domingo, 4 de abril de 2021

La Avenida de la Luz.


 Cuando ya llevamos más de un año de miedo e incertidumbre, al volver la vista atrás constatamos que, además de la debacle sanitaria y social, en la que cabe incluir la pérdida de vidas humanas, que ha representado, en la vertiente económica no han sido pocos los sectores que han sufrido un estrepitoso batacazo a raíz de los efectos de la pandemia del coronavirus Covid-19; uno de los grandes afectados ha sido, y es, sin duda alguna, el de los centros comerciales. El cierre de establecimientos por precaución y miedo al contagio del virus y las restricciones de movilidad de los presuntos clientes por los confinamientos que han soportado han sido el chispazo inicial y la mecha de continuidad para que el sector haya sufrido la mayor devaluación de su historia, un derrumbe que podría alcanzar, según auguran los expertos, el 16% sólo en este 2021, a sumar al fatídico 2020. Si a eso añadimos el cambio de los hábitos de consumo de los clientes y el vuelco al servicio digital en el comercio en general, podemos anticipar que el centro comercial, como lo conocemos, seguramente siente ya en su piel el frío del crepúsculo de sus días. Pero, en realidad, los centros comerciales ya estaban muriendo aunque ahora el coronavirus les ha dado la puntilla. 

El verdadero problema viene de mucho antes. A todos nos suena el famoso boom de los centros comerciales que atraían a familias y amigos, como si de un parque de atracciones se tratara. En 1975 los centros comerciales representaban el 33% de todas las ventas al por menor y en la década de 1980 comenzaba su edad de oro. Los informes mostraban entonces que los consumidores tenían un 50% más de probabilidades de comprar algo en un centro comercial lleno de zonas de entretenimiento que en tiendas retail, lo que hizo que continuaran construyéndose a un ritmo de más de 1.000 por año. En 1986, una revista estadounidense de consumo especializada nombró al centro comercial (junto con la píldora, los antibióticos y el ordenador personal) una de las 50 maravillas que había revolucionado la vida de los consumidores. Pero todo tiene su fin. Ya en 2017 un estudio de un banco suizo de inversión estimaba que uno de cada cuatro centros comerciales cerraría en 2022. A medida que menos personas mostraban interés en ir hasta ellos (la mayoría alejados de los centros de las ciudades, y los sucesivos confinamientos han re-despertado el encantador atractivo del producto y servicio de proximidad), los promotores empezaban a creer que la gente ya no iba tanto a comprar, sino a disfrutar de las extravagantes experiencias que ofrecían: boleras, cines, go-karts y otras actividades que solo se podrían encontrar fuera de casa.


 
Conforme la década de los 2000 llegaba a su fin, los hábitos de consumo se fueron alejando de los grandes almacenes y hay cadenas de centros comerciales (sobre todo en Estados Unidos) que han estado cerrando tiendas desde 2015, la mayoría de ellas en centros comerciales. En España, de acuerdo con los datos de una consultora especializada, el 17% de los locales de los centros comerciales cerró en 2019, dejando una cifra de 578 “bajadas de persiana”. No obstante, España es uno de los países que seguía apostando por ellos antes de la pandemia. Una línea para la salvación: el año 2011 (sólo hace 10 años), el 96% de las compras en nuestro país se realizaron en tiendas físicas. Además, los "parques comerciales" del consumo españoles ofrecen un atractivo extra. Las vacantes de las tiendas por departamentos son difíciles de llenar, y con otros centros comerciales tan cerca, es poco lo que se puede hacer para salvar un complejo que fracasa, razón por la cual ya se han declarado muertos cientos de ellos.

 Y entonces llegó el coronavirus. En un mundo de cierres y distancia social, incluso los centros comerciales están tambaleándose y la afluencia de personas a ellos, en España, ha registrado diez meses de retrocesos. Es innegable que el sector retail y la vida de los centros comerciales está viviendo una evolución que hoy ya sitúa al e-commerce como el nuevo director de orquesta. ¿Se perderán las antiguas relaciones sociales alrededor del mostrador de cualquier tienda tradicional? Lo cierto es que los hábitos de consumo, ya se ha apuntado, estaban cambiando ya antes de la pandemia y no se puede únicamente achacar a ella el derrumbe de los centros comerciales. Los centros comerciales han estado viendo sus ventas caer debido a la competencia de las ventas en plataformas como Amazon, algo que las generaciones más jóvenes adoran. La evolución tecnológica ha dado como resultado un consumidor más digital, y esto no hace sino acelerar la transformación del sector. Las tiendas serán, posiblemente, automatizadas, sin dependientes ni cajeros. Y los almacenes y las entregas de género, robotizados. Al final, es el pan de todos los días: adaptarse o morir, así de duro.


 
Es un proceso, el de cerrar y/o reorientar negocios, que ha pasado siempre por uno u otro motivo, no es nuevo aunque tendemos a olvidarlo; en Barcelona, por ejemplo, eran habituales esos centros multi-tienda multi-producto que se conocían con el nombre de “galerías”, bien ubicados, y casi todos con sala de cine o, más modernamente, con el anglicismo de “drugstore”1 que, o han cerrado en su totalidad o han sufrido una transformación radical (generalmente asociada al “frikismo”) del negocio para seguir subsistiendo. Dentro de esos grandes centros desaparecidos de la vista (nunca mejor dicho) hay uno con un atractivo especial para analizarlo y recordarlo: la “Avenida de la Luz”. Vamos con ella. 

Tras finalizar la guerra (in)civil, el régimen franquista quiso ofrecer un inmediato ambiente de "normalidad" ciudadana mediante la reconstrucción de edificios, la realización de obras de gran envergadura y el fomento de la vida comercial. En Barcelona, el subsuelo de la plaza de Catalunya y de sus calles circundantes ya era como un queso gruyére, lleno de agujeros y de túneles, algunos de difícil acceso y, aprovechando esa circunstancia, Jaume Sabaté Quixal ideó la construcción de unas grandes galerías subterráneas con comercios, salones, restaurantes y servicios varios en pleno centro de Barcelona. Él mismo contaba que su idea era “hacer una ciudad subterránea en pleno centro. Tiendas, bares, cines. Todo muy bien arreglado. Muy bien iluminado y decorado”. Bajo el nombre de Ciudad Subterránea de la Luz, se quería ofrecer una solución a la complejidad de estructuras subterráneas del centro de Barcelona, permitiendo la interconexión entre sí y la integración de todas las líneas ferroviarias subterráneas, a la vez que se unían las plazas de la Universidad, de Catalunya y de Urquinaona en un vasto espacio de 14.000 metros cuadrados. Al final se tuvo que conformar con una especie de espacioso sótano de unos 2000 metros cuadrados bajo la calle Pelai, entre la plaza de Catalunya y las calles Balmes y Vergara, aprovechando un túnel horadado por los Ferrocarriles de la Generalitat para la exposición universal de Barcelona, en1929, y a su nivel vestibular, y se llamó Avenida de la Luz. El nuevo centro comercial estaba configurado por un largo pasillo de 175 metros de largo y 10 de ancho presidido por dos filas de columnas pareadas de mármol que soportaban el techo


 
Aún así, en su momento, fue la primera galería comercial subterránea de Europa, que deslumbraba con sus luces de neón, sus joyerías, sus 'boutiques', sus bares y sus pequeñas tiendas de electrodomésticos que prometían un futuro mejor (el ayuntamiento franquista le concedió, por el éxito de visitas, la categoría de Atracción Turística en 1949) y tenía su encanto bajar a aquel inframundo, dar una vuelta por ese decorado postnuclear que se inauguró, con asistencia de su impulsor y las primeras autoridades militares, a finales de 1942 y, a ser posible, ver una película en su cine, también llamado Avenida de la Luz, que abrió con un festival dedicado a Walt Disney; curiosamente, este cine es el espejo del ocaso del lugar ya que terminó sus días en 1992, dos año después del cierre de todas la tiendas del complejo comercial, como sala porno proyectando la película El placer entre las nalgas .Era llamativo, volviendo al centro comercial, su inconsciente retro-futurismo, su condición de subterráneo ajeno a la realidad exterior en el que nunca sabías la hora que era, su extraño parecido con esos pueblos falsos que el ejército norteamericano edificó --situando maniquís por las calles-- para sus pruebas nucleares de los años 50 en el desierto de Nuevo México, su tono de ciudad pionera en un escenario post apocalíptico en el que el aire ya no se podía respirar… En su momento de mayor apogeo, la Avenida de la Luz llegó a albergar 68 locales - barbería, estanco, salón recreativo, máquinas de coser y de escribir, ropa de alta gama, joyería, abundantes bares en los que aislarse de la realidad exterior, un cine (ya citado) y una churrería, entre muchos otros que fueron palmando por etapas - y a convertirse en una de las rarezas más peculiares de Barcelona. La mayoría de los compradores eran clientes con un elevado poder adquisitivo que podían permitirse la adquisición de productos “modernos” y de calidad. Se dice que durante las primeras décadas el número de visitantes diarios oscilaba alrededor de las 60.000 personas, incluyendo quienes solo iban a pasear, lo que mezclaba distintas clases sociales. A diferencia de los actuales centros comerciales, tan modernos y tan asépticos, la Avenida de la Luz parecía el hábitat natural de una vida clandestina y una alternativa razonable cuando el exterior se te antojaba hostil e irrespirable. El lujo de los inicios no tiene nada que ver con sus últimos años de vida, cuando se convirtió en un espacio decadente y peligroso, donde se refugiaban los mendigos y la chusma de todo tipo que poblaba el lugar en sus últimos tiempos, que era "un buen lugar para acabar borracheras", según cantaba Loquillo en Avenida de la Luz, una canción al efecto compuesta por Sabino Méndez que, por cierto, pasa por ser una de sus mejores canciones para Loquillo y los Trogloditas, una pieza melancólica y elegíaca que hablaba de aquel mundo subterráneo como si se tratara de Xanadú o Avalon.

 En los años setenta comenzó la decadencia. Al ser un lugar abrigado, y al relajarse la vigilancia policial, el complejo de la Avenida de la Luz empezó a llenarse de borrachos y maleantes, los compradores habituales desaparecieron y las parejas de novios ya no iban a pasear por la tarde a las galerías; el cine pasó a exhibir películas porno, mientras que los lavabos eran sitio de citas sospechosas. Se intentó revitalizar, pero en los años 90 se cerró y apenas quedan restos de una de las galerías más atractivas y enigmáticas de Barcelona. Solo los recuerdos de los que una vez en el pasado la visitaron.

 El 21 de mayo de 1990 la Avenida de la Luz cerró definitivamente. Solo sobrevivió el cine, que en vistas de las circunstancias y los proyectos aprobados para el "triángulo de la vergüenza" terminó cerrando el 22 de noviembre de 1992. Tras permanecer todo el complejo completamente cerrado y abandonado a la espera de un futuro mejor, en noviembre de 1998 abrió el Centre Comercial el Triangle, con oficinas de alquiler y locales comerciales, además de reconstruir lo que fue el antiguo Café Zurich. Ello supuso la recuperación parcial de la antigua Avenida de la Luz, integrada en el nuevo complejo y reconvertida en una perfumería. Años después, con motivo del 150 aniversario del tren de Sarrià, en junio de 2013 se recuperó el antiguo cine reconvertido en una sala de exposiciones. El resto de instalaciones, tapiadas o escondidas, han quedado integradas en los vestíbulos de la estación de Plaça Catalunya de los Ferrocarriles de la Generalitat..

Antes y ahora. Lo que queda...

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1No me resisto aquí a glosar lo que fue, por muchas razones, un icono: dentro de los centros comerciales, el Drugstore de Passeig de Gràcia (Drugstore del Paseo de Gracia en la época de su inauguración); situado entre las calles de València y Mallorca, se inauguró a bombo y platillo en 1967 y contó para el acto con la rutilante presencia del excéntrico artista Salvador Dalí. Además de restaurante, bar, una tienda de comestibles y algunas boutiques, contaba con una librería a la que llegaban cómics franceses: (y libros y discos prohibidos); allí vi el primer ejemplar de Barbarella, de Jean-Claude Forest, y solían llegar las novedades de Dargaud y Casterman. Recuerdo que se puso de moda entre los universitarios “coger prestados” libros (puedo jurar que yo nunca lo hice pero era un secreto a voces que eso sucedía), aprovechando el despiste de los dependientes y la falta absoluta de medidas de seguridad. Al Drugstore del Passeig de Gràcia se llegaba muy tarde cuando tus tugurios favoritos ya habían cerrado, pero tú considerabas que aún no te habías cocido lo suficiente, el Drugstore del paseo de Gracia venía siempre en tu ayuda, pues solo cerraba una hora al día, de seis a siete de la mañana. En su abigarrada barra coincidíamos los señoritos del Eixample con los del extrarradio, lo que más de una vez había conducido a situaciones desagradables:. El Drugstore llegó a tener dos sucursales, una en la Rambla (Drugstore Liceo, dentro del propio edificio del Gran Teatre del Liceu) y otra en la plaza Lesseps (Drug Blau); la de la Rambla cerró en 1992, como el establecimiento original, y la de Lesseps antes, en 1979. Nunca he entendido por qué murió el Drugstore en general y el de Passeig de Gràcia, en particular. Un sitio abierto a todas horas en el centro de Barcelona parecía llamado a no palmarla jamás. Un sitio en el que podías comer, beber, mangar libros, ligar,… es un sitio a preservar. Pero ya lo decía el gran cantante de salsa Héctor Lavoe, que en paz descanse, “Todo tiene su final, nada dura para siempre, es preciso recordar que no existe eternidad”. En cierta manera, eso sí, el Drugstore del Passeig de Gràcia vivirá mientras lo haga el último que lo frecuentó. Eso es consuelo suficiente.

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