Coincidiendo con el hecho de que nos ha dejado (el pasado día 19) el escritor Carlos Ruiz
Zafón a los 55 años, a consecuencia de un cáncer, en Los Ángeles (Estados Unidos), donde
residía, autor de la tetralogía iniciada con La sombra del viento después de ser conocido
como autor de “literatura para jóvenes” y cuyo gran legado, posiblemente, sea el Cementerio
de los Libros Olvidados, un símbolo de los libros, de la lectura y de la pervivencia de la
memoria, un hallazgo literario de primera magnitud y uno de los clásicos del siglo XXI,
descubrí, buscando algo (¿qué buscaba, que ahora ni lo recuerdo?), al fondo de un anaquel
de la estantería donde guardo los libros en casa (llamarla biblioteca” suena pretencioso) unos
“libros olvidados” de Jorge Luis Borges y, al hojearlos, “redescubrí” uno de sus últimos
poemas, en el que Borges hablaba de la nostalgia del presente, ese sentimiento, en parte
consciente, del que no quiere perderse nada, y que él escenificaba con un tipo que deseaba
estar acariciando la mano de una muchacha en Islandia cuando estaba haciendo justamente
eso. El poema en cuestión es:
En aquel preciso momento
el hombre se dijo:
Qué no daría yo por la
dicha
de estar a tu lado en
Islandia
bajo el gran día
inmóvil
y de compartir el ahora
como se comparte la
música
o el sabor de la fruta.
En aquel preciso momento
el hombre estaba junto a
ella en Islandia.
Nostalgia del presente... El concepto existe y el ser humano lleva años dándole vueltas. La
nostalgia del presente no tiene nada que ver con el pasado ni con el futuro. Se concentra en
el aquí y el ahora, dice que todo está muy bien (no sé si debería contar esto: cuando
confiesas que todo va bien, siempre sale alguien que se propone fastidiarlo), que todo es
hermoso,... pero que no siempre será así, enfrenta a la vejez y a la muerte, algo a lo que te
niegas cuando eres joven, cuando corres y sueñas y estás convencido de que nunca te
morirás. Conforme te haces mayor, esa certeza se diluye. Se difumina la belleza en la que te
instalaste y asumes una certeza: antes o después, la palmarás. No escaparás a eso. Nadie lo
ha hecho. Uno no es consciente del ejercicio que está librando la mente, y eso, a veces, se transforma
en ansiedad, y se pregunta: –¿Añoro mi juventud? ¿Me gustaría regresar a mis veinte años, o a mis treinta o incluso a
mis cuarenta o cincuenta? Es curioso, pero no. Estoy bien aquí y ahora aunque eso no me consuela quizás por otros
condicionantes. Pero la nostalgia siempre se relaciona con el pasado ¿por qué, entonces,
aquí, el presente para ella? Porque se dice que uno siempre vuelve a los viejos sitios, físicos
o sensoriales, donde amó la vida. Sin embargo, en la canción «Peces de ciudad» de Joaquín
Sabina se escucha esta frase: «Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver».
En un sentido metafísico no le falta razón a Sabina, pues, quizás al volver de nuevo a esos
lugares que han marcado tu vida ya no podrás volver a verlos igual, los recorrerás con la
mirada descubierta, sin una venda de enamoramiento y plenitud vital absoluta. Verás los
edificios como son, estructuras de diversos materiales que acogen a autóctonos y a turistas,
pero éstos ya no parecen actores puestos adrede en tu camino coprotagonizando tu misma
historia. Sus olores ya serán ajenos y no te parecerán cómplices de la luz que alberga tu
sentimiento. No serán cómplices cada vez que caminas por la estación más bella de la vida
por la que tendrás que pasar, pero también salir, pues parece que todo es mucho más bello
cuando tiene un final.
Sin embargo, uno siempre vuelve a los viejos sitios donde amó la vida, incluso se vuelve a
esos lugares en imaginación, uno siempre vuelve cuándo quiere volver a sentir lo que sintió.
Uno siempre vuelve para ilusionarse con algo, para demostrar que podría ser capaz de
hacerlo. Una persona vuelve a los viejos sitios donde amó la vida a veces solo para
lamentarse de haber dejado pasar su oportunidad, en cuyo caso, vuelve con tristeza y
arrepentido pero quizás con más pasión que nunca pues pese a todo, la llama sigue
encendida. Vuelve en espíritu para lamentar no haber sido valiente por miedos e
inseguridades y sin embargo haberlo sido cuándo lo que ganaba no era la felicidad, sino la
comodidad. Ese tipo de certezas solo pasan una vez en la vida. Uno siempre vuelve a ese lugar para decirle que ningún otro logró hacerle sentir lo mismo.
Otro lugar con personas, sensaciones y sucesos muy parecidos, pero la forma en la que
alcanzaron su corazón nunca fue igual. A veces necesitamos comprimir toda nuestra
existencia en poco tiempo. Esa forma de actuar libre, anárquica, imprevisible, rebelde y
apasionada es un obsequio que tú le regalaste a ese lugar porque lo amabas por la forma en
que te hacía sentir. No es una relación en la que alguien pierda: ambos recogieron la magia
del otro para brillar más. Ese lugar brilla más después de saber que le has guardado fidelidad.
Es un secreto entre los dos que no te encarcela, te hace ser libre. Uno siempre vuelve a los
viejos sitios donde amó la vida para ser valiente y para curar heridas sabiendo que pueden
volver a sangrar otras que ya daba por cicatrizadas. Uno vuelve a esos lugares porque un
momento de plenitud allí vale por millares de otros momentos sucedidos en cualquier parte y
porque los días no son felices, los días tienen sentido y por tanto son de una felicidad
refrendada. Uno vuelve a ser valiente porque es consciente de que un día pudo evitar vivir la
vida en ese sitio que amaba, pero no está dispuesto a irse de ella sin volver a agradecerlo, a
sentirlo…a intentarlo. La nostalgia SIEMPRE es del pasado, lo tenemos asumido; un olor, un sonido, una canción,
unos acordes de guitarra te transportan en el tiempo, a un momento, a un lugar, a la
compañía de unas personas y te hace sentir, sentir eso, nostalgia. Recuerdas emociones del
pasado y te pone triste el saber que, te pongas como te pongas, es imposible volver, pero te
gusta ese sentimiento. Pasa también con los lugares, lugares físicos a los que no has vuelto
desde hace años, ahora los vuelves a visitar y te parecen sitios muy distintos a como los
recordaba, espacios sin ninguna emoción aparente. Los lugares son prácticamente los mismos, es el mismo mar, son los mismos árboles, es el
mismo pueblo, el mismo banco,.. Lo que hace especial los lugares eres tú y las personas que
estabais en ese espacio. Casi se escapa la lágrima al volver al lugar donde se ha sido feliz,
pero que en realidad ya no se parece al que se tenía guardado en la mente. El exótico
camino a las cuevas de las afueras con sumo cuidado por el paso por las hoy inexistentes
vías del, también desaparecido, renqueante tren de madera es hoy un relajado paseo, el
portal que se recordaba de la casa familiar, minúsculo y la puerta más pequeña de lo que
antaño fue ¿Qué ha pasado? ¿Han encogido? No, seguramente yo he crecido y ya no soy
aquel niño, pero mis recuerdos están intactos. Entonces se cae en la cuenta de por qué soy
como soy, el sonido de mi risa de niño, mi flequillo; el sabor del pan con aceite para merendar,
las galletas con leche de las cabras del pastor para desayunar y cómo miraba por la ventana
para ver el campanario de la lejana iglesia tras el bosque de eucaliptos que hoy ya no existe. El tiempo se queda parado y en la cabeza te guardas bien marcado ese recuerdo de antaño.
Pero como no quieres que eso suceda, te niegas a que sea así, intentas que nada cambie, y
vuelves a lugares en los que fuiste feliz para reencontrarte con tus buenos recuerdos. En las
rocas que tanto te costaba subir, puedes ahora sentarte e incluso te llegan los pies a tocar el
suelo. Intentas trepar a aquel árbol al que subías de pequeño sin ser consciente que ahora
tú pesas más que todo aquel árbol. Intentas sentarte en los bancos con el culo en el respaldo
porque eso te hace sentir más juvenil pero ya tienes “una edad” y el respaldo está tan bajo
que tus rodillas te tocan en la cara. Te emocionas buscando gominolas que antes comías
para ver si te llevan a algún momento del pasado, pero solo consigues que te escueza la
boca, por que sí, aquellas blandas pastillitas ácidas ahora lo son más. ¡Qué diferente es todo! Y entonces sí, se llega a la conclusión, contradiciendo a Sabina, de que al lugar donde has
sido feliz sí que deberías tratar de volver, y descubres que uno siempre vuelve a los viejos
sitios donde amó la vida, aunque sea en imaginación…para volver a sentir el sentido de sus
latidos y la inocencia al respirar en su pecho. Porque te recuerda la persona que eras y la
que eres ahora, porque te ayuda a comprender que ser feliz depende tan sólo de valorar
momentos, porque te saca las sonrisas que creías olvidadas y que la vida te va robando en
pequeñas dosis por circunstancias y porque te recuerda que nada hay tan importante como
los momentos y las personas. Todo lo demás, por muy gordo que sea, se pasa. Pero, repitamos lo que decíamos al principio: la nostalgia del presente no tiene nada que ver
con el pasado ni con el futuro. Se concentra en el aquí y el ahora, dice que todo está muy
bien, que todo es hermoso,... pero que no siempre será así, enfrenta a la vejez y a la muerte,
algo a lo que te niegas cuando eres joven, cuando corres y sueñas y estás convencido de
que nunca te morirás. Conforme te haces mayor, esa certeza se diluye. Es decir, que la
nostalgia del presente nace del convencimiento de que ese presente siempre será mejor que
el futuro por venir y nos damos cuenta de que sentiremos nostalgia de lo que vivimos y de
cómo lo vivimos hoy. La “ley de vida” nos enseña la teoría de que hay, posiblemente muchas, personas que han
formado parte de nuestra vida y jamás volveremos a ver, y lugares que nunca volveremos a
visitar (eso de “sacar juventud de mi pasado” no pasa de ser la letra de una canción), y lo
sabemos. Sin embargo, a veces por condicionantes físicos, esta teoría deviene cruel
práctica y en ese caso hay que tomar conciencia de que las personas, momentos, lugares,...
destinados a configurar un marco confortable en el que apoyarse anímicamente pasan a
desenfocarse, a “salir de la foto” para diseñar planes futuros de regresos o reencuentros.
¿Quiere decir eso que desaparecen? En absoluto, es más, suelen cobrar más fuerza aunque,
en aras de mantener una cierta estabilidad emocional, conviene depositarlos,
conscientemente, en “cajones” del recuerdo más en un segundo plano y sustituirlos por los
del hoy, que también serán, con el paso del tiempo, generadores de nostalgia, tal vez
diferente por ser consciente y del presente, pero nostalgia. Y la nostalgia, amigos, es un arma de doble filo; es un tierno sentimiento, sí, pero que puede
dominar a uno condicionando su voluntad consciente y, sobre todo, por ello, resulta
claramente manipulable por terceros. La nostalgia es buena, necesaria incluso cara a la
mencionada estabilidad emocional...sin perder nunca de vista que es sólo un sentimiento
íntimo nacido de una o varias foto-fijas cuyo influjo no tiene por qué ser el mismo para todos
sus protagonistas/espectadores, nunca un deseo.
"Los recuerdos no siempre son la realidad de lo que viviste"