"Para
morir basta un ruidillo,
el de otro
corazón al callarse..."
(Vicente
Aleixandre – "La destrucción o el amor")
¡Cuánta razón tenía
nuestro hoy poco valorado Nobel Aleixandre! Sin darnos cuenta, todos vamos muriendo poco a poco
mientras nos esforzamos en hacer ver que vivimos. Y en este proceso,
cuyo final conocemos de antemano, no sólo juegan las condiciones
físicas y su inevitable deterioro sino, y de forma más lacerante,
sobre todo, la progresiva desaparición (por eso que llamamos ley
de vida) de los puntos de referencia, particularmente los
emocionales, indiferentes a las distancias físicas, de los que,
ingenuamente, pensábamos que dispondríamos siempre, y cuya ausencia
(repentina o no) se traduce, seamos o no conscientes de ello, en un
peldaño que nos vemos obligados a bajar porque es un asidero de
nuestra vida que desaparece.
Hace muchos años, una
persona conocida, de esos que se identifican como amigo de un
amigo, tuvo un gravísimo accidente de coche que le produjo
semanas de hospitalización hasta conseguir recuperar una cierta
normalidad para poder afrontar los esfuerzos que exige la vida
cotidiana. Contaba después el accidentado que, cuando se despertó
en la UCI del hospital, un día después del accidente, su primera
impresión era que había asistido en esas horas a la proyección de
una película en cámara rápida en la que se había repasado toda su
vida, remarcando episodios que él consideraba poco importantes o
incluso olvidados.
Pero ese pase de película
que citaba esa persona no
es privativo de esas ocasiones o similares, y se extiende a casi
cualquier situación traumática. Cuando a uno le comunican la noticia de que
todo indica que una persona de esas que es referencia de vida ha
iniciado el proceso de su marcha de con nosotros, después de los
primeros sentimientos de confusión, de ira (¿por qué tiene que
pasar ésto?) o de frustración (impotencia por no poder hacer NADA
para evitarlo)… una de las emociones que termina por instalarse en
cualquiera de nosotros es… la tristeza. Tristeza hacia nosotros
mismos, no hacia la persona que inicia su marcha por la evidencia de
que en adelante no nos acompañará; tristeza, por tanto, por la
llegada de una cierta forma de soledad,del final de un algo compartido.
En ocasiones resulta muy
duro tener que aceptar, cuando ésto sucede, que el deterioro físico
puede impedir, no ya el acompañamiento en esos momentos delicados
del traspaso, sino la simple repetición del abrazo fraterno que
otrora, periódicamente, permitía una recarga de energía vital. Es,
pues, en esas ocasiones, cuando cobra toda su importancia asistir, quizá dolorosamente, a
esa película hecha de recuerdos, vivencias, experiencias
difíciles, silencios compartidos,.. e insconcientemente diseñamos
un guión para la película en el que cobran protagonismo de quien nos deja pequeños
retazos de una vida que ahora calificamos como ejemplar, y pasan ante
nuestros ojos las imágenes de una lejana niñez llena de privaciones
pero feliz, una adolescencia y juventud marcadas por las renuncias,
una vida, en definitiva, que se identifica con el sacrificio por
terceros, nunca por beneficio propio, sólo atenuado este sacrificio por el amor volcado en sus hijos (personas
maravillosas, por otra parte, a los que supo inculcar su filosofía
de vida), y todo ello sin un mal gesto, ni incluso en los momentos más difíciles, transmitiendo a todos una
serenidad envidiable. Son retazos, en suma, de los que realmente
somos co-partícipes y de los que se guardan recuerdo vivo porque la
obligada lejanía física nunca significó alejamiento sino, al
contrario, acrecentamiento constante del cariño y respeto, y afortunado redescubrimiento
en cada reencuentro: bastaba estar ahí.
En estos casos, la
tendencia natural es la de considerar que sólo es uno quien siente la
intensidad de determinadas emociones y sentimientos, incluso que
nadie es capaz de entenderlo, cuando la verdad es que estos
sentimientos tienen bastante de universalidad si bien la forma de
exteriorizarlos tiene mucho que ver con cómo es cada uno. Para
muestra, un botón, en una canción archiconocida compuesta e
interpretada por Alberto Cortez en la que, eso sí, hay que hacer
abstracción de que el autor se refiere a que la pérdida está
encarnada por la pareja amorosa y fijarnos solamente en los
sentimientos universales que provoca la ausencia.
Pero ahora, de repente, esa
persona no está ahí. Y ha saltado hecho trizas el nexo auténticamente valioso y sólido con un tiempo, unos lugares, unas gentes, unas vivencias,... que fueron parte de un aprendizaje de vida y que ahora, perdido el poder de evocación conjunta como instrumento de crecimiento personal, quedan, como mucho, como una sucesión de postales aisladas, como una pesada carga para uno solo, con sólo el valor de dato estadístico. ¿Qué hacer? Porque la vida sigue, con
sus penas y alegrías... Es conocido el dicho popular de que "si
has nacido, ya sabes que, antes o después, te toca morir", o
sea que la muerte es una faceta natural de la propia vida consustancial con ella y como tal
deberíamos tomarla, sin aspavientos y cuidando de priorizar, en el
momento del traspaso, el valor que nos aportó la persona que nos
deja por encima del dolor que nos causa su marcha. Nadie dice que sea
fácil, es más, uno de los aspectos más difíciles de asumir no es,
curiosamente, el de la propia muerte en un futuro desconocido, sino
el hecho de que, en el tiempo que nos quede de vida, ya no volveremos
a tener la compañía/referencia de la persona que marcha. Terreno
abonado, en la desesperación, por cierto, para TODAS las religiones,
que, vía resurrección, vida eterna, reencarnación, etc., prometen
que la ausencia será puntual, y dentro de un tiempo indeterminado se
recuperará la feliz y añorada convivencia en el Más Allá.
Dejando a un lado las
respetables creencias y sus promesas de vida futura, lo cierto y punzante es
que en el presente se ha originado un doloroso vacío que no sabemos
bien cómo tratar: ¿focalizando las acciones en la persona que se ha
ido? ¿actuar únicamente de cara a quien queda? ¿con una actuación
diferente en el círculo común con el finado y en el círculo más amplio con terceros? La
pregunta, en todo caso, es si nuestros actos han de ser,
efectivamente, selectivos y, para ayudarnos a tomar la decisión
correcta (si se puede denominar así en estas circunstancias),
podemos acudir a la idea recurrente de imaginar que no se ha
producido la pérdida y que esa persona sigue con nosotros
observándonos, por lo que no es descabellado proponerse realizar el
esfuerzo de actuar en todo momento y ante cualquiera, aunque sólo
sea como muestra de respeto a su memoria, de tal forma que se
sintiera contenta y orgulllosa de nosotros o, al menos, que no le
diéramos a sabiendas motivos para censurarnos.
En unos momentos en los que
surgen como hongos los llamados libros de autoayuda, no podían
faltar entre ellos cantidad de manuales (?) de cómo
afrontar una pérdida o algo parecido, que igual se aplican a un
divorcio, a la muerte de una mascota, a la pérdida de un empleo o,
por extensión, a casi cualquier circunstancia presuntamente
traumática. Sin restarles validez para quien los considere válidos,
nos permitiremos reflexionar sobre el tema de la actuación ante la
pérdida de un ser querido, no desde la teoría sino desde la óptica de un afectado,
con los sentimientos a flor de piel, procurando aplicar la objetividad apuntada en el párrafo anterior,
es decir, imaginando que aún nos acompaña, partiendo de la base
necesaria de que para manejar esta intensa y a veces desbordante
emoción, hay que reconocerla y comprenderla. Y pensar que nuestra
actuación tiene fuerte influencia en el entorno: luchemos por que
esta influencia sea siempre positiva.
Para entenderos, intentaremos refleionar sobre el periodo
inmediatamente posterior a sufrir una pérdida, que se llama época de
duelo (seguramente porque duele) emocional, que es un
proceso de adaptación que nos permite restablecer el indispensable
equilibrio personal que ha quedado alterado por la pérdida. Las
consecuencias emocionales están directamente relacionadas con la
persona que hemos perdido y también con el modo en el que se ha
producido la pérdida, con el tiempo de relación, la intensidad y
las circunstancias de esa relación, lo imprevisto de la pérdida…
Pero siempre supone un gran dolor, tristeza, desestructuración y
desorganización. A pesar del sufrimiento que causa, el duelo
emocional es un proceso necesario y ayuda a adaptarse a la pérdida,
prepara para vivir sin la presencia física de esa persona, y es
fundamental, para conducir correctamente el vínculo afectivo con
ella de forma que sea compatible con la realidad presente y posterior. Su
duración es muy variable, pero dicen los psicólogos expertos en el
tema que los dos primeros años suelen ser los más duros, aunque
cada persona tiene su propio ritmo y necesita un tiempo distinto para
la adaptación a su nueva situación. Sobre todo no hay que
desalentarse y anclarse en el pasado, confiando siempre en que se
saldrá adelante.
No hay que olvidar que, a
decir de los expertos, al trago psicológico con su marasmo de
sensaciones y emociones, hay que añadir determinados síntomas físicos
que conviene conocer para contrarrestar, tales como sensación de
estómago vacío, falta de energía, agotamiento, llanto,
alteraciones del sueño (tanto insomnio como sueño excesivo),
inapetencia, pérdida de peso, opresión en el pecho o palpitaciones
y, al parecer, un largo etcétera según cada persona.
Si hemos de hacer caso a la
duración de esos dos años de la fase más crítica del duelo
estimada por los psicólogos, lo que sería una locura insoportable
es pensar que la intensidad de las emociones fuera la misma, lineal,
en todo el proceso, por lo que cabe pensar que en él se van
sucediendo, llamémosle, etapas, posiblemente solapadas, que conducen
al final el estadio de serenidad deseado, seguramente cuando la
evocación de los recuerdos de la persona que se ha marchado ya no es
un obstáculo emocional sino un apoyo íntimo. En este sentido, vamos
a intentar agrupar esa evolución según los sentimientos que van
aflorando: en la primera etapa, que suele ser breve (días o incluso
horas) domina el desconcierto, el aturdimiento, y funciona como un
mecanismo de defensa. Implica un shock de irrealidad y, posiblemente,
aparece la sensación de no sentir, de no pensar junto al estrés
físico, y las expresiones más frecuentes son del tipo “Esto no
puede ser”, “Esto no puede estar pasando”, “Seguro que es un
error”. Se niega lo ocurrido como una forma de darnos más tiempo
para ir procesando la pérdida aún cuando se haya sido testigo directo del
fatídico lance, esperado y temido o, contrariamente, soportando u dolor casi físico si no ha habido oportunidad de acompañamiento y calor en la despedida. Debemos tener en cuenta (válido
para todo el proceso, nuestro entender) que si nos "cerramos"
emocionalmente en esta etapa y no progresamos mentalmente, nos va a
costar mucho aceptar y entender nuestras emociones, así como
expresarlas.
Cuando ya somos conscientes
del vacío que ha dejado la pérdida nos invade una tristeza profunda
y anhelo-búsqueda porque el futuro que nos imaginábamos/imaginamos
ya no es posible, buscamos el confort que solíamos tener con la
persona que nos ha dejado, e intentamos llenar ese vacío de su
ausencia. Aquí seguimos identificándonos con ella, buscando
recordatorios constantes y formas de estar más cerca de ella y de su
recuerdo. Una vez que nos hemos enfrentado seriamente a la realidad
aparecen emociones intensas, como pena, dolor, miedo, ira, culpa y
resentimiento. Es natural sentirse frustrado e irascible, con una ira
que puede dirigirse hacia uno mismo, hacia los demás (mucho cuidado
con involucrar a terceros del entorno o de fuera de él), incluso
hacia el ser querido por habernos abandonado. Racionalmente sabemos
que no podemos culparla pero emocionalmente estamos enfadados.. al
mismo tiempo que nos sentimos culpables por estar enfadados. Es
cuando nacen los condicionales: “¿Qué habría pasado si…?”
“Debería haberlo hecho mejor cuando…”, “No le cuidé lo
suficiente”. Como apuntamos en el paso anterior, también aquí, si
nos estancamos, vamos a pasar la vida intentado llenar ese vacío de
la pérdida y teniendo en nuestra mente de forma constante a ese ser
querido.
El paso siguiente es cuando
se toma conciencia de la pérdida (a nuestro juicio es diferente la
consciencia del vacío que produce la pérdida de la de la propia
pérdida) y aceptamos que todo ha cambiado y no volverá a ser como
era o como nosotros imaginábamos, de lo que la pérdida implica en
nuestra vida y eso conduce a la desorganización/desesperación con
la aparición de síntomas depresivos como la apatía y desinterés,
tristeza sostenida, sensación de soledad, fragilidad física y falta
de objetivos. Se siente como si la vida nunca va a mejorar o no va a
volver a tener sentido sin la presencia del fallecido, con el riesgo
de alejar a los demás de nosotros si no controlamos estas actitudes;
si no superamos esta etapa continuaremos consumidos en la tristeza,
la depresión, y nuestra actitud ante la vida va a ser negativa y sin
esperanza.
Sin abandonar, sin embargo,
el dolor y sin caer en el olvido consciente del ser querido, sino
manteniendo (y controlando) siempre un recuerdo emocionado, llega el
momento en que la fe en la vida comienza a recuperarse, se acepta
plenamente la realidad de la pérdida, pero reaparece la esperanza y
la adaptación a la nueva realidad, nuevos objetivos, nuevas
relaciones. Poco a poco te empiezas a reconstruir y te das cuenta de
que la vida puede (y debe, como a ella le gustaría) ser positiva
después de la pérdida. Se reestablece la confianza lentamente; en
esta etapa, el duelo no se ha ido del todo, pero la pérdida
retrocede a una parte más reservada de la mente, donde continua
influyéndonos pero no está en la primera línea.
Por supuesto, no somos expertos y no pretendemos
convertir estas reflexiones en etapas lineales ni universales a observar. Cada
persona lleva su propio proceso de duelo, que puede ser diferente al
de los demás y es posible que no pasemos por todas las etapas descritas, que
retrocedamos en alguna porque puede admitirse que parecen fases comunes,
pero en ningún caso son “obligadas”. De hecho, el duelo real se
parece más a una montaña rusa de emociones que a una lista de
etapas ordenadas.
El gran poeta granadino Antonio Carvajal, Premio de la
Crítica de la Junta de Andalucía y Premio Nacional de Poesía en
2012, escribió un hermoso soneto, nada triste ni sombrío, inédito,
a la muerte de la madre de un amigo común, el mismo que me lo dio a
conocer emocionado. Estoy seguro de que nadie pondrá ningún
inconveniente en que lo reproduzca aquí en esta ocasión. Dice así:
Del fondo
gris del horizonte brota
penúltimo
un carmín algo subido
como de un
pensamiento malherido
surge una
pena viva, mas remota.
No falta
nada: el barco, la gaviota,
el paseo
recién encandecido,
el rumor
de las olas, el crecido
candor de
ese lucero – leve nota
en el
acorde pleno de la tarde -.
No falta
nada. En la memoria arde
el amor
bien cumplido y su certeza.
Y el agua,
siempre nueva aunque mirada
siempre,
le dice al alma enamorada
que mire y
busque siempre su belleza.
Lacrimosa dies illa
Qua resurget ex favilla
Judicandus homo reus.
Huic ergo parce, Deus:
Pie Jesu Domine,
Dona eis requiem. Amen.
Qua resurget ex favilla
Judicandus homo reus.
Huic ergo parce, Deus:
Pie Jesu Domine,
Dona eis requiem. Amen.
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