Dentro de la extensa discografía de Frank Sinatra (1915 - 1988), hay una canción, publicada en los años 60, que no llegó a ser un estándar del cantante pese a haber alcanzado en su día el número 1 en las listas de éxitos y que se llama (Over and over) The world we knew – (Una y otra vez) El mundo que conocimos -, una balada en la que, visto desde hoy, aunque sea una y otra vez, no se entiende cómo ha cambiado el mundo que nos marcó.
Es este un tema que admite múltiples lecturas, desde la de los sentimientos a que se refiere la canción, hasta cualquiera otra que analice el presente respecto del pasado: la persona (no somos los que fuimos), la familia y entorno (su concepto ha cambiado), la sociedad, la política, el clima,…. Fijémonos, como síntoma, en el cambio climático, en el mundo que conocimos y en qué lo hemos convertido y seguimos convirtiendo para generaciones futuras. Y para ello vamos a recordar un trágico y deprimente caso real.
Cuando yo era pequeño, en las clases de Geografía del colegio, se estudiaba que el llamado mar de Aral – acudiendo a los textos de entonces - era uno de los cuatro lagos más grandes del mundo, por detrás del mar Caspio, el lago Superior y el lago Victoria, con una superficie de 68 000 kilómetros cuadrados (un 13 % de la superficie de España), situado en Asia Central, entre las actuales repúblicas de Kazajistán, al norte, y Uzbekistán, al sur, formado por la aportación de agua de los ríos Amu Daria y Sir Daria, y suministraba una sexta parte de todo el pescado que se consumía en la Unión Soviética de entonces. Hoy, sin embargo, el mar de Aral, desecado, se ha reducido a menos del 10 % de su tamaño original, hecho que se ha calificado como uno de los mayores y más ignominiosos desastres medioambientales llevados a cabo por el ser humano en la historia reciente porque, como han confirmado diferentes testimonios, se llevó a cabo de forma consciente y premeditada. Donde antes había peces y barcos hoy solo hay arena, cascos oxidados y esporas tóxicas de ántrax y, posiblemente, dentro de muy poco del mar de Aral solo quedará el recuerdo ¿Por qué?
No hace tantos años, en la década de los años cincuenta del siglo pasado, el mar de Aral era especialmente rico en pesca (en sus aguas se capturaban anualmente cerca de 40.000 toneladas de pescado y los humedales situados en sus deltas tributarios eran el hogar de gran cantidad de especies animales y vegetales) y sus fábricas de conservas exportaban a todo el mundo. Las vastas estepas que rodeaban el lago dieron la idea al Gobierno para desarrollar masivamente la agricultura, en especial el cultivo del algodón; eran tierras poco aptas para ello, debido a su grado de aridez y falta de infraestructuras hidráulicas para el regadío; por esta razón los ingenieros soviéticos planearon utilizar el agua de los principales ríos que desembocaban en el mar de Aral.
Y todo comenzó a cambiar en la década de los 60, cuando las autoridades de la antigua Unión Soviética diseñaron y desarrollaron un plan para convertir los territorios desérticos de Asia Central en el mayor centro algodonero del mundo. Dado que el clima árido de la región no posibilitaba el cultivo de la planta, los mandatarios del Kremlin pusieron en marcha un ambicioso proyecto para regar los campos con las aguas de los ríos Amu Daria y Sir Daria, los dos que alimentaban el lago. En pocos años se construyeron 45 embalses, más de 80 presas y cerca de 32.000 kilómetros de canales —la mayoría de factura tan deficiente que pierden casi tanta o incluso más agua de la que transportan—. Primero se desvió a las plantaciones un tercio del caudal que normalmente llegaba al Mar de Aral, aunque progresivamente esa cantidad fue aumentando hasta alcanzar cifras imposibles de metros cúbicos anuales. El plan salió como se había esperado y, gracias al mismo en la actualidad Kazajistán es uno de los mayores productores mundiales de algodón, pero la otrora próspera industria pesquera de la zona, que daba trabajo a cientos de kazajos y uzbecos, está tan seca y muerta como el propio lago ya que el alto precio a pagar ha sido dejar sin agua el gigantesco lago y condenarlo a la desaparición. El éxito económico obtenido hizo menospreciar inicialmente el problema, lo que pronto se demostró un error.
A principios de la década de 1980, cuando los ingenieros se dieron cuenta de que el agua que llegaba al gran lago era tan sólo un 10% del caudal de 1960, fue demasiado tarde. Gran parte de su superficie se había secado y el resto se encontraba en un acelerado proceso de desaparición; en 1989, el gran cuerpo de agua se partió en dos, dejando una masa al norte y otra al sur, que pasaron a denominarse mar de Aral del Norte y mar de Aral del Sur. La pesca se arruinó. El puerto de Aralsk (ciudad de Aral) perdió el agua en 1970 y sus habitantes vieron cómo el mar se alejaba día a día y comenzaron a sufrir diversas enfermedades derivadas de la creciente salinidad y radicalidad del clima. Los barcos quedaron varados en un desierto de arena salada, en una imagen que se convirtió en el icono del desastre. En 2003, unas imágenes por satélite de la NASA mostraron la verdadera envergadura del desastre y lo que muchos científicos ya habían anunciado y en 2009 se presentó en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián el documental Aral, el mar perdido de la multipremiada cineasta Isabel Coixet en el que se refleja la importancia del agua en la vida de las personas, en la economía y en el equilibrio medioambiental. La realización mostró la terrible realidad de un desastre provocado por el hombre, hasta entonces poco conocido internacionalmente.
La pérdida del agua desencadenó, además, una cadena adicional de desastres. La evaporación se aceleró, ya que las aguas menos profundas son más fáciles de calentar, por lo que el gran lago entró en un bucle de retroalimentación negativa: a más evaporación, menos profundidad, a menos profundidad, más evaporación … El mar de Aral no sólo disminuyó de tamaño, sino que la evaporación disparó la salinidad lo que causó la muerte de casi todos los peces. Para contener la salinidad, se incrementó la extracción de aguas freáticas, lo que hizo disminuir el nivel de los acuíferos; el consumo humano se vio afectado: amplios sectores de la población quedaron sin acceso a agua potable y la que quedó estaba altamente contaminada por los fertilizantes y pesticidas utilizados en los cultivos de algodón.
Por otra parte, el mar de Aral perdió su capacidad de regular el clima: los inviernos y los veranos se hicieron más duros y las tormentas de polvo comenzaron a devastar las regiones ribereñas, arrastrando la sal del antiguo fondo marino. Las consecuencias para la salud fueron nefastas: enfermedades como el cáncer linfático, de hígado y de garganta, la anemia, la bronquitis crónica, la tuberculosis, la fiebre tifoidea, la hepatitis y el asma se dispararon. La mortalidad infantil alcanzó una tasa de 7,5 fallecimientos de cada 100; más de la mitad de esos niños murieron de enfermedades respiratorias debido a la sal y los minerales existentes en polvo que respiraban. Las tormentas de sal y la disminución de los acuíferos acabaron con el 40% de la vegetación de las tierras circundantes y la agricultura de supervivencia se hizo imposible. Todo ello provocó un gran éxodo migratorio hacia zonas más prósperas que causó un desequilibrio demográfico, y problemas transfronterizos cuando desapareció la Unión Soviética. La sal y el polvo viajaron más lejos, hasta 200 km, alcanzando amplias tierras de cultivo en Uzbekistán, Kirguistán, Turkmenistán y otros países, disminuyendo la productividad agrícola. La sal también llegó a las cimas de las montañas de Kirguistán, causando el derretimiento de los glaciares que ya se había iniciado a causa del cambio climático.
La pregunta clave es ¿Volverá el agua? Sin duda el mar de Aral no volverá a ser nunca lo que fue, pero sí se vislumbra una cierta esperanza. Los intentos por recuperar el mar de Aral comenzaron en 1996 cuando se levantó un dique para retener el agua del Sir Daria, río que desemboca en el norte del mar de Aral; la idea era sacrificar el mar de Aral del Sur para que el mar de Aral del Norte pudiera salvarse. Pero la presa se rompió a los pocos años. En 2004 se construyó otro dique con la financiación del Banco Mundial. El mar de Aral del Norte aumentó su nivel casi cuatro metros en seis meses, y en un año logró aumentar de tamaño en un tercio y recuperar parte de su fauna acuática. Lo más esperanzador fue que parte del agua comenzó a fluir tímidamente hacia el mar del Aral del Sur. La recuperación de la zona norte del lago se ha visto favorecida por la propia naturaleza, que ha invertido la retroalimentación negativa de la evaporación: el agua disminuye hasta un volumen determinado con alta salinidad, lo que frena la evaporación estabilizando el proceso. El agua, que una vez estuvo a 50 km de la ciudad portuaria de Aralsk, ahora está “a sólo” 15 km. La recuperación del lago está aún lejos, pero hay síntomas de que está en marcha. En el mar de Aral del Norte, está renaciendo pesca y la agricultura es más fácil. La salubridad ha mejorado notablemente, disminuyendo la anemia en un 65% debido a una mejor nutrición. Sin embargo, los expertos alertan de que la recuperación total sigue siendo muy difícil, ya que persisten muchos de los factores que desencadenaron los desastres. El mar de Aral del Sur sigue sin soluciones a corto plazo y la crisis climática amenaza con más sequías.
Hasta aquí (se podría seguir con muchos otros datos) la narración de la catástrofe del mar de Aral, que nos parece algo extremo, ajeno y lejano. Aunque, la verdad es que extremo, sin duda, pero ¿ajeno? ¿lejano? ¿seguro? porque, visto en perspectiva, el desastre se produjo, básicamente, por primar por encima de todo la economía, en aplicación práctica del conocido refrán de “pan para hoy y hambre para mañana”, es decir, solucionar los problemas de hoy sin pensar en el impacto de esa solución en el futuro, o, directamente, hipotecándolo irresponsablemente. Que es lo que nos pasa ahora en esta envenenada situación pandémica del virus Covid-19, al tener que elegir acciones (o restricciones) que observen el difícil equilibrio (¿existe?) entre ponerle barreras al contagio y mantener la, por otro lado imprescindible, actividad económica, elegir entre salud y economía.
No es nueva esta elección, y está estadísticamente demostrado que así planteada tiene un alto porcentaje de manipulación toda vez que, frecuentemente, lo que se debe elegir es entre un presente que, tal como se presenta, tiene fecha de caducidad y un futuro que, de acuerdo, nosotros no veremos, pero es lo que tendrán nuestros descendientes. Basta, en este sentido, ver que se presenta la deforestación de la Amazonia (pulmón verde de todo el planeta) como una operación beneficiosa (¿para quién? ¿para las grandes empresas y los grandes terratenientes?) o que las operaciones de fracking1, incluso con sus conocidas secuelas para el medio ambiente y para la población, se dice que son la tabla de salvación para una ciudadanía económicamente deprimida en lugar de confesar que es la panacea de las empresas gasísticas y buscar y ofrecer alternativas para la tierra y para las personas.
Capítulo aparte merecen esas decisiones que se envuelven en una bandera patriótica (¿de verdad es patriótico causar un perjuicio irreparable a sabiendas a la población?) como, por ejemplo, el oscuro caso del llamado Proyecto Manhattan2, del que, por una deficiente gestión de los residuos (como pasaría más tarde, por otras causas, en el mar de Aral, la historia se repite), ochenta años después se registran en su zona de influencia los índices más altos de contaminación y radiación en humanos de todo Estados Unidos. Y otra cosa es el desconcierto individual ante estos dilemas. Todos sabemos que el cambio climático, debido en gran parte a la actividad humana, está provocando el deshielo de los casquetes polares, la desaparición de los glaciares, el fin de muchas especies animales,…. pero, ¿qué se puede hacer?, además de que esos desastre nos quedan lejos… ¿Nos “tranquilizaría” en la conciencia algo más cercano? Acostumbramos a identificar con la lluvia ácida3 y sus efectos a países como China, India, algunas zonas muy industrializadas de Estados Unidos o de Europa, y Japón, “olvidándonos” de que también afecta fuertemente a España, principalmente a Galicia, País Vasco, Murcia y Catalunya, detectándose una mayor contaminación en las centrales térmicas, en sectores como León, Teruel, A Coruña, entre otros, pero, claro, si la lluvia ácida se produce cuando las emisiones contaminantes de lasfábricas, automóviles o calderas de calefacción entran en contacto con la humedad de la atmósfera, ¿qué hemos de hacer, cuando, es cierto, el progreso humano es imparable? ¿volver a la Edad de Piedra? Difícil, muy difícil, tomar decisiones en este tema. Mas no podemos dejar que se reproduzca otro mar de Aral. ---------------------------------------------
1Ver https://management-briznas.blogspot.com/2014/08/otros-efectos-del-fracking.html et altri, en este mismo blog.
2El Proyecto Manhattan, iniciado en 1939, fue un proyecto secreto (el secretismo era tal que el presidente Truman, que sucedió a Roosevelt a la muerte de éste, no lo conoció hasta poco antes de ser investido) de investigación y desarrollo llevado a cabo durante la Segunda Guerra Mundial, reactivado tras el ataque japonés a Pearl Harbor, que produjo las primeras armas nucleares, liderado por los Estados Unidos con el apoyo del Reino Unido y de Canadá con el objetivo de disponer de la bomba atómica antes que los nazis. Se llevó a cabo el 16 de julio de 1945 una prueba nuclear completa, que recibió el nombre en clave «Trinity» en el desierto de Jornada del Muerto, en Nuevo México, cerca de la ciudad de Los Álamos.
3El concepto de lluvia ácida engloba cualquier forma de precipitación que presente elevadas concentraciones de ácido sulfúrico y nítrico; también puede mostrarse en forma de nieve, niebla y partículas de material seco que se posan sobre la Tierra. La mayor parte de estas precipitaciones son el resultado de la acción humana y el mayor culpable de este fenómeno es la quema de combustibles fósiles procedentes de plantas de carbón generadoras de electricidad, las fábricas y los escapes de automóviles. Cuando se queman combustibles fósiles se libera dióxido de azufre (SO2) y óxido de nitrógeno (NOx) a la atmósfera que reaccionan con el agua, el oxígeno y otras sustancias para formar soluciones diluidas de ácido nítrico y sulfúrico. Los vientos propagan estas soluciones acídicas en la atmósfera a través de cientos de kilómetros y cuando se precipita en forma de lluvia ácida, fluye a través de la superficie mezclada con el agua residual y entra en los acuíferos y suelos de cultivo. La única forma de luchar contra la lluvia ácida es reducir las emisiones de los contaminantes que la originan, lo que significa disminuir el consumo de combustibles fósiles. Muchos gobiernos han intentando frenar las emisiones mediante la limpieza de chimeneas industriales y la promoción de combustibles alternativos. con resultados ambivalentes. Si pudiéramos detener la lluvia ácida hoy mismo, tendrían que transcurrir muchos años para que los terribles efectos que ésta genera desaparecieran.



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