Puede afirmarse que una lengua (un
idioma, seamos precisos) es como un organismo vivo, que nace de manera
complicada, que puede crecer, que puede expandirse…. y que a veces muere. La
lengua es sobre todo, instrumento de comunicación entre personas, es la forma
de expresar lo que sentimos que nos transmiten nuestros padres, es la forma de
expresar nuestro amor, la de formular las oraciones, etc. y, en ese sentido,
debería ser algo sagrado a respetar y cuidar, con independencia del número de
personas que la hablen.
Pero, la lengua, frecuentemente,
se ha usado como herramienta demostrativa de poder político, y de ahí esa
insensatez del penoso “un país, una lengua” aplastando sin contemplaciones en
base a él las lenguas minoritarias de territorios sojuzgados y que, a la
postre, solo indica la ignorancia prepotente del opresor y el temor atávico de
que el simple uso de una lengua sea el seguro indicador de conspiración. Es un tema complejo, sin duda, pero que hoy
cae fuera de estas reflexiones, encaminadas al uso que se hace, en muchas
ocasiones, del idioma, para corromper
las costumbres o el orden y estado de las cosas (que es como define el
Diccionario de la Real Academia de la Lengua el verbo “pervertir”), es decir,
el ser perverso utilizando el lenguaje que se dice proteger. Politizarlo lo
llaman otros.
Hay múltiples ejemplos del uso
torticero del idioma para conseguir fines políticos, además de los más usuales
del engaño y la mentira, pero debe reconocerse que otros son tan sutiles que
son capaces de pasar, a la larga, como evolución natural de la lengua. Hoy vamos
a fijarnos en alguno de ellos.
1.- “Debe hablarse como…”. Al finalizar muchas contiendas, el vencedor
quiere, a veces, exterminar todo lo que no le sea propio, hasta el punto de
querer imponer un modo de hablar, como se puede ver mismamente en nuestro país,
en el que poco a poco se impuso como forma de hablar “culta” la de las elites
vencedoras, llegando a afirmar que esa era la mejor forma de expresarse. Aparte
del logro político, han conseguido (porque la “norma” sigue vigente) cargarse
cualquier acento que no sea el que imponen, y, lo que es peor, relegar a los
demás acentos y léxicos, algunos sumamente ricos, a ser asociados con la
incultura. Así, aún hoy se hacen por ejemplo películas en las que el zoquete de
turno habla con marcado acento andaluz mientras el docto protagonista se
expresa en una cosa átona que dicen que es la imagen de la cultura. Igual pasa
con el gallego, catalán, canario,… que permanecen proscritos de los medios y
solo se usan para remarcar la caricatura o la burla con trazo grueso del
personaje identificado con ellos. Reflexión aparte merece la connivencia de los
poderes públicos de las zonas donde se hablan esas lenguas en su menosprecio
desde la óptica del vencedor, lamentablemente más por mezquindad personal que
por temor al ganador.
2.- La condición humana. Los guardianes de las esencias demuestran
con demasiada frecuencia su tendencia al fanatismo intolerante, mayor cuanto
menor es su nivel cultural, como es bien sabido (con excepciones, claro: hay
auténticos totalitarios con un aparente alto nivel cultural). Veamos dos
ejemplos.
a) Hace unos años, las personas
que no poseen el dominio de las facultades físicas o mentales consideradas
“normales”, recibían el nombre de subnormal
hasta que algunos de los que, sobre el papel, no lo eran demostraron su talla moral utilizando el
calificativo como insulto hasta conseguir desvirtuar totalmente el término. Los
poderes públicos, entonces, intentaron hacer volver las aguas a su cauce
sustituyendo “subnormal” por “minusválido” hasta que en un proceso similar al
anterior, se vio la conveniencia de
cambiarlo a su vez por el actual de discapacitado. A ver lo que dura sin que la
bien pensante sociedad capaz de convertir en insulto palabras como la misma
subnormal o las de enano, ciego, etcétera, no vea que eso no es evolución
normal del idioma. Y que ese proceso pase en prácticamente todos los idiomas
“cultos” no hace sino agravar el problema social.
b) Tengo en mi biblioteca un
libro excelente, de unos investigadores franceses llamado Afrique noir, de mediados del pasado siglo, una época en la que se
podía utilizar sin problemas la palabra “negro·” aplicada al color de la piel
de las personas. Claro, la persona de color era entonces algo lejano, exótico
para nosotros y se decía “negro” sin malicia, e incluso con tonillo
condescendiente. Pero poco a poco, su presencia se va haciendo habitual entre
nosotros, trabajan, tienen familia, algunos incluso ¡oh, sorpresa! tienen igual
o mejor formación académica que nosotros y llegan a ser en ocasiones patrones o
jefes de empleados blancos. Es decir, han pasado de ser algo ajeno a ser rivales,
competidores o líderes, lo que resulta insufrible para el aludido guardián de
las esencias que, a falta de argumentos, se “defiende” escupiendo al rival la única palabra que marca una
diferencia, la relativa al color de su piel. El hecho de que idiomáticamente se
haya pasado de negro a moreno (ya metida en un proceso similar
al de negro), subsahariano,
afroamericano, de color, etc., tampoco obedece, pues, a evolución natural
de idioma sino a manejos y perversión social.
3.- Exhibiendo ignorancia. Los procesos que hemos analizado se originan
en el pueblo y puede entenderse que, dentro de su perversión, sean espontáneos.
Diferente es el uso inadecuado de un vocablo por quien, en principio, está
obligado a conocer su significado, con tal recurrencia que llega a desvirtuarlo
totalmente (aunque eso signifique, realmente, que exhibe una impúdica ignorancia
que en otros ámbitos abochorna). Hay múltiples ejemplos de palabras con
significado concreto que se usan sesgada e interesadamente, pero por la
frecuencia y generalización indiscriminada de su uso vamos a recordar “nazi”.
En general, cualquiera que cobre del erario debería saber que Nazi se refiere al nacionalsocialismo que,
nuevamente, acudiendo simplemente al Diccionario de la Real Academia de la
Lengua y ni siquiera a sesudos tratados políticos, era un movimiento político y social del Tercer Reich alemán, de carácter
pangermanista, fascista y antisemita. Todo lo que no sea eso, no es nazi.
Será otra cosa, pero nazi, no. Y vemos demasiadas veces a dirigentes
políticos/as (curiosamente en la actualidad, pertenecientes en su gran mayoría
a una misma formación política) que, ante un rival ante el que sienten un odio
visceral e irracional, lo primero que le cuelgan es el sambenito de nazi,
haciendo extensivo el epíteto a sus seguidores y prescindiendo de si ese rival
se encuadra en el comunismo, nacionalismo, fascismo, antifascismo,…
¿Ignorancia? Si lo es, requiere su cese inmediato por incompetente porque pase
que el personaje en cuestión no sepa hace bricolaje, pongamos por caso, pero se
supone que si cobra de la política, alguna noción de ella ha de tener.
¿Manipulación? Su formación, entonces, ha de ser consciente de que usa el
engaño crispante ante la falta de argumentos, y el votante debería actuar en
consecuencia. Lo único claro es que con tales actuaciones se promueve que en
futuras ediciones del DRAE, la primera acepción de la palabra sea insulto sin argumentos. Y el experto
lingüista se las verá y deseará para analizar qué tiene que ver la evolución de
la palabra con la de todo el idioma y la sociedad.
En definitiva, que la lengua,
incluida la propia, se contamina con la política y con los “cambios sociales”
que no son tales. Y que todo eso que oímos habitualmente de la evolución de la
lengua se debe muchas veces a intervenciones falaces políticamente interesadas
de las que, eso sí, los propios protagonistas no prevén el alcance que pueden
llegar a tener. Otro día podemos dar vueltas alrededor de los neologismos,
extranjerismos, las lenguas minoritarias, etc. Puede ser curioso.