viernes, 5 de junio de 2020

"I can't breathe"


El desdichado asesinato (no es excesivo el término, así lo califica el fiscal tras conocer las conclusiones de dos autopsias, una oficial y otra independiente que desmienten la versión de la policía) de un ciudadano negro, George Floyd, el pasado 25 de mayo por un grupo de cuatro policías blancos en el vecindario de Powderhorn de la ciudad estadounidense de Minneapolis (Minnesota) después de ser detenido (y reducido) por la presunta comisión de un delito menor y avisar a los policías de su estado con el “No puedo respirar” que encabeza estas líneas, ha vuelto a poner de manifiesto el grave problema de convivencia que se da en Estados Unidos entre comunidades de personas de diferente color pese a que, sobre el papel, se trata de conflictos ya superados y han traído a la memoria otros casos de una violencia policial arraigada en el país, con componente racial, desde más allá de los disturbios de Detroit (Michigan) en los que, en 1967 murieron 43 personas de color por disparos de la policía (cuando el tema de la segregación se creía solucionado después del terremoto social/legal que supuso la famosa rebelión de Rosa Parks en 1955, al no querer ceder su asiento a un blanco en un autobús de Montgomery, Alabama); solo en la última década, al menos 10 personas de raza negra murieron de forma injustificada a manos de agentes blancos. Pero no han sido los únicos. Y, tal vez, no los últimos.

Y la muerte de George Floyd parece haber desatado en todo el mundo la ira y rabia de aquellos que, desde que nacen, parecen estar sometidos a una vida sin derechos por el simple hecho de que su cuerpo esté cubierto con un determinado color de piel. Además de en Estados Unidos, en toda Europa, una marea de millares personas de todas las etnias (no sólo la negra) se unió en las calles para marchar pacíficamente en contra del racismo y la brutalidad de la policía de Estados Unidos, bajo el lema “Black Lives Matter, No Justice No Peace” (Las vidas negras importan, sin justicia no hay paz). Cuando se escriben estas líneas, no se vislumbra una gestión razonable del problema, que no puede ser impedir violentamente las protestas… hasta la próxima, toda vez que el actual presidente de los Estados Unidos, Donald J. Trump, más parece actuar como pirómano en unos momentos en que la grave crisis racial (y la impunidad de la policía) se une a la galopante crisis sanitaria del Covid-19 (el país con mayor número de casos) y la profunda crisis económica (cuarenta millones de parados desde el inicio de la pandemia).

Sin embargo, se aduce que no hay racismo en los Estados Unidos, y se aporta, entre otros, el argumento de que precisamente el jefe de los policías encausados por el caso Floyd es negro, y que el anterior presidente del país, Barack Obama, es una persona de las que llaman afroamericana. Pues, si no es racismo, ¿qué puede ser?


Llamamos en nuestra ayuda a la filósofa y catedrática de ética en la Universidad de Valencia Adela Cortina que propuso en 1995 el uso de una palabra distinta a las que conocemos para poder dar nombre a una realidad que no lo tenía. Porque se habla mucho de la “xenofobia”, que es el rechazo al extranjero o del “racismo”, que es el rechazo a la gente de otro color, pero no se disponía del término adecuado para referirse a la actitud que, a su juicio, es la verdadera clave de muchas conductas indeseables que se producen en nuestras sociedades opulentas del Norte; la verdadera actitud que subyace a muchos comportamientos aparentemente racistas y xenófobos no sería, en realidad, la hostilidad a los extranjeros o a las personas que pertenecen a una etnia diferente a la mayoritaria, sino la repugnancia y el temor a los pobres, a esas personas que no presentan el “aspecto respetable” de quienes tienen cubiertas sus necesidades básicas. En efecto, dice Cortina, “no marginamos al inmigrante si es rico, ni al negro que es jugador de baloncesto, ni al jubilado con patrimonio: a los que marginamos es a los pobres”.

La palabra en cuestión, ya admitida por la Real Academia de la Lengua, es aporofobia (del griego áporos ‘pobre’ y fóbos ‘miedo’) definida como el miedo y rechazo hacia la pobreza y hacia las personas pobres. Es la animosidad, hostilidad y aversión, respecto de las zonas o barrios carenciados y respecto de las personas pobres, o sea, frente a aquellas personas que se encuentran desamparadas y con muy pocos recursos, sin tener en cuenta que la pobreza es una característica circunstancial en la vida de los seres humanos y en ningún caso forma parte de la identidad. La pobreza no es una condición permanente de las personas, sino una situación indeseable e injusta, pero superable, y no se tienen en cuenta las circunstancias sociales, políticas y/o económicas que influyen en los procesos de exclusión. Las creencias y mitos generados en este proceso de culpabilización son las ideas que subyacen a la aporofobia («están en la calle porque quieren», «tendrían que 
ponerse a trabajar», «son unos vagos», etc.).


La aporofobia es un sentimiento y actitud adquiridos, no naturales, y se transmite a partir de una idea social perversa que relaciona a las personas pobres con delincuencia, situándolas en el imaginario social como posibles delincuentes antes que como potenciales víctimas de la discriminación y la violencia. Incluso existen políticas públicas orientadas a la seguridad y a la convivencia así como prácticas periodísticas en torno a la pobreza y la exclusión social que favorecen la transmisión de una imagen de criminalización de la pobreza. Estas prácticas políticas, sociales y mediáticas generan representaciones deshumanizadoras de las personas en situación de extrema pobreza y crean una distancia simbólica entre «nosotros» y «ellos». De este modo, a través de procesos de deslegitimización y exclusión moral la ciudadanía no se sienten obligada a aplicar las normas morales, reglas sociales y consideraciones de justicia que aplicarían con la población que no está excluida socialmente.

Algo de eso hay en lo que viene pasando en Estados Unidos, donde la población negra ostenta el farolillo rojo de los índices de pobreza, y donde Trump estructuró su campaña de ”Make America great again”, no contra los jeques árabes y su concepción sui generis de los Derechos Humanos, pongamos por caso, sino contra los mexicanos pobres, a los que presentaba como delincuentes en masa. Aquí en España hay una organización que se dice política que hace bandera de la xenofobia llegando a llamar al Papa Francisco “ciudadano Bergoglio”. Los objetivos de los discursos diarios de esa ultraderecha, plagados de datos falsos y de medias verdades, suelen ser los mismos: los manteros, los subsaharianos que saltan la valla, los que arriban a las costas españolas huyendo de la miseria y la guerra jugándose la vida en pateras; también son los 'Menas', ese seudónimo que trata de ocultar que se habla de niños que están solos en nuestro país. Menores de edad a los que no han tenido reparos en señalar día tras día hablando de "inmigrantes de especial peligrosidad" y organizando actos de partido en los centros en los que viven, siempre relacionándolos con delitos y presentándolos como el problema económico del país, aunque los datos se empeñen en quitarles la razón. Pero, curiosamente, su secretario general es hispano-argentino, su portavoz, cubana, uno de sus miembros destacados, senegalés, etc. ¿Cómo es posible?


Pues, seguramente porque no repugnan los árabes que invierten en la Costa del Sol o pagan suculentas comisiones por las obras de empresas españolas en su país, ni los alemanes, rusos y británicos dueños ya de la mitad de la costa del Mediterráneo; tampoco los gitanos adscritos a una tranquilizadora forma de vida “paya”, ni los niños extranjeros adoptados por padres deseosos de un hijo que no puede ser biológico. No repugnan, afortunadamente y por muchos años, porque el odio irracional al de otra raza o al de otra etnia, por serlo, no sólo demuestra una innegable falta de sensibilidad moral, sino una igualmente palmaria estupidez. Sólo los imbéciles se permiten el lujo de profesar este tipo de odios. Sin embargo, sí que son objeto de casi universal rechazo los gitanos apegados a su forma de vida tradicional, tan alejada de ese febril afán de producir riqueza que nos consume; los inmigrantes del norte de África, que no tienen que perder más que sus cadenas; los inmigrantes de la Europa Central y del Este, dueños, más o menos, de la misma riqueza; los que huyen de la guerra, sea donde sea; siguiendo en la lista los latinoamericanos escasos de recursos. El problema, pues, no es de raza ni de extranjería: es de pobreza. Por eso hay sólo algunos realmente racistas y xenófobos, pero aporófobos, casi todos.

¿Qué se puede hacer contra esta lacra? Combatir la aporofobia es complicado, ya que la pobreza es algo generalizado en todo el mundo y es fácil que este rechazo social se contagie de un lado a otro. Además, hay pocas entidades comprometidas en defender los intereses de las persona con pocos recursos. En este sentido, un modo de combatir la aporofobia es divulgar una visión de la pobreza anti-esencialista, que no la vincule a "la esencia" de las personas sino al modo en el que por varias circunstancias deben vivir. También es importante hacer esto sin normalizar la existencia de la pobreza, como si fuese algo predestinado y consustancial a todas las sociedades, que no se puede evitar.

Y que nos dejen respirar.



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