Hace
unos años, cuando se nos aseguraba que la crisis era sólo económica, tuve la
oportunidad de publicar en el boletín de
comunicación que editaba un grupo de empresas (hoy desaparecidas, no por
la crisis, sino como consecuencia del saqueo a que se vieron sometidas por su
principal socio con la excusa, eso sí, de la crisis) unas reflexiones, quizá un
punto premonitorias, alrededor del concepto de dignidad.
Desde
entonces, el panorama no ha hecho más que empeorar, hemos visto caer muchas
caretas y los gobiernos, serviles con "los mercados" a la par que
absolutamente refractarios a los ciudadanos (que les votan, mira por donde) y
sus necesidades, se han apresurado a promulgar leyes que bajo los pomposos
nombres de reforma, revisión,
actualización, .... son realmente instrumentos para el desguace de todo un
sistema para el que algunos, incluso tienen la desfachatez de jugar con el léxico
y afirman sin rubor que están "equilibrando privilegios" cuando lo
que hacen en realidad es "eliminar derechos"-
Cuatro
años después de su redacción original, reproduzco con el mínimo retoque las
reflexiones de entonces.
DIGNIDAD, TRABAJO Y
CRISIS
El
concepto de dignidad es difícilmente clasificable toda vez que se identifica,
sobre todo, con valores de la persona. De acuerdo con el punto 1 del artículo
10 de nuestra Constitución de 1978 (De los derechos y deberes fundamentales), “La dignidad de la persona, los derechos
inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el
respeto a la ley y a los derechos de los demás, son fundamento del orden
político y de la paz social.”
Después
de una lectura atenta, se concluye que la dignidad no puede identificarse sin
más como un derecho fundamental, sino que, por el contrario, todo derecho
fundamental tiene sentido en tanto en cuanto orbita en torno a la dignidad de
la persona y al desarrollo de la personalidad, no sólo en el plano puramente
individual sino en el ámbito social, si se admite que es el fundamento del
orden político y de la paz social[1].
Si
se limita la reflexión al plano laboral, es preciso partir de una doble idea:
la primera es la de que el trabajo es, ciertamente, un aspecto importante de la
vida cuyas connotaciones culturales traspasan las de mera ocupación (sólo hace
falta recordar la profusión del término “excluido social” para los
desempleados, los discapacitados, los que optan por dedicarse a los cuidados de
su familia, etc., a quienes se considera poco menos que inútiles y “una carga
para la sociedad”); la segunda caer en la cuenta que la dignidad en el trabajo
no está ligada a la capacidad, ni la categoría ni a la representatividad, sino
a la persona, que puede desempeñar “dignamente” un trabajo “poco digno”. Tendremos
la oportunidad en estas líneas de reflexionar conjuntamente sobre ese término
difuso de “dignidad” y la repercusión que sobre ella tienen las situaciones de
crisis.
La dignidad en el mundo
laboral
En
palabras del Director de la Oficina Internacional del Trabajo (OIT), Juan
Somavia, “la dignidad laboral se devalúa,
persiste la discriminación femenina y el actual modelo económico aborda el
empleo y los Recursos Humanos como mero factor de producción y simple
mercancía, olvidándose de su significado individual, familiar, comunitario y
nacional”. Teniendo en cuenta que estas palabras fueron pronunciadas
durante la presentación del Informe “Cambios en el mundo del trabajo” en junio
de 2006, antes del inicio de la actual transformación social (porque de eso se
trata), habrá que convenir que el punto de partida pre-crisis ya era endeble y
que los acontecimientos posteriores no han hecho sino agravar el problema.
No
parece necesario puntualizar que la situación actual, en lo referido al ámbito
laboral, afecta tanto al empleador como al empleado, cada uno en su medida, si
bien se enfocará la problemática más sobre el segundo, mucho más vulnerable que
el primero. Y ello por una razón de peso cual es que la dignidad referida al
trabajo[2] admite varios puntos de
vista:
-
Desde
el punto de vista de la normativa laboral, la duración de la jornada está
limitada a un número de horas, pasadas las cuales cabría plantearse si el trabajo
sigue siendo digno en tanto solapa y merma el tiempo que pueda ser destinado a
otro ámbito de realización personal.
-
Desde
el punto de vista del empleador que, naturalmente, busca maximizar el
beneficio, y no debe olvidarse que la mano de obra representa un coste;
aumentar los beneficios equivale a subir el precio de lo que vende … o
disminuir el coste de lo que necesita para producir. Cabría preguntarse a
partir de qué punto la retribución es indigna[3]
-
Desde
el punto de vista del empleado, frecuentemente se ve obligado a aceptar sin más
las condiciones ofertadas por el empleador sin poder detenerse a valorar si son
dignas o no para compensar su esfuerzo.
-
Desde
el punto de vista de los poderes públicos, la dignidad está recogida en la
Constitución y es su deber velar por ella por concretarse en un derecho
fundamental de la sociedad que representan.
De
acuerdo con todo lo expuesto, ¿Quién indica las características de un
trabajo/empleo y las pautas de comportamiento ante la firma de un contrato
laboral, y quién está en facultad de determinar que esas pautas corresponden a
un trabajo digno? Si la respuesta es que esas funciones incumben al empleador,
no cabe duda que el planteamiento es el que se anunciaba líneas más arriba.
No
obstante, la relectura y síntesis de los enfoques apuntados permite un
acercamiento a la definición de trabajo digno:
-
Que
no sobrepase el horario establecido
-
Que
tenga unas características que no perjudiquen la integridad del empleado
-
Que
tenga una contraprestación económica directamente vinculada a la dedicación y
al esfuerzo realizado
-
Que
respete escrupulosamente sin subterfugios ni atajos las normas legales que le
atañen.
Aún
así conviene recordar que la dignidad es una percepción, más cercana a un
sentimiento que a algo tangible y que, en lo que se refiere al ámbito laboral,
las condiciones que tenga un puesto de trabajo como tal, en cuanto a dignidad,
no tienen por qué coincidir con las que digan el empleador o el empleado, o,
más propiamente, las que cada de uno de ellos considere dignas.
Un
puesto de trabajo puede ser “indigno” por las condiciones impuestas por el
empleador y ser desarrollado de modo digno por el empleado.
Por
el contrario, un puesto de trabajo puede tener unas condiciones dignísimas y el
comportamiento del empleado ser indigno.
Por
lo tanto cabe concluir que se ha de diferenciar entre la dignidad del puesto de
trabajo (en cuanto a condiciones, remuneración, etc.) y la dignidad de la
persona que lo realiza, en la certeza de que, en ocasiones, no son
coincidentes, lo que no quita que la realización de un trabajo que se considera
no adecuado no sea efectuada de un modo digno.
De
todos los parámetros apuntados, dos descuellan por encima del resto: los
referidos al horario laboral y a la remuneración, que se han reflejado,
obviamente, como los más sensibles a convertirse en moneda de cambio ante las
dificultades y los efectos de la crisis en general y, consecuentemente, a
desvirtuar el sentido de la dignidad inherente a la realización del trabajo.
A
mayor abundamiento, la OIT ha extendido la definición de “trabajo decente”,
concepto que busca expresar lo que debería ser, en un mundo globalizado, un
empleo digno, definiendo que “el trabajo
que dignifica y permite el desarrollo de las propias capacidades no es
cualquier trabajo; no es decente el trabajo que se realiza sin respeto a los
principios y derechos laborales fundamentales, ni el que no permite un ingreso
justo y proporcional al esfuerzo realizado … ni el que se lleva a cabo sin
protección social, ni aquel que excluye el diálogo social …”[4]
El trabajo y la
globalización de la economía
La
integración de la economía mundial se nota, no solo por el aumento de las
inversiones (que, curiosamente, han crecido en los últimos años más que el
volumen del comercio internacional y que la propia producción mundial), sino
también por el desarrollo de cadenas de producción mundializadas. Para hablar de
globalización, hace unos años se centraba la atención en las multinacionales,
en sus filiales y en otras formas de relación directa de propiedad que pudieran
traspasar fronteras mientras que, en la actualidad, se han desarrollado amplios
sistemas de producción que abarcan proveedores, subcontratistas y
sub-subcontratistas de forma que incluso las pequeñas empresas han pasado a
formar parte de la economía mundializada. Esto se traduce que, en ocasiones, no
se conoce con certeza quién toma las decisiones que afectan al empleado, debido
a que los responsables últimos pueden residir en otro país o trabajar en otra
empresa.
El
progreso social, por otra parte, está indisolublemente unido con la economía y
con su regulación en el mercado: si hay reglas para proteger a los
consumidores, a las denominaciones, al cumplimiento de normas técnicas, ¿no va
a haberlas sobre salarios, horarios, seguridad y salud, y otros aspectos
sociales del trabajo? Desafortunadamente, la reglamentación se ha centrado
principalmente en la protección de los derechos de propiedad y así los derechos
de los trabajadores, en un sentido amplio, quedan en el terreno de la autoridad
moral, de forma que parece instalarse la idea de que el trabajo es una
mercancía que se puede comprar y vender en un mercado libre.
Uno
de los motivos de esta idea extendida es que, en un mercado de ámbito mundial,
las reglamentaciones son nacionales, lo que coloca el trabajo en un contexto de
competencia y socava los progresos sociales conseguidos en largos años. No debe
extrañar, por tanto, el empeño de la OIT en resaltar la importancia de
establecer vínculos entre la integración económica y el respeto a los derechos
fundamentales en los acuerdos sobre comercio e inversiones, máxime si, como se
está viendo, hay que rediseñar el modelo de crecimiento mundial.
Hay
indicadores, no obstante, de que, como consecuencia de la crisis financiera, la
ideología está cambiando en los países desarrollados perdiendo terreno el “es
bueno ser ambicioso” sin más. Eso puede deducirse de la declaración conjunta de
los ministros que forman parte del Consejo Económico y Social de las Naciones
Unidas en julio de 2009: “Estamos
convencidos de la urgente necesidad de crear un entorno a escala nacional e
internacional que propicie el logro del empleo pleno y productivo y el trabajo
decente para todos como base del desarrollo sostenible. … Es fundamental que
hombres y mujeres tengan oportunidad de conseguir un empleo productivo en
condiciones de libertad, igualdad, seguridad y dignidad humana para lograr la
erradicación del hambre y la pobreza, el mejoramiento del bienestar económico y
social de todos, el crecimiento económico sostenido y el desarrollo sostenible
de todas las naciones, así como una globalización plenamente incluyente y
equitativa…”
Casos particulares:
desempleo, mobbing, conciliación
A
pesar de los buenos deseos expresados en la ONU, la realidad no respeta
criterios técnicos. Según la OIT, al final de 2009 el
desempleo alcanza a más de 240
millones de personas en el mundo, y afecta más a los flujos de
trabajadores emigrantes, especialmente en los sectores de la construcción y la
manufactura, con la previsión de que, adicionalmente, se espera que unos 60
millones de personas pierdan sus trabajos, debido a la crisis económica mundial
y pese a los síntomas de mejora, lo que desborda ampliamente las previsiones de
sólo un año atrás[5].
¿Por qué tal aumento? Posiblemente porque, en un contexto de
crisis y de reducción de los mercados, muchas empresas reenfocan su producción adoptando
un sustrato que, además es caldo de cultivo para impactar de pleno en la línea
de flotación de la dignidad del trabajo: cierre de centros de producción, aumento de la productividad
laboral, disminución de plantillas, aceleración de ritmos de trabajo, reducción
de salarios, …
Ante una situación
como esta, buena parte de los empleados no ven otra salida que la de aceptar
con resignación lo que el empleador define como trabajo “digno y decente” y sus
condiciones, lo que confirma la idea de que la dignidad es una percepción ya
que, seguramente, la dignidad que concibe el empleador en este caso respecto
del esfuerzo, sueldo, horario, compensaciones, no coincide con lo que piensa el
empleado de los mismos aspectos.
Un caso particular de
provocar, en ese contexto, la desvinculación de un empleado es el acoso o
mobbing, El compromiso manifiesta la libertad;
la sumisión la niega. La misión esencial del Derecho del Trabajo es la de
asegurar el respeto a la dignidad del trabajador. Cuando se pone en marcha el acoso, el principal
empeño es lograr el descrédito profesional de la víctima; se le achaca
individualismo, poca calidad en su trabajo, se pone en entredicho su valía
profesional, se le asignan tareas inútiles, se le ignora, se le degrada, se le impide expresarse y relacionarse; en
definitiva, se tiende a su aniquilación para que abandone la organización[6]. El acoso, pues, no es una mera transgresión o
incumplimiento contractual, no es una defectuosa organización del trabajo o
estructura empresarial (pese a que todas esas razones lo “justifican”), sino
fruto del comportamiento agresivo de determinadas personas y ataca directamente
a la dignidad individual ya que la persona se realiza en la red de relaciones
sociales y familiares, por una parte, vinculadas al ámbito laboral pero, por
extensión, a un haz complejo que se sostiene, en gran medida, gracias a la
remuneración económica que percibe por su trabajo. Por consiguiente, si el
proceso de acoso le priva de todo ello, le produce un daño que trasciende el
mero concepto de dignidad laboral y ataca al mismo núcleo de la condición
humana.
La
progresiva incorporación de la mujer al mercado laboral ha venido a añadir un
nuevo elemento de vulnerabilidad en el mantenimiento de la dignidad laboral. Hay
que definir la conciliación de la vida familiar y laboral como la búsqueda de
la mejor fórmula para compaginar, por ejemplo, el horario de trabajo con las
responsabilidades familiares o los requerimientos de la vida personal. Como
quiera que, tradicionalmente se ha partido de la figura del trabajador varón
asignando a la mujer el rol de responsable del sostenimiento familiar, en la
medida que la velocidad de adaptación de los usos sociales tradicionales no
coincide con la de la incorporación en un pretendido plano de igualdad al mundo
del trabajo, la mujer resulta claramente perjudicada en tanto sigue teniendo la
presión de atender en primer lugar sus
responsabilidades familiares. Esta presión se traduce en una mayor fragilidad
en la defensa de sus intereses, con la consiguiente merma en los parámetros que
identifican la integridad laboral buscada.
La
conciliación de la vida laboral y familiar o personal es un tema que preocupa.
¿es posible lograr el equilibrio perfecto entre familia y carrera profesional?,
¿sigue habiendo que elegir entre familia y trabajo? Según una encuesta del Centro
de Investigaciones Sociológicas (CIS) de 2008, el 73% de los españoles
considera que las empresas dan pocas o ninguna facilidad a sus trabajadores
para compaginar su vida laboral y familiar.
Algunas empresas han empezado a dar sus primeros pasos, y
están ofreciendo a sus empleados unos horarios laborales mucho más flexibles,
así como jornadas de trabajo continuas, y una mayor libertad de horarios, lo
que, según los expertos, mejora la productividad, puesto que el empleado se
siente reconocido en su necesidad de conciliar y trabaja mejor. También mejora
la competitividad de las empresas.
Todavía hay también muchas pequeñas y medianas empresas (que
constituyen la mayoría del tejido empresarial de nuestro país) que consideran
que el buen trabajador es el que más horas pasa en el trabajo. Nada más lejos
de la realidad. Sin embargo, esta mentalidad cambia en el caso de las grandes
compañías, quizá porque han experimentado en otros países con éxito estas
medidas conciliadoras.
Reflexión final
Si bien es cierto que muchas empresas han obtenido, gracias a la
mundialización, los beneficios económicos esperados, no lo es menos que se ha
puesto de manifiesto su vulnerabilidad, por una parte por los vínculos de la
propia globalización y, por otra, por la creciente sensibilización de los
consumidores/trabajadores. En la medida en que las condiciones de trabajo se
convierten en espejo de la condición humana, es necesario el respeto de códigos éticos que no la perjudiquen. Puede
parecer retórico, pero es una realidad, que la empresa es la suma de los
empleados que la conforman y que un atentado contra de la dignidad laboral y
humana del trabajador, en el fondo, no es sino un atentado contra la viabilidad
de la propia empresa.
[1] Para John Ruggie, de
la Universidad de Harvard, entre otros estudiosos, "La dignidad es la
esencia de la sostenibilidad social"
[2] En estas líneas, las
referencias al “trabajo” deben entenderse, al hilo de la doctrina de la OIT,
referidas al “empleo”. En efecto, según la OIT, trabajo es el conjunto
de actividades humanas, remuneradas o no, que producen bienes o servicios en una
economía o satisfacen las necesidades de una comunidad, mientras que empleo
es el trabajo efectuado a cambio de pago (salario, comisiones, especies) sin
importar la relación de dependencia (asalariado o autoempleo)
[3] En sentencia del
Tribunal Constitucional STC 53/1985, de 11 de abril, “de algún modo, la
miserable indemnización de un despido improcedente no puede más que añadir
humillación a la dignidad humana”
[4] “Trabajo decente”,
OIT, 1999
[5] "Las estimaciones
preliminares de la OIT son que el desempleo mundial podría aumentar en 20
millones llegando a más de 210 millones de desempleados en 2009" (Juan Somavia, Director General de la OIT, en el Consejo
de Jefes del Secretariado de la ONU en Nueva York en octubre de 2008).
[6] Juan Antonio
Sagardoy, catedrático de Derecho del trabajo en la Universidad Complutense de
Madrid
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