaciones más visibles son las prácticas de responsabilidad social hacia fuera de la organización y un clima ético dentro de ésta, lo que tiene su reflejo en que el líder se olvida del YO, tan ponderado históricamente en la formación a través de numerosas las escuelas de negocios para atender más el NOSOTROS, en el convencimiento de que el progreso y el bien general repercutirá en el suyo propio.


[1]  El papa Pío V,  que es santo para la iconografía católica, ratificó la decisión del concilio de Trento de prohibir las corridas de toros mediante la bula “De salutis gregis dominici” (1567) en la que, por ejemplo, se decretaba que los sacerdotes que asistieran a tales espectáculos perdían los hábitos
[2] Antonio Burgos: “Juan Belmonte y Luis Solana”, ABC, 16/01/1989
[3] Yukl & Van Fleet, “Handbook of industrial and organizational psychology”, Palo Alto, CA: Consulting Psychologist Press, 1992
[4] No está de más recordar que un liderazgo positivo implica SIEMPRE que quien ejerce el papel de líder es parte integrante del grupo, pese a que abundan los ejemplos de que se aliente lo contrario y se identifica al líder como gestor de personas (nunca de voluntades) y director de un proyecto en aventuras generalmente abocadas al fracaso. Un ejemplo clamoroso de esta tergiversación del concepto de  liderazgo nos lo ha ofrecido con asiduidad en sus declaraciones un entrenador de fútbol que ha estado al frente de uno de los llamados “equipos grandes” de nuestra liga. Sin entrar a otras cuestiones (pese a que  con su actuación habría para desarrollar todo un manual teórico de lo que es un antilíder) mal se puede llamar líder de grupo a quien siempre focalizaba sus declaraciones a ponderar sus esfuerzos a conseguir MI copa número N y no la de la copa número X del club que, por cierto, le paga
[5] Chester I. Barnard, “The Functions of the Executive”, Harvard University Press, Cambridge, MA, 1938
[6] James MacGregor Burns, “Leadership”, New York: Harper & Row, 1978
[7] Michael E. Brown, Linda K. Treviño y David A. Harrison. “Ethical Leadership: A Social Learning Perspective for Construct Development and Testing”. Organizational Behavior and Human Decision Processes, 2005.
[8] Pirámide de la responsabilidad social de las empresas divulgada por Archie Carroll en 1999

No hay comentarios:

Publicar un comentario