El
desdichado asesinato (no es excesivo el término, así lo califica el
fiscal tras conocer las conclusiones de dos autopsias, una oficial y
otra independiente que desmienten la versión de la policía) de un
ciudadano negro, George Floyd, el pasado 25 de mayo por un
grupo de cuatro policías blancos en el vecindario de
Powderhorn de la ciudad estadounidense de Minneapolis (Minnesota)
después de ser detenido (y reducido) por la presunta comisión de un
delito menor y avisar a los policías de su estado con el “No puedo
respirar” que encabeza estas líneas, ha vuelto a poner de
manifiesto el grave problema de convivencia que se da en Estados
Unidos entre comunidades de personas de diferente color pese a que,
sobre el papel, se trata de conflictos ya superados y han traído a
la memoria otros casos de una violencia policial arraigada en el
país, con componente racial, desde más allá de los disturbios de
Detroit (Michigan) en los que, en 1967 murieron 43 personas de color
por disparos de la policía (cuando el tema de la segregación se
creía solucionado después del terremoto social/legal que supuso la
famosa rebelión de Rosa Parks en 1955, al no querer ceder su asiento
a un blanco en un autobús de Montgomery, Alabama); solo en la última
década, al menos 10 personas de raza negra murieron de forma
injustificada a manos de agentes blancos. Pero no han sido los
únicos. Y, tal vez, no los últimos.
Y la
muerte de George Floyd parece haber desatado en todo el mundo la ira
y rabia de aquellos que, desde que nacen, parecen estar sometidos a
una vida sin derechos por el simple hecho de que su cuerpo esté
cubierto con un determinado color de piel. Además de en Estados
Unidos, en toda Europa, una marea de millares personas de todas las
etnias (no sólo la negra) se unió en las calles para marchar pacíficamente en contra
del racismo y la brutalidad de la policía de Estados Unidos, bajo el
lema “Black Lives Matter, No Justice No Peace” (Las
vidas negras importan, sin justicia no hay paz). Cuando se
escriben estas líneas, no se vislumbra una gestión razonable del
problema, que no puede ser impedir violentamente las protestas…
hasta la próxima, toda vez que el actual presidente de los Estados
Unidos, Donald J. Trump, más parece actuar como pirómano en unos
momentos en que la grave crisis racial (y la impunidad de la policía)
se une a la galopante crisis sanitaria del Covid-19 (el país con
mayor número de casos) y la profunda crisis económica (cuarenta
millones de parados desde el inicio de la pandemia).
Sin
embargo, se aduce que no hay racismo en los Estados Unidos, y se
aporta, entre otros, el argumento de que precisamente el jefe de los policías
encausados por el caso Floyd es negro, y que el anterior presidente
del país, Barack Obama, es una persona de las que llaman
afroamericana. Pues, si no es racismo, ¿qué puede ser?
Llamamos
en nuestra ayuda a la filósofa y catedrática de ética en la Universidad de
Valencia Adela Cortina que propuso en 1995 el uso de una palabra
distinta a las que conocemos para poder dar nombre a una realidad que
no lo tenía. Porque se habla mucho de la “xenofobia”, que es el
rechazo al extranjero o del “racismo”, que es el rechazo a la
gente de otro color, pero no se disponía del término adecuado para
referirse a la actitud que, a su juicio, es la verdadera clave de
muchas conductas indeseables que se producen en nuestras sociedades
opulentas del Norte; la verdadera actitud que subyace a muchos
comportamientos aparentemente racistas y xenófobos no sería, en
realidad, la hostilidad a los extranjeros o a las personas que
pertenecen a una etnia diferente a la mayoritaria, sino la
repugnancia y el temor a los pobres, a esas personas que no presentan
el “aspecto respetable” de quienes tienen cubiertas sus
necesidades básicas. En efecto, dice Cortina, “no marginamos al
inmigrante si es rico, ni al negro que es jugador de baloncesto, ni
al jubilado con patrimonio: a los que marginamos es a los pobres”.
La
palabra en cuestión, ya admitida por la Real Academia de la Lengua,
es aporofobia (del griego áporos ‘pobre’ y fóbos
‘miedo’) definida como el miedo y rechazo hacia la pobreza y
hacia las personas pobres. Es la animosidad, hostilidad y aversión,
respecto de las zonas o barrios carenciados y respecto de las
personas pobres, o sea, frente a aquellas personas que se encuentran
desamparadas y con muy pocos recursos, sin tener en cuenta que la
pobreza es una característica circunstancial en la vida de los seres
humanos y en ningún caso forma parte de la identidad. La pobreza no
es una condición permanente de las personas, sino una situación
indeseable e injusta, pero superable, y no se tienen en cuenta las
circunstancias sociales, políticas y/o económicas que influyen en
los procesos de exclusión. Las creencias y mitos generados en este
proceso de culpabilización son las ideas que subyacen a la
aporofobia («están en la calle porque quieren», «tendrían que
ponerse a trabajar», «son unos vagos», etc.).
La
aporofobia es un sentimiento y actitud adquiridos, no naturales, y se
transmite a partir de una idea social perversa que relaciona a las
personas pobres con delincuencia, situándolas en el imaginario
social como posibles delincuentes antes que como potenciales víctimas
de la discriminación y la violencia. Incluso existen políticas
públicas orientadas a la seguridad y a la convivencia así
como prácticas periodísticas en torno a la pobreza y la exclusión
social que favorecen la transmisión de una imagen de criminalización
de la pobreza. Estas prácticas políticas, sociales y mediáticas
generan representaciones deshumanizadoras de las personas en
situación de extrema pobreza y crean una distancia simbólica entre
«nosotros» y «ellos». De este modo, a través de procesos de
deslegitimización y exclusión moral la ciudadanía no se
sienten obligada a aplicar las normas morales, reglas sociales y
consideraciones de justicia que aplicarían con la población que no
está excluida socialmente.
Algo de
eso hay en lo que viene pasando en Estados Unidos, donde la población
negra ostenta el farolillo rojo de los índices de pobreza, y donde
Trump estructuró su campaña de ”Make America great again”, no
contra los jeques árabes y su concepción sui generis de los
Derechos Humanos, pongamos por caso, sino contra los mexicanos
pobres, a los que presentaba como delincuentes en masa. Aquí en
España hay una organización que se dice política que hace bandera
de la xenofobia llegando a llamar al Papa Francisco “ciudadano
Bergoglio”. Los objetivos de los discursos diarios de esa
ultraderecha, plagados de datos falsos y de medias verdades, suelen
ser los mismos: los manteros, los subsaharianos que saltan la valla,
los que arriban a las costas españolas huyendo de la miseria y la
guerra jugándose la vida en pateras; también son los 'Menas', ese
seudónimo que trata de ocultar que se habla de niños que están
solos en nuestro país. Menores de edad a los que no han tenido
reparos en señalar día tras día hablando de "inmigrantes de
especial peligrosidad" y organizando actos de partido en los
centros en los que viven, siempre relacionándolos con delitos y
presentándolos como el problema económico del país, aunque los
datos se empeñen en quitarles la razón. Pero, curiosamente, su
secretario general es hispano-argentino, su portavoz, cubana, uno de
sus miembros destacados, senegalés, etc. ¿Cómo es posible?
Pues,
seguramente porque no repugnan los árabes que invierten en la Costa
del Sol o pagan suculentas comisiones por las obras de empresas
españolas en su país, ni los alemanes, rusos y británicos dueños
ya de la mitad de la costa del Mediterráneo; tampoco los gitanos
adscritos a una tranquilizadora forma de vida “paya”, ni los
niños extranjeros adoptados por padres deseosos de un hijo que no
puede ser biológico. No repugnan, afortunadamente y por muchos años,
porque el odio irracional al de otra raza o al de otra etnia, por
serlo, no sólo demuestra una innegable falta de sensibilidad moral,
sino una igualmente palmaria estupidez. Sólo los imbéciles se
permiten el lujo de profesar este tipo de odios. Sin embargo, sí que
son objeto de casi universal rechazo los gitanos apegados a su forma
de vida tradicional, tan alejada de ese febril afán de producir
riqueza que nos consume; los inmigrantes del norte de África, que no
tienen que perder más que sus cadenas; los inmigrantes de la Europa
Central y del Este, dueños, más o menos, de la misma riqueza; los
que huyen de la guerra, sea donde sea; siguiendo en la lista los
latinoamericanos escasos de recursos. El problema, pues, no es de
raza ni de extranjería: es de pobreza. Por eso hay sólo algunos
realmente racistas y xenófobos, pero aporófobos, casi todos.
¿Qué se
puede hacer contra esta lacra? Combatir la aporofobia es complicado,
ya que la pobreza es algo generalizado en todo el mundo y es fácil
que este rechazo social se contagie de un lado a otro. Además, hay
pocas entidades comprometidas en defender los intereses de las
persona con pocos recursos. En este sentido, un modo de combatir la
aporofobia es divulgar una visión de la pobreza anti-esencialista,
que no la vincule a "la esencia" de las personas sino al
modo en el que por varias circunstancias deben vivir. También es
importante hacer esto sin normalizar la existencia de la
pobreza, como si fuese algo predestinado y consustancial a todas las
sociedades, que no se puede evitar.
Y que nos
dejen respirar.
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