miércoles, 9 de octubre de 2013

Boletín nº 28: La dignidad, ese valor tan (des)preciado



Hace unos años, cuando se nos aseguraba que la crisis era sólo económica, tuve la oportunidad de publicar en el boletín de  comunicación que editaba un grupo de empresas (hoy desaparecidas, no por la crisis, sino como consecuencia del saqueo a que se vieron sometidas por su principal socio con la excusa, eso sí, de la crisis) unas reflexiones, quizá un punto premonitorias, alrededor del concepto de dignidad.
Desde entonces, el panorama no ha hecho más que empeorar, hemos visto caer muchas caretas y los gobiernos, serviles con "los mercados" a la par que absolutamente refractarios a los ciudadanos (que les votan, mira por donde) y sus necesidades, se han apresurado a promulgar leyes que bajo los pomposos nombres de reforma, revisión, actualización, .... son realmente instrumentos para el desguace de todo un sistema para el que algunos, incluso tienen la desfachatez de jugar con el léxico y afirman sin rubor que están "equilibrando privilegios" cuando lo que hacen en realidad es "eliminar derechos"-
Cuatro años después de su redacción original, reproduzco con el mínimo retoque las reflexiones de entonces.

DIGNIDAD, TRABAJO Y CRISIS
El concepto de dignidad es difícilmente clasificable toda vez que se identifica, sobre todo, con valores de la persona. De acuerdo con el punto 1 del artículo 10 de nuestra Constitución de 1978 (De los derechos y deberes fundamentales), “La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás, son fundamento del orden político y de la paz social.”
Después de una lectura atenta, se concluye que la dignidad no puede identificarse sin más como un derecho fundamental, sino que, por el contrario, todo derecho fundamental tiene sentido en tanto en cuanto orbita en torno a la dignidad de la persona y al desarrollo de la personalidad, no sólo en el plano puramente individual sino en el ámbito social, si se admite que es el fundamento del orden político y de la paz social[1].
Si se limita la reflexión al plano laboral, es preciso partir de una doble idea: la primera es la de que el trabajo es, ciertamente, un aspecto importante de la vida cuyas connotaciones culturales traspasan las de mera ocupación (sólo hace falta recordar la profusión del término “excluido social” para los desempleados, los discapacitados, los que optan por dedicarse a los cuidados de su familia, etc., a quienes se considera poco menos que inútiles y “una carga para la sociedad”); la segunda caer en la cuenta que la dignidad en el trabajo no está ligada a la capacidad, ni la categoría ni a la representatividad, sino a la persona, que puede desempeñar “dignamente” un trabajo “poco digno”. Tendremos la oportunidad en estas líneas de reflexionar conjuntamente sobre ese término difuso de “dignidad” y la repercusión que sobre ella tienen las situaciones de crisis.

La dignidad en el mundo laboral
En palabras del Director de la Oficina Internacional del Trabajo (OIT), Juan Somavia, “la dignidad laboral se devalúa, persiste la discriminación femenina y el actual modelo económico aborda el empleo y los Recursos Humanos como mero factor de producción y simple mercancía, olvidándose de su significado individual, familiar, comunitario y nacional”. Teniendo en cuenta que estas palabras fueron pronunciadas durante la presentación del Informe “Cambios en el mundo del trabajo” en junio de 2006, antes del inicio de la actual transformación social (porque de eso se trata), habrá que convenir que el punto de partida pre-crisis ya era endeble y que los acontecimientos posteriores no han hecho sino agravar el problema.
No parece necesario puntualizar que la situación actual, en lo referido al ámbito laboral, afecta tanto al empleador como al empleado, cada uno en su medida, si bien se enfocará la problemática más sobre el segundo, mucho más vulnerable que el primero. Y ello por una razón de peso cual es que la dignidad referida al trabajo[2] admite varios puntos de vista:

-       Desde el punto de vista de la normativa laboral, la duración de la jornada está limitada a un número de horas, pasadas las cuales cabría plantearse si el trabajo sigue siendo digno en tanto solapa y merma el tiempo que pueda ser destinado a otro ámbito de realización personal.
-       Desde el punto de vista del empleador que, naturalmente, busca maximizar el beneficio, y no debe olvidarse que la mano de obra representa un coste; aumentar los beneficios equivale a subir el precio de lo que vende … o disminuir el coste de lo que necesita para producir. Cabría preguntarse a partir de qué punto la retribución es indigna[3]
-       Desde el punto de vista del empleado, frecuentemente se ve obligado a aceptar sin más las condiciones ofertadas por el empleador sin poder detenerse a valorar si son dignas o no para compensar su esfuerzo.
-       Desde el punto de vista de los poderes públicos, la dignidad está recogida en la Constitución y es su deber velar por ella por concretarse en un derecho fundamental de la sociedad que representan.

De acuerdo con todo lo expuesto, ¿Quién indica las características de un trabajo/empleo y las pautas de comportamiento ante la firma de un contrato laboral, y quién está en facultad de determinar que esas pautas corresponden a un trabajo digno? Si la respuesta es que esas funciones incumben al empleador, no cabe duda que el planteamiento es el que se anunciaba líneas más arriba.
No obstante, la relectura y síntesis de los enfoques apuntados permite un acercamiento a la definición de trabajo digno:
-       Que no sobrepase el horario establecido
-       Que tenga unas características que no perjudiquen la integridad del empleado
-       Que tenga una contraprestación económica directamente vinculada a la dedicación y al esfuerzo realizado
-       Que respete escrupulosamente sin subterfugios ni atajos las normas legales que le atañen.

Aún así conviene recordar que la dignidad es una percepción, más cercana a un sentimiento que a algo tangible y que, en lo que se refiere al ámbito laboral, las condiciones que tenga un puesto de trabajo como tal, en cuanto a dignidad, no tienen por qué coincidir con las que digan el empleador o el empleado, o, más propiamente, las que cada de uno de ellos considere dignas.


Un puesto de trabajo puede ser “indigno” por las condiciones impuestas por el empleador y ser desarrollado de modo digno por el empleado.
Por el contrario, un puesto de trabajo puede tener unas condiciones dignísimas y el comportamiento del empleado ser indigno.
Por lo tanto cabe concluir que se ha de diferenciar entre la dignidad del puesto de trabajo (en cuanto a condiciones, remuneración, etc.) y la dignidad de la persona que lo realiza, en la certeza de que, en ocasiones, no son coincidentes, lo que no quita que la realización de un trabajo que se considera no adecuado no sea efectuada de un modo digno.

De todos los parámetros apuntados, dos descuellan por encima del resto: los referidos al horario laboral y a la remuneración, que se han reflejado, obviamente, como los más sensibles a convertirse en moneda de cambio ante las dificultades y los efectos de la crisis en general y, consecuentemente, a desvirtuar el sentido de la dignidad inherente a la realización del trabajo.

A mayor abundamiento, la OIT ha extendido la definición de “trabajo decente”, concepto que busca expresar lo que debería ser, en un mundo globalizado, un empleo digno, definiendo que “el trabajo que dignifica y permite el desarrollo de las propias capacidades no es cualquier trabajo; no es decente el trabajo que se realiza sin respeto a los principios y derechos laborales fundamentales, ni el que no permite un ingreso justo y proporcional al esfuerzo realizado … ni el que se lleva a cabo sin protección social, ni aquel que excluye el diálogo social …”[4]

El trabajo y la globalización de la economía
La integración de la economía mundial se nota, no solo por el aumento de las inversiones (que, curiosamente, han crecido en los últimos años más que el volumen del comercio internacional y que la propia producción mundial), sino también por el desarrollo de cadenas de producción mundializadas. Para hablar de globalización, hace unos años se centraba la atención en las multinacionales, en sus filiales y en otras formas de relación directa de propiedad que pudieran traspasar fronteras mientras que, en la actualidad, se han desarrollado amplios sistemas de producción que abarcan proveedores, subcontratistas y sub-subcontratistas de forma que incluso las pequeñas empresas han pasado a formar parte de la economía mundializada. Esto se traduce que, en ocasiones, no se conoce con certeza quién toma las decisiones que afectan al empleado, debido a que los responsables últimos pueden residir en otro país o trabajar en otra empresa.
El progreso social, por otra parte, está indisolublemente unido con la economía y con su regulación en el mercado: si hay reglas para proteger a los consumidores, a las denominaciones, al cumplimiento de normas técnicas, ¿no va a haberlas sobre salarios, horarios, seguridad y salud, y otros aspectos sociales del trabajo? Desafortunadamente, la reglamentación se ha centrado principalmente en la protección de los derechos de propiedad y así los derechos de los trabajadores, en un sentido amplio, quedan en el terreno de la autoridad moral, de forma que parece instalarse la idea de que el trabajo es una mercancía que se puede comprar y vender en un mercado libre.
Uno de los motivos de esta idea extendida es que, en un mercado de ámbito mundial, las reglamentaciones son nacionales, lo que coloca el trabajo en un contexto de competencia y socava los progresos sociales conseguidos en largos años. No debe extrañar, por tanto, el empeño de la OIT en resaltar la importancia de establecer vínculos entre la integración económica y el respeto a los derechos fundamentales en los acuerdos sobre comercio e inversiones, máxime si, como se está viendo, hay que rediseñar el modelo de crecimiento mundial.
Hay indicadores, no obstante, de que, como consecuencia de la crisis financiera, la ideología está cambiando en los países desarrollados perdiendo terreno el “es bueno ser ambicioso” sin más. Eso puede deducirse de la declaración conjunta de los ministros que forman parte del Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas en julio de 2009: “Estamos convencidos de la urgente necesidad de crear un entorno a escala nacional e internacional que propicie el logro del empleo pleno y productivo y el trabajo decente para todos como base del desarrollo sostenible. … Es fundamental que hombres y mujeres tengan oportunidad de conseguir un empleo productivo en condiciones de libertad, igualdad, seguridad y dignidad humana para lograr la erradicación del hambre y la pobreza, el mejoramiento del bienestar económico y social de todos, el crecimiento económico sostenido y el desarrollo sostenible de todas las naciones, así como una globalización plenamente incluyente y equitativa…

Casos particulares: desempleo, mobbing,  conciliación
A pesar de los buenos deseos expresados en la ONU, la realidad no respeta criterios técnicos. Según la OIT, al final de 2009 el desempleo alcanza a más de 240 millones de personas en el mundo, y afecta más a los flujos de trabajadores emigrantes, especialmente en los sectores de la construcción y la manufactura, con la previsión de que, adicionalmente, se espera que unos 60 millones de personas pierdan sus trabajos, debido a la crisis económica mundial y pese a los síntomas de mejora, lo que desborda ampliamente las previsiones de sólo un año atrás[5].
¿Por qué tal aumento? Posiblemente porque, en un contexto de crisis y de reducción de los mercados, muchas empresas reenfocan su producción adoptando un sustrato que, además es caldo de cultivo para impactar de pleno en la línea de flotación de la dignidad del trabajo: cierre de centros de producción, aumento de la productividad laboral, disminución de plantillas, aceleración de ritmos de trabajo, reducción de salarios, …
Ante una situación como esta, buena parte de los empleados no ven otra salida que la de aceptar con resignación lo que el empleador define como trabajo “digno y decente” y sus condiciones, lo que confirma la idea de que la dignidad es una percepción ya que, seguramente, la dignidad que concibe el empleador en este caso respecto del esfuerzo, sueldo, horario, compensaciones, no coincide con lo que piensa el empleado de los mismos aspectos.
Un caso particular de provocar, en ese contexto, la desvinculación de un empleado es el acoso o mobbing, El compromiso manifiesta la libertad; la sumisión la niega. La misión esencial del Derecho del Trabajo es la de asegurar el respeto a la dignidad del trabajador. Cuando se pone en marcha el acoso, el principal empeño es lograr el descrédito profesional de la víctima; se le achaca individualismo, poca calidad en su trabajo, se pone en entredicho su valía profesional, se le asignan tareas inútiles, se le ignora, se le degrada, se le  impide expresarse y relacionarse; en definitiva, se tiende a su aniquilación para que abandone la organización[6]. El acoso, pues, no es una mera transgresión o incumplimiento contractual, no es una defectuosa organización del trabajo o estructura empresarial (pese a que todas esas razones lo “justifican”), sino fruto del comportamiento agresivo de determinadas personas y ataca directamente a la dignidad individual ya que la persona se realiza en la red de relaciones sociales y familiares, por una parte, vinculadas al ámbito laboral pero, por extensión, a un haz complejo que se sostiene, en gran medida, gracias a la remuneración económica que percibe por su trabajo. Por consiguiente, si el proceso de acoso le priva de todo ello, le produce un daño que trasciende el mero concepto de dignidad laboral y ataca al mismo núcleo de la condición humana.
La progresiva incorporación de la mujer al mercado laboral ha venido a añadir un nuevo elemento de vulnerabilidad en el mantenimiento de la dignidad laboral. Hay que definir la conciliación de la vida familiar y laboral como la búsqueda de la mejor fórmula para compaginar, por ejemplo, el horario de trabajo con las responsabilidades familiares o los requerimientos de la vida personal. Como quiera que, tradicionalmente se ha partido de la figura del trabajador varón asignando a la mujer el rol de responsable del sostenimiento familiar, en la medida que la velocidad de adaptación de los usos sociales tradicionales no coincide con la de la incorporación en un pretendido plano de igualdad al mundo del trabajo, la mujer resulta claramente perjudicada en tanto sigue teniendo la presión de atender en primer lugar sus responsabilidades familiares. Esta presión se traduce en una mayor fragilidad en la defensa de sus intereses, con la consiguiente merma en los parámetros que identifican la integridad laboral buscada.
La conciliación de la vida laboral y familiar o personal es un tema que preocupa. ¿es posible lograr el equilibrio perfecto entre familia y carrera profesional?, ¿sigue habiendo que elegir entre familia y trabajo? Según una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) de 2008, el 73% de los españoles considera que las empresas dan pocas o ninguna facilidad a sus trabajadores para compaginar su vida laboral y familiar.
Algunas empresas han empezado a dar sus primeros pasos, y están ofreciendo a sus empleados unos horarios laborales mucho más flexibles, así como jornadas de trabajo continuas, y una mayor libertad de horarios, lo que, según los expertos, mejora la productividad, puesto que el empleado se siente reconocido en su necesidad de conciliar y trabaja mejor. También mejora la competitividad de las empresas.
Todavía hay también muchas pequeñas y medianas empresas (que constituyen la mayoría del tejido empresarial de nuestro país) que consideran que el buen trabajador es el que más horas pasa en el trabajo. Nada más lejos de la realidad. Sin embargo, esta mentalidad cambia en el caso de las grandes compañías, quizá porque han experimentado en otros países con éxito estas medidas conciliadoras.

Reflexión final
Si bien es cierto que muchas empresas han obtenido, gracias a la mundialización, los beneficios económicos esperados, no lo es menos que se ha puesto de manifiesto su vulnerabilidad, por una parte por los vínculos de la propia globalización y, por otra, por la creciente sensibilización de los consumidores/trabajadores. En la medida en que las condiciones de trabajo se convierten en espejo de la condición humana, es necesario el respeto de  códigos éticos que no la perjudiquen. Puede parecer retórico, pero es una realidad, que la empresa es la suma de los empleados que la conforman y que un atentado contra de la dignidad laboral y humana del trabajador, en el fondo, no es sino un atentado contra la viabilidad de la propia empresa.


[1] Para John Ruggie, de la Universidad de Harvard, entre otros estudiosos, "La dignidad es la esencia de la sostenibilidad social"
[2] En estas líneas, las referencias al “trabajo” deben entenderse, al hilo de la doctrina de la OIT, referidas al “empleo”. En efecto, según la OIT, trabajo es el conjunto de actividades humanas, remuneradas o no, que producen bienes o servicios en una economía o satisfacen las necesidades de una comunidad, mientras que empleo es el trabajo efectuado a cambio de pago (salario, comisiones, especies) sin importar la relación de dependencia (asalariado o autoempleo)
[3] En sentencia del Tribunal Constitucional STC 53/1985, de 11 de abril, “de algún modo, la miserable indemnización de un despido improcedente no puede más que añadir humillación a la dignidad humana”
[4] “Trabajo decente”, OIT, 1999
[5] "Las estimaciones preliminares de la OIT son que el desempleo mundial podría aumentar en 20 millones llegando a más de 210 millones de desempleados en 2009" (Juan Somavia, Director General de la OIT, en el Consejo de Jefes del Secretariado de la ONU en Nueva York en octubre de 2008).
[6] Juan Antonio Sagardoy, catedrático de Derecho del trabajo en la Universidad Complutense de Madrid

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