Hace unos años gozó de
elevada popularidad un librito de Lou Marinoff que, con el título de Más Platón y menos prozac, apelaba a
enfrentar las dificultades y problemas cotidianos mediante la potenciación del
equilibrio interior recurriendo a eso que se conoce como filosofía, no como
disciplina teórica sino como forma de vida, evitando atender a los cantos de
sirena de “ayudas” externas en forma de “productos milagrosos” como el prozac[1] y otros similares que, en
definitiva, sólo ocultan temporalmente la tozuda realidad.
No debió ser casual que
Marinoff acudiera precisamente a la figura de Platón en esta sugerencia de
forma de vida, toda vez que esa misma lucha por defenderla ya la tuvo el propio
Platón en su época. Se dice (el refranero es muy sabio) que el hombre es el
único animal capaz de tropezar dos veces con la misma piedra, lo que no deja de
ser un aforismo piadoso en el número toda vez que está visto que el hombre
sigue tropezando una y otra vez con las mismas piedras, y que los problemas, su
naturaleza, la forma como se presentan y la forma de abordarlos, no han
registrado demasiados cambios en siglos.
Quizá recordar algunas cosas
de la época de Platón nos permita entender (que no justificar) algunas de las
cosas que pasan hoy, cómo ya pasaban entonces y cómo han evolucionado desde
entonces, con frecuencia, a peor.
Los
orígenes de algunos problemas: el Ars rhetorica
La Retórica o Ars
Rhetorica es un antiguo tratado griego escrito en el siglo IV antes de
Cristo por Aristóteles, concebido realmente como lo que hoy llamaríamos una
colección de apuntes para sus estudiantes y que ilustra la profundización del
autor en el estudio de la retórica a través de la crítica de la misma como “inmoral,
peligrosa, e indigna de un estudio serio” y el diálogo final de Platón que ofrecía
una visión más moderada, aunque reconociendo su valor sobre el arte de la
persuasión. Naturalmente, con esos mimbres, no es de extrañar que se atribuya a
la obra una enorme influencia histórica.
Así, ya en la Antigua Grecia
el estudio de la retórica era puesto en tela de juicio: por un lado estaban los
sofistas[2] como Gorgias e Isócrates
(no confundir con Sócrates), y por el otro Sócrates, Platón y Aristóteles,
quienes veían a la retórica y a la poesía como instrumentos que eran usados con
demasiada frecuencia para manipular las
emociones del prójimo y omitir hechos, acusando a los sofistas de dicha
manipulación, llegando incluso Platón a hacerlos responsables de la muerte de
Sócrates. En contraste con la emocionalidad de la retórica y la poesía de los
sofistas, defendían la existencia de una retórica basada en la filosofía (como
forma de vida) y que persiguiera metas más humanistas.
Según la lógica
aristotélica, la dialéctica es un instrumento para el debate filosófico para
ámbito reducido con objetivo de
aprendizaje mediante pruebas de conocimiento probable mientras la retórica
es un instrumento de debate práctico para grandes audiencias usando el
conocimiento probable para resolver asuntos prácticos. De esta forma, para
Aristóteles, dialéctica y retórica se alían para crear un sistema de persuasión basado en el conocimiento y no en la manipulación
o en la omisión.
En principio, la retórica se
ocupó de la lengua hablada, pero su saber trascendió al discurso escrito y en
la actualidad, la retórica ha vivido un gran resurgimiento en la segunda mitad
del siglo XX como disciplina científica con el nacimiento de varias corrientes
de pensamiento que han redescubierto su valor para distintas disciplinas hasta
llegar a lo que se conoce como neorretórica[3]. El estudio de la retórica
como un fenómeno cultural ha sido profundo y sus enseñanzas se utilizan en la
publicidad, la educación, la política, etc. Gracias a las nuevas tecnologías
audiovisuales podemos hablar incluso de una retórica de la imagen, ya que
mediante una imagen o vídeo podemos hablar sobre algo utilizando figuras
puramente retóricas.
De
la retórica a la persuasión
En los modelos estudiados y
publicados por los investigadores americanos Cacioppo y Petty en 1981 y 1986,
se dice que: «Entendemos por persuasión
cualquier cambio que ocurra en las actitudes de las personas como consecuencia
de su exposición a una comunicación». Parece ser, por lo tanto, que
persuadir es algo que sucede de continuo en los procesos comunicativos según
nos evidencian estos estudios. Quizá con alguna falta de consciencia del hecho
persuasivo en sí, y en algunos casos sin percibir que ha habido un cambio
sustancial de postura en relación al planteamiento previo.
En el documentado libro “Qué es” persuasión, de un equipo de psicólogos
de la Universidad de Madrid liderados por Pablo Briñol[4], podemos leer que “Cualquier sociedad y estado modernos
tienen como uno de sus principales problemas encontrar fórmulas, democráticas y
equitativas, para conciliar una gran disparidad de opiniones, creencias,
valores y comportamientos que coexisten dentro de ella (…). Es necesario, por
tanto, que cualquier sociedad democrática asuma como uno de sus retos
prioritarios y permanentes el desarrollo y la promoción de algún tipo de
mecanismo de articulación y superación de conflictos con el fin de garantizar
su propio funcionamiento. En este contexto, palabras como diálogo, negociación,
acuerdo, consenso, etcétera, reflejan la apuesta que la sociedad democrática
(…) concediendo así un papel fundamental a la persuasión”
La persuasión, pues, puede
ser una herramienta de comunicación útil para transformar ideas, creencias,
actitudes y, en el mejor de los casos, comportamientos. Hay que decir ya desde
ahora que a menudo tiene mala fama ya que se confunde (en un giro perverso de
utilización) con la manipulación, es decir, con el uso de artimañas para
convencer al otro de que haga algo en contra de sus intereses, pero en
realidad, si miramos alrededor, podemos comprobar que estamos rodeados de
mensajes persuasivos. Se utiliza en los discursos políticos, en los medios de
comunicación, para enamorar; la utilizan los grupos religiosos, los
ecologistas, los vendedores e, incluso, los psicólogos.
Para persuadir es
imprescindible fijar un objetivo que resulte asequible mediante la comunicación,
lo que significa planificar los argumentos ofreciendo una perspectiva que el
interlocutor no había tenido en cuenta. Por ello, los buenos persuasores buscan
siempre un resultado final en el que los
dos ganen. Aquí reside la magia de la comunicación persuasiva. No deja de
ser curioso que este modelo, conocido como el Modelo o Paradigma de Lasswell[5] nació desarrollando a la inversa todo lo
estudiado empíricamente, es decir, que primero se deciden los efectos que se
desea conseguir, luego se analiza el receptor del mensaje, y en base a sus
características y preferencias se procede al diseño, planificación y
elaboración del mensaje, eligiendo cuidadosamente el canal por el que se envía.
Este modelo, 'paradigma' o 'fórmula' de Lasswell, a pesar de los años
transcurridos -fue formulado en 1948- y de haber sido superado
por visiones analíticas más en concordancia con el nuevo escenario social y
mediático, sigue conservando muchas de aquellas virtudes que permitieron el
despegue de los estudios sistemáticos de la Comunicación.
La persuasión, entendida
como la intención consciente de modificar el pensamiento y la acción,
manipulando los móviles de los hombres hacia fines predeterminados, está de
hecho asociada con el control organizacional de la recepción y la manipulación
informativa programada. La persuasión busca la adhesión, sincera o interesada,
del receptor-objetivo mediante el convencimiento explícito o tácito en función
de los intereses de los agentes emisores
responsables, individual o institucionalmente, de los contenidos informativos.
La persuasión puede, por ello, presentarse como una forma directa de
codificación intencionalmente manipuladora como, por ejemplo, los anuncios
publicitarios y los mensajes políticos en las campañas electorales, o pueden
aparecer ocultos al público como sucede en algunas informaciones de actualidad
política o en los programas de entretenimiento con la publicidad encubierta. Hay
que resaltar que la técnica de persuasión es desconocida por los receptores,
porque la eficacia y el éxito de la persuasión depende casi siempre del
desconocimiento por el público objetivo de las formas retóricas y psicosociales
que motivan en la construcción y difusión de los mensajes la orientación de las
opiniones y las actitudes.
Ahora bien, la persuasión,
por el hecho de ser un tipo de comunicación social que busca el cambio de
actitudes y opiniones en la percepción y comportamiento de los sujetos, no debe
ser considerada de antemano negativamente. El poder de persuasión de los agentes
emisores y la capacidad de influencia de los comunicadores en el cambio de
actitudes y percepciones públicas del receptor no tiene que ser, por sistema,
contraproducente. El uso y sentido con que se utilicen las técnicas y
estrategias de persuasión es el que debe ayudar a establecer la pertinencia o
no de la aplicación de las comunicaciones persuasivas.
De
la persuasión a…. otras cosas
Mario Vargas Llosa, escritor
peruano, premio Nobel de literatura de 2010, tiene entre sus obras la que
contiene, para muchos, el mejor inicio de una novela. Nos referimos a Conversación en La Catedral, que arranca
con la pregunta clave: ¿En qué momento
se había jodido el Perú?[6] En la obra de Vargas
Llosa, la pregunta nace del desconcierto y el pesimismo del protagonista,
Santiago Zavala, de poder comprender globalmente la realidad de su país, a la
cual juzga con criterios esencialmente morales. En la historia, transformada en
una crónica viva de la sociedad peruana de la época en que transcurre, se
observa la decepción del protagonista, que va cayendo poco a poco en el
pesimismo y en la mediocridad, llegando a cobrar relevancia la conocida frase que
él mismo se hace al inicio: “¿En qué momento se había jodido el Perú?”.
Es inevitable establecer
paralelismos entre la pregunta (retórica, mira por dónde) que se hace Santiago
Zavala en la novela y ciertos hechos y actitudes que nos son, por desgracia,
familiares y que se relacionan con el uso malicioso de la persuasión. Para
analizar someramente estos paralelismos es necesario recordar previamente que,
técnicamente, las metodologías de persuasión se dividen en dos grupos según sea
el factor hegemónico en la toma de decisiones del receptor, el razonamiento o
la emoción: racionales y emocionales. Algunas técnicas racionales serían la
argumentación, la lógica, la retórica, el método científico y la evidencia.
Algunas técnicas emocionales serían la publicidad, la fe, la imaginación, la
propaganda, la seducción, la culpa y la lástima.
La vía racional, que se rige
por el pensamiento lógico, va de causa a efecto o de efecto a causa. La vía
emotiva, que se rige por el pensamiento asociativo, obedece a otros parámetros:
actúa por simple contigüidad, por proximidad, por similitud, por simultaneidad,
por asociación emotiva o simbólica.
La vía racional pretende
convencer, es decir, ofrecer razones o argumentos que lleven al persuadido a
asumir el punto de vista del persuasor. La vía emotiva, en cambio, pretende
seducir, atraer al receptor desde la fascinación.
La vía racional y la emotiva
se mueven, pues, en esferas mentales distintas. Es por eso que algunos
comunicadores eligen en su desarrollo persuasivo argumentos muy fundamentados e
intelectuales con los que mostrar a sus interlocutores que hay una base muy
sólida de conocimiento mientras otros, por el contrario, prefieren técnicas
emocionales, buscando argumentos que sensibilicen al receptor mediante su
simpatía y habilidad social. Los comunicadores de mayor éxito son los que
mezclan ambas perspectivas, y para ello van muy preparados tanto en el concepto
como en el contexto, sin olvidar que la comunicación está dirigida a personas y
que su empatía y buenas formas impactarán de un modo muy favorable. Estos
últimos tienen menos posibilidades de dejarse arrastrar por la manipulación o
la distorsión de la información.
Dentro de los cuatro
factores que integran la comunicación persuasiva (fuente, mensaje, canal y
contexto), nada se dice de la licitud del mensaje, aunque sí de su claridad,
por ejemplo. Tampoco se habla en los manuales de la honradez de la fuente,
aunque sí de su credibilidad y carisma. Hay que deducir que esas ausencias
corresponden a aspectos que se dan por hechos, ya que, en caso contrario, está
servida la manipulación toda vez que, si bien es cierto que el acto de
persuadir busca movilizar a los interlocutores hacia una visión diferente, hay
una gran diferencia entre la intención de persuadir y la de manipular. El manipulador
busca, claramente, tergiversar,
modificar o cambiar los hechos para controlar los comportamientos o las
decisiones de otros en beneficio propio,
entre otras razones porque no hay
transparencia ni claridad en los conceptos.
Y llegamos en este punto al
nudo gordiano del uso noble de la comunicación persuasiva y su aplicación a la
necesaria Formación (con mayúscula) de los profesionales. Con toda la mar de
fondo originada con el desgraciado tema de las participaciones preferentes de
las cajas, en el que la sospecha de estafa generalizada y consentida cobra cada
día más fuerza, ha llegado a nuestras manos un infumable opúsculo actual de un
pretendido gurú de la formación para
profesionales de entidades financieras en el que, en lo referido a la
comunicación persuasiva dice que “…persigue inducir cambios de comportamiento
en el interlocutor, moverlo hacia una decisión determinada con una argumentación
firme y, en definitiva, convencerlo
de que nuestra propuesta es mejor que cualquier otra que se pueda analizar y
que ésta está cargada de más de lo que él desea y menos de lo que no desea.
Para ello, el comunicador persuasivo utilizará dos tipos de técnicas:
Técnicas emocionales que
conllevan el uso de argumentos que sensibilicen a su interlocutor y que
requieren de un análisis “ad hoc” sobre cuáles
son los aspectos más vulnerables de su perímetro emocional….
…Técnicas fundamentadas que
refuercen a las anteriores, dotando a los argumentarios utilizados de rigor y
fundamento “científico” sobre el tema
objeto de debate….”
Las cursivas son nuestras.
Quizá no sea generalizable, pero es llamativo que una empresa dedicada a la
formación (ahora con minúscula) de profesionales ofrezca de manera genérica,
dentro de un catálogo, el uso de la comunicación persuasiva sin parar mientes
en para qué se utiliza. Una cosa es negociar y otra persuadir, y de la misma
forma que no puede hablarse de manera genérica de un destornillador como
herramienta, sino que, para que sea eficaz, se ha de conocer medida, forma,
medida, etc. tanto del propio destornillador como del tornillo que ha de
fijar/sacar y del material donde va situado el tornillo. Se ha de saber cuidadosamente
en qué situaciones, para qué productos y hacia qué clientes se puede usar, con
toda la prudencia y conocimiento posibles, esa capacidad de persuasión, no
siempre emocional. De otra forma es engañar manipulando las emociones.
Parece obvio que, parafraseando
a Vargas Llosa, todo se empezó a joder en el momento en el que se obliga a
muchos profesionales a utilizar la vía emocional de la persuasión en su
relación con los clientes, con independencia de que sus ofertas se ajustaran o
no al perfil de sus clientes/objetivo en una clara maniobra de conseguir, no un
beneficio mutuo, sino un beneficio solo de una parte basado en el engaño y
ocultación de información. Cuando, además, concurren elementos para suponer
razonablemente que la orden (o las “indicaciones” sibilinas) de recurrir a la
vía emocional de la persuasión es porque queda de manifiesto que el producto a
vender no cumple los requisitos mínimos de limpieza y claridad para defenderse
racionalmente, alguien debería dar (y sobre todo alguien, no sólo los
directamente perjudicados, debería exigir que las diera) explicaciones
convincentes de los motivos que impulsan tal proceder como paso previo a la
asunción de responsabilidades.
Volviendo a Aristóteles, persuadir
es un arte porque tiene en cuenta tanto lo que se quiere transmitir como lo que
el interlocutor-receptor del mensaje está recibiendo, sus respuestas, sus
sentimientos y sus intereses. Es la base de cualquier negociación y permite la
conexión emocional entre dos personas, imprescindible para crear un buen
vínculo sobre la base nítida de que este vínculo servirá inexcusablemente para
potenciar un escenario en el que ambas partes ganan. De ahí a la estafa va un
trecho muy pequeño. Y la formación auténtica de los profesionales lo ha de
tener muy en cuenta si no quiere transformarse en formación DE y PARA
estafadores.
[1] El prozac es un medicamento (no se olvide) que está
indicado para tratar trastornos depresivos y sus vinculados como la
bipolaridad, las obsesiones, el pánico…, y otros como la bulimia, el alcoholismo,
el déficit de atención, algunos problemas sexuales, fobias específicas, etc. De
ahí su consideración de “receta milagrosa” para todo.
[2] El término sofista,
del griego sophía, «sabiduría» se atribuía al sabio, al capaz de enseñar
la sabiduría; más tarde se atribuiría a quien dispusiera de «inteligencia
práctica» y era un experto y sabio en un sentido genérico. Al transcurrir el
tiempo hubo diferencias en cuanto al significado de sophós: por una
parte se entendía referido a los que dan utilidad a lo sabido, mientras que
para otros es al contrario, simplemente el que “conoce por naturaleza”. A
partir de este momento se creará una corriente que da un cariz despectivo al
término sophós asimilándolo a «charlatán».
[3] Chaim Perelman y
Lucie Olbrechts-Tyteca publicaron en 1958 un fundamental Tratado de la
argumentación, traducido al castellano y publicado en 1989 por la Editorial
Gredos, por el que se creaba una nueva disciplina llamada desde entonces Retórica
de la argumentación o Neorretórica.
[4] “Qué es” persuasión,
de Pablo Briñol Turnes, Luis de la Corte Ibáñez y Alberto Becerra Grande, Biblioteca
Nueva, Madrid, 2001.
[5] Harold Dwight
Lasswell (1902-1978), sociólogo y político americano de la Escuela de Chicago,
inició sus trabajos sobre la comunicación persuasiva con un estudio sobre la
propaganda en la primera guerra mundial, y gran parte de su obra se encuadra en
la propaganda bélica y política.
[6] “Desde la puerta de La
Crónica Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios
desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la
neblina, el mediodía gris. ¿En qué
momento se había jodido el Perú? Los canillitas merodean entre los
vehículos detenidos por el semáforo de Wilson voceando los diarios de la tarde
y él echa a andar, despacio, hacia la Colmena….”
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