jueves, 4 de septiembre de 2014

Leyendo entre líneas o "llore después de reir"

Empieza el nuevo curso. Y es lógico detenerse en todo lo que se cuece alrededor de lo que debería ser solo aprendizaje (y no solo teórico, técnico o científico de materias regladas) y educación de personas.
Vivimos en un país en el que es perceptible un cierto encono partidista (cuando no algo claramente sesgado por ideología de uno u otro signo) en todo lo que nos rodea, y así nos va, que cuando se presenta analizar, por ejemplo, el estado de la enseñanza y de la educación, simiente del futuro (y no es ningún tópico ni frase hecha) no tardan en asomar los fantasmas ideológicos, a cuya sombra es imposible que nadie pueda ver cuál es realmente la educación que buscamos y necesitamos, y así se crean engendros tales como esa cosa adoctrinadora que quiere hacerse llamar Ley y que, para mayor confusión, se apellida de "mejora de calidad de la enseñanza", que hace surgir inmediatamente alguna pregunta; ¿qué es para el redactor de esa cosa la enseñanza? ¿qué entiende por mejorarla?. Para colmo no se tiene ningún pudor en utilizar al alumnado como arma arrojadiza entre partidos a los que les interesa más ganar elecciones que procurar el acceso a una educación de calidad pensando, precisamente, en ese alumnado: "Debes aprender solo esto" "No quiero que te enseñen en ese idioma, aunque sea el que te transmitieron tus padres" "Has de enfocar tu idea de sociedad desde MI punto de vista" y majaderías aún mayores.
 La enseñanza es algo que durante demasiado tiempo se ha usado únicamente como herramienta de poder y se ha tomado a chanza el utilizarla correctamente o no, llegando incluso al punto de jalear bochornosas muestras de incultura, de las cuales las que siguen son un pequeño ejemplo (rigurosamente verídicas).
Nadaba en la ambulancia desde que le tocó la lotería, vivía como un majara.



Un buen día, marcado en rojo en el candelario, tuvo que ir a comprar un reloj de acero inexorable bajo una lluvia que parecía el danubio universal, azotado por garrafas de viento y, al cruzar la calle, ilso flauto, sufrió un cólico frenético a resultas de una ensalada mal enderezada que había tomado en el bufón libre del resturán. Cayó al suelo y quedó decúbito subido hasta que un médico que pasaba por allí lo oscultó. Le puso una inyección del tuétanos y, aprovechando el examen, le recetó contra la tos, arrastrada por una afección vocal, unas cláusulas de antibiónicos parecidas a aspirinas fluorescentes, y un delirio para los ojos.



Ingresado en el Hospital Cínico de la Avenida de los Reyes Caóticos, lo pusieron en un módulo compartido con uno al que habían instalado un pai-pai en la vena arteria porque había tenido un simposium al corazón tras una discusión con la que a punto estuvo de iniciar las hostialidades con un vecino manfrodita.



En el hospital comprobaron con una redundancia magnética que no le habían quedado espuelas del accidente y le permitieron volver sin más dilatación al chalet acosado en el que  vivía junto con su esposa, un desecho de virtudes que se había dejado la piel en el pellejo trabajando sin rascarse las vestiduras y en la que había encontrado la hormona de su zapato....

Y así. Pero poca broma. Es verdad que nadie puede pedir que todos/as seamos Cervantes ni Góngoras pero que se vea, con demasiada frecuencia, personajes (tomados incluso como modelo en muchos aspectos) con este "dominio" del idioma que nos representa a todos o de un nivel cultural que no llega ni al socorrido nivel del betún, debería hacer pensar a más de uno. Y no vale identificar esos lapsus, esas patadas al diccionario, con el nivel de la extracción social, ya que, sin ir más lejos, ya consta en las antologías literarias la existencia de la insigne escritora Sara Mago, creada de la nada por toda una ministra (¡de Educación!) del gobierno, casualmente cuando le concedieron el Nobel de Literatura a José Saramago.

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