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Ya hemos llegado. Este es “El Minao”
Mi hijo me miró con cara de sorpresa y de perplejidad, intentando, seguramente, encontrar la relación que podía haber entre la maraña de zarzas que se alzaba ante nuestros ojos y el paraje idílico que yo le había estado describiendo año tras año y que, finalmente le había impelido a acompañarme a descubrirlo. Y sin embargo, era cierto. “Aquello” era la causa por la que habíamos tenido que dar un "paseo" de kilómetros buscando una forma de atravesar la autovía y nos habíamos embarrado los zapatos y los pantalones hasta media pierna "siguiendo" un camino ahora inexistente entre las hileras de olivos. Uno de mis pasatiempos (y ejercicio) favoritos hace ya (¡ay!) muchos años era atravesar con rapidez la vaguada entre el colegio y la cueva, a media ladera del monte, donde se encontraba El Minao, el manantial de agua cristalina y purísima para tomar un trago que me reconfortaba para volver nuevamente corriendo y aprovechar el tiempo del recreo en tomar fuerzas y seguir soportando la rutina de algunas clases.
A veces, como en El Minao, dejamos desvanecerse los
caminos que nos guían, dejamos crecer las zarzas de espinos que ocultan nuestro
interior, pero éste sigue ahí, sólo esperando saber encontrarlo.
Y a veces, también, los caminos despejados y los olorosos jazmines de los arrayanes no nos dejan ver las aguas pútridas de las que debemos preservarnos.
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