domingo, 6 de diciembre de 2020

El mundo que conocimos.

Dentro de la extensa discografía de Frank Sinatra (1915 - 1988), hay una canción, publicada 
en los años 60, que no llegó a ser un estándar del cantante pese a haber alcanzado en su día 
el número 1 en las listas de éxitos y que se llama (Over and over) The world we knew – (Una 
y otra vez) El mundo que conocimos -, una balada en la que, visto desde hoy, aunque sea una 
y otra vez, no se entiende cómo ha cambiado el mundo que nos marcó.

 
Es este un tema que admite múltiples lecturas, desde la de los sentimientos a que se refiere 
la canción, hasta cualquiera otra que analice el presente respecto del pasado: la persona (no 
somos los que fuimos), la familia y entorno (su concepto ha cambiado), la sociedad, la política, 
el clima,…. Fijémonos, como síntoma, en el cambio climático, en el mundo que conocimos
en qué lo hemos convertido y seguimos convirtiendo para generaciones futuras. Y para ello 
vamos a recordar un trágico y deprimente caso real.

 

Cuando yo era pequeño, en las clases de Geografía del colegio, se estudiaba que el llamado 
mar de Aral – acudiendo a los textos de entonces - era uno de los cuatro lagos más grandes 
del mundo, por detrás del mar Caspio, el lago Superior y el lago Victoria, con una superficie de 
68 000 kilómetros cuadrados (un 13 % de la superficie de España), situado en Asia Central, 
entre las actuales repúblicas de Kazajistán, al norte, y Uzbekistán, al sur, formado por la 
aportación de agua  de los ríos Amu Daria y Sir Daria, y suministraba una sexta parte de todo 
el pescado que se consumía en la Unión Soviética de entonces. Hoy, sin embargo, el mar de 
Aral, desecado, se ha reducido a menos del 10 % de su tamaño original, hecho que se ha 
calificado como uno de los mayores y más ignominiosos desastres medioambientales llevados 
a cabo por el ser humano en la historia reciente porque, como han confirmado diferentes 
testimonios, se llevó a cabo de forma consciente y premeditada. Donde antes había peces y 
barcos hoy solo hay arena, cascos oxidados y esporas tóxicas de ántrax y, posiblemente, 
dentro de muy poco del mar de Aral solo quedará el recuerdo ¿Por qué?

 
No hace tantos años, en la década de los años cincuenta del siglo pasado, el mar de Aral era 
especialmente rico en pesca (en sus aguas se capturaban anualmente cerca de 40.000 
toneladas de pescado y los humedales situados en sus deltas tributarios eran el hogar de 
gran cantidad de especies animales y vegetales) y sus fábricas de conservas exportaban a 
todo el mundo. Las vastas estepas que rodeaban el lago dieron la idea al Gobierno para 
desarrollar masivamente la agricultura, en especial el cultivo del algodón; eran tierras poco 
aptas para ello, debido a su grado de aridez y falta de infraestructuras hidráulicas para el 
regadío; por esta razón los ingenieros soviéticos planearon utilizar el agua de los principales 
ríos que desembocaban en el mar de Aral. 

 

Y todo comenzó a cambiar en la década de los 60, cuando las autoridades de la antigua 
Unión Soviética diseñaron y desarrollaron un plan para convertir los territorios desérticos de 
Asia Central en el mayor centro algodonero del mundo. Dado que el clima árido de la región 
no posibilitaba el cultivo de la planta, los mandatarios del Kremlin pusieron en marcha un 
ambicioso proyecto para regar los campos con las aguas de los ríos Amu Daria y Sir Daria, 
los dos que alimentaban el lago. En pocos años se construyeron 45 embalses, más de 80 
presas y cerca de 32.000 kilómetros de canales —la mayoría de factura tan deficiente que 
pierden casi tanta o incluso más agua de la que transportan—. Primero se desvió a las 
plantaciones un tercio del caudal que normalmente llegaba al Mar de Aral, aunque 
progresivamente esa cantidad fue aumentando hasta alcanzar cifras imposibles de metros 
cúbicos anuales. El plan salió como se había esperado y, gracias al mismo en la actualidad 
Kazajistán es uno de los mayores productores mundiales de algodón, pero la otrora próspera 
industria pesquera de la zona, que daba trabajo a cientos de kazajos y uzbecos, está tan seca 
y muerta como el propio lago ya que el alto precio a pagar ha sido dejar sin agua el gigantesco 
lago y condenarlo a la desaparición. El éxito económico obtenido hizo menospreciar 
inicialmente el problema, lo que pronto se demostró un error.

 
A principios de la década de 1980, cuando los ingenieros se dieron cuenta de que el agua que 
llegaba al gran lago era tan sólo un 10% del caudal de 1960, fue demasiado tarde. Gran parte 
de su superficie se había secado y el resto se encontraba en un acelerado proceso de 
desaparición; en 1989, el gran cuerpo de agua se partió en dos, dejando una masa al norte y 
otra al sur, que pasaron a denominarse mar de Aral del Norte y mar de Aral del Sur. La pesca 
se arruinó. El puerto de Aralsk (ciudad de Aral) perdió el agua en 1970 y sus habitantes vieron 
cómo el mar se alejaba día a día y comenzaron a sufrir diversas enfermedades derivadas de 
la creciente salinidad y radicalidad del clima. Los barcos quedaron varados en un desierto de 
arena salada, en una imagen que se convirtió en el icono del desastre. 
 
En 2003, unas imágenes por satélite de la NASA mostraron la verdadera envergadura del 
desastre y lo que muchos científicos ya habían anunciado y en 2009 se presentó en el 
Festival Internacional de Cine de San Sebastián el documental Aral, el mar perdido de la 
multipremiada cineasta Isabel Coixet en el que se refleja la importancia del agua en la vida de 
las personas, en la economía y en el equilibrio medioambiental. La realización mostró la 
terrible realidad de un desastre provocado por el hombre, hasta entonces poco conocido 
internacionalmente. 


 
La pérdida del agua desencadenó, además, una cadena adicional de desastres. La 
evaporación se aceleró, ya que las aguas menos profundas son más fáciles de calentar, por lo 
que el gran lago entró en un bucle de retroalimentación negativa: a más evaporación, menos 
profundidad, a menos profundidad, más evaporación … El mar de Aral no sólo disminuyó de 
tamaño, sino que la evaporación disparó la salinidad lo que causó la muerte de casi todos los 
peces. Para contener la salinidad, se incrementó la extracción de aguas freáticas, lo que hizo 
disminuir el nivel de los acuíferos; el consumo humano se vio afectado: amplios sectores de la 
población quedaron sin acceso a agua potable y la que quedó estaba altamente contaminada 
por los fertilizantes y pesticidas utilizados en los cultivos de algodón.

 
Por otra parte, el mar de Aral perdió su capacidad de regular el clima: los inviernos y los 
veranos se hicieron más duros y las tormentas de polvo comenzaron a devastar las regiones 
ribereñas, arrastrando la sal del antiguo fondo marino. Las consecuencias para la salud fueron 
nefastas: enfermedades como el cáncer linfático, de hígado y de garganta, la anemia, la 
bronquitis crónica, la tuberculosis, la fiebre tifoidea, la hepatitis y el asma se dispararon. La 
mortalidad infantil alcanzó una tasa de 7,5 fallecimientos de cada 100; más de la mitad de 
esos niños murieron de enfermedades respiratorias debido a la sal y los minerales existentes 
en polvo que respiraban. Las tormentas de sal y la disminución de los acuíferos acabaron con 
el 40% de la vegetación de las tierras circundantes y la agricultura de supervivencia se hizo 
imposible. Todo ello provocó un gran éxodo migratorio hacia zonas más prósperas que causó 
un desequilibrio demográfico, y problemas transfronterizos cuando desapareció la Unión 
Soviética. La sal y el polvo viajaron más lejos, hasta 200 km, alcanzando amplias tierras de 
cultivo en Uzbekistán, Kirguistán, Turkmenistán y otros países, disminuyendo la productividad 
agrícola. La sal también llegó a las cimas de las montañas de Kirguistán, causando el 
derretimiento de los glaciares que ya se había iniciado a causa del cambio climático.

 

La pregunta clave es ¿Volverá el agua?  Sin duda el mar de Aral no volverá a ser nunca lo 
que fue, pero sí se vislumbra una cierta esperanza. Los intentos por recuperar el mar de Aral 
comenzaron en 1996 cuando se levantó un dique para retener el agua del Sir Daria, río que 
desemboca en el norte del mar de Aral; la idea era sacrificar el mar de Aral del Sur para que el 
mar de Aral del Norte pudiera salvarse. Pero la presa se rompió a los pocos años. En 2004 se 
construyó otro dique con la financiación del Banco Mundial. El mar de Aral del Norte aumentó 
su nivel casi cuatro metros en seis meses, y en un año logró aumentar de tamaño en un tercio 
y recuperar parte de su fauna acuática. Lo más esperanzador fue que parte del agua comenzó 
a fluir tímidamente hacia el mar del Aral del Sur. La recuperación de la zona norte del lago se 
ha visto favorecida por la propia naturaleza, que ha invertido la retroalimentación negativa de 
la evaporación: el agua disminuye hasta un volumen determinado con alta salinidad, lo que 
frena la evaporación estabilizando el proceso. El agua, que una vez estuvo a 50 km de la 
ciudad portuaria de Aralsk, ahora está “a sólo” 15 km. La recuperación del lago está aún lejos, 
pero hay síntomas de que está en marcha. En el mar de Aral del Norte, está renaciendo 
pesca y la agricultura es más fácil. La salubridad ha mejorado notablemente, disminuyendo la 
anemia en un 65% debido a una mejor nutrición. Sin embargo, los expertos alertan de que la 
recuperación total sigue siendo muy difícil, ya que persisten muchos de los factores que 
desencadenaron los desastres. El mar de Aral del Sur sigue sin soluciones a corto plazo y la 
crisis climática amenaza con más sequías.

 
Hasta aquí (se podría seguir con muchos otros datos) la narración de la catástrofe del mar de 
Aral, que nos parece algo extremo, ajeno y lejano. Aunque, la verdad es que extremo, sin duda, 
pero ¿ajeno? ¿lejano? ¿seguro? porque, visto en perspectiva, el desastre se produjo, 
básicamente, por primar por encima de todo la economía, en aplicación práctica del conocido 
refrán de “pan para hoy y hambre para mañana”, es decir, solucionar los problemas de hoy 
sin pensar en el impacto de esa solución en el futuro, o, directamente, hipotecándolo 
irresponsablemente. Que es lo que nos pasa ahora en esta envenenada situación pandémica 
del virus Covid-19, al tener que elegir acciones (o restricciones) que observen el difícil 
equilibrio (¿existe?) entre ponerle barreras al contagio y mantener la, por otro lado 
imprescindible, actividad económica, elegir entre salud y economía.

 
No es nueva esta elección, y está estadísticamente demostrado que así planteada tiene un 
alto porcentaje de manipulación toda vez que, frecuentemente, lo que se debe elegir es entre 
un presente que, tal como se presenta, tiene fecha de caducidad y un futuro que, de acuerdo, 
nosotros no veremos, pero es lo que tendrán nuestros descendientes. Basta, en este sentido, 
ver que se presenta la deforestación de la Amazonia (pulmón verde de todo el planeta) como 
una operación beneficiosa (¿para quién? ¿para las grandes empresas y los grandes 
terratenientes?) o que las operaciones de fracking1, incluso con sus conocidas secuelas para 
el medio ambiente y para la población, se dice que son la tabla de salvación para una 
ciudadanía económicamente deprimida en lugar de confesar que es la panacea de las 
empresas gasísticas y buscar y ofrecer alternativas para la tierra y para las personas.

 

Capítulo aparte merecen esas decisiones que se envuelven en una bandera patriótica (¿de 
verdad es patriótico causar un perjuicio irreparable a sabiendas a la población?) como, por 
ejemplo, el oscuro caso del llamado Proyecto Manhattan2, del que, por una deficiente gestión 
de los residuos (como pasaría más tarde, por otras causas, en el mar de Aral, la historia se 
repite), ochenta años después se registran en su zona de influencia los índices más altos de 
contaminación y radiación en humanos de todo Estados Unidos. 
 
Y otra cosa es el desconcierto individual ante estos dilemas. Todos sabemos que el cambio 
climático, debido en gran parte a la actividad humana, está provocando el deshielo de los 
casquetes polares, la desaparición de los glaciares, el fin de muchas especies animales,…. 
pero, ¿qué se puede hacer?, además de que esos desastre nos quedan lejos… ¿Nos 
“tranquilizaría” en la conciencia algo más cercano? Acostumbramos a identificar con la lluvia 
ácida3 y sus efectos a países como China, India, algunas zonas muy industrializadas de 
Estados Unidos o de Europa, y Japón, “olvidándonos” de que también afecta fuertemente a 
España, principalmente a Galicia, País Vasco, Murcia y Catalunya, detectándose una mayor 
contaminación en las centrales térmicas, en sectores como León, Teruel, A Coruña, entre 
otros, pero, claro, si la lluvia ácida se produce cuando las emisiones contaminantes de las
fábricas, automóviles o calderas de calefacción entran en contacto con la humedad de la 
atmósfera, ¿qué hemos de hacer, cuando, es cierto, el progreso humano es imparable? 
¿volver a la Edad de Piedra? Difícil, muy difícil, tomar decisiones en este tema. Mas no 
podemos dejar que se reproduzca otro mar de Aral.
 
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2El Proyecto Manhattan, iniciado en 1939, fue un proyecto secreto (el secretismo era tal que el presidente Truman, que sucedió a Roosevelt a la muerte de éste, no lo conoció hasta poco antes de ser investido) de investigación y desarrollo llevado a cabo durante la Segunda Guerra Mundial, reactivado tras el ataque japonés a Pearl Harbor, que produjo las primeras armas nucleares, liderado por los Estados Unidos con el apoyo del Reino Unido y de Canadá con el objetivo de disponer de la bomba atómica antes que los nazis. Se llevó a cabo el 16 de julio de 1945 una prueba nuclear completa, que recibió el nombre en clave «Trinity» en el desierto de Jornada del Muerto, en Nuevo México, cerca de la ciudad de Los Álamos.

3El concepto de lluvia ácida engloba cualquier forma de precipitación que presente elevadas concentraciones de ácido sulfúrico y nítrico; también puede mostrarse en forma de nieve, niebla y partículas de material seco que se posan sobre la Tierra. La mayor parte de estas precipitaciones son el resultado de la acción humana y el mayor culpable de este fenómeno es la quema de combustibles fósiles procedentes de plantas de carbón generadoras de electricidad, las fábricas y los escapes de automóviles. Cuando se queman combustibles fósiles se libera dióxido de azufre (SO2) y óxido de nitrógeno (NOx) a la atmósfera que reaccionan con el agua, el oxígeno y otras sustancias para formar soluciones diluidas de ácido nítrico y sulfúrico. Los vientos propagan estas soluciones acídicas en la atmósfera a través de cientos de kilómetros y cuando se precipita en forma de lluvia ácida, fluye a través de la superficie mezclada con el agua residual y entra en los acuíferos y suelos de cultivo. La única forma de luchar contra la lluvia ácida es reducir las emisiones de los contaminantes que la originan, lo que significa disminuir el consumo de combustibles fósiles. Muchos gobiernos han intentando frenar las emisiones mediante la limpieza de chimeneas industriales y la promoción de combustibles alternativos. con resultados ambivalentes. Si pudiéramos detener la lluvia ácida hoy mismo, tendrían que transcurrir muchos años para que los terribles efectos que ésta genera desaparecieran.

 

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