Desde que se pudo comprobar que
esta crisis que nos azota - y que se ha descubierto que es mucho más poliédrica
de lo que cabía suponer a su inicio (económica, financiera, política, social,
de valores,…) - llegó para acompañarnos largo tiempo, es notable observar los
esfuerzos del gobierno (nos ceñiremos a nuestro país) en lanzar mensajes
periódicos y recurrentes a la ciudadanía en el sentido de que las medidas
gubernamentales están consiguiendo su objetivo que es, dicen, el devolver la
confianza al ciudadano mostrando que la situación está encarrilada de forma que
van desapareciendo los oscuros nubarrones que ocultan un futuro halagüeño. Para
esta labor de comunicación positiva parece claro que nuestros gobernantes se
agarran a un clavo ardiendo y, para demostrar que “la crisis toca a su fin” (en
un mismo sonsonete desde hace años) ofrecen la evolución positiva de diferentes
indicadores, ligados casi en su totalidad a la macroeconomía: baja de la prima
de riesgo, aumento de las exportaciones, evolución de la Bolsa, evolución del
PIB nacional, incremento de la renta media per cápita nacional, vuelta a los
beneficios en la banca, etc.
Curiosamente, es llamativo que en
esos mensajes de “final de la crisis” no aparecen nunca como solucionados los
datos sangrantes de las enquistadas cifras de paro, de la forzada salida de
talento joven al extranjero en busca de oportunidades, del mantenimiento de la
cifra de desahucios, de los recortes presupuestarios que afectan a servicios
básicos, de los efectos de las inmorales reformas laborales implantadas, del
crecimiento exponencial de la pobreza, del ensanchamiento de la brecha de la
desigualdad, etc., es decir, a juzgar por una simple lectura de estos mensajes
oficiales, todo indica que el gobierno identifica el final de la crisis con la
vuelta al bienestar de las clases pudientes y no tanto la del ciudadano
corriente.
Sin entrar en análisis
politológicos, y aplicando simplemente el sentido común, queda claro que si el objetivo del
gobierno fuera el bienestar ciudadano, el mensaje incluiría aspectos de
resultado positivo en la lucha contra los problemas del mismo en lugar de sacar
pecho con mejoras macroeconómicas que, a veces, incluso resultan perjudiciales
para el ciudadano.
Pero, al margen de la opinión
(discutible, por supuesto) relativa a la actuación del gobierno frente a los
problemas “del estado” o “del ciudadano”, quizá vale la pena reflexionar en
torno a la relación que pueda haber entre el crecimiento económico necesario
para salir de la crisis y la lucha contra las desigualdades sociales fruto o no
de la misma.
Clases de desigualdad
Desde que se hizo público que
esta crisis estaba incrementando paralelamente tanto el número de ricos como el
de personas que quedan por debajo del umbral de pobreza, se puso de manifiesto
que la diferencia entre ricos y pobres se agranda cada día y que en ello poco o
nada influyen las medidas que puedan tomarse en la lucha contra los efectos de
la crisis. Y, como la misma crisis, también las desigualdades tienen varias
caras y es conveniente identificar los orígenes de cada una de ellas antes de
llegar a conclusiones.
Un necesario apunte teórico previo:
-
si vemos la
desigualdad desde la teoría económica clásica, esbozada por David Ricardo[1] y
otros, la desigualdad es necesaria para el crecimiento económico ya que, según
esa teoría, las personas con altos ingresos ahorran más, lo que conduce a la
acumulación de capital y el crecimiento económico derivado.
-
Si la
vemos, por contra, desde la perspectiva neo-clásica, favorecida por John Stuart
Mill[2] y
otros, la desigualdad no es importante para entender el proceso de crecimiento
económico ya que “la distribución de la riqueza depende de las leyes y
costumbres de la sociedad y no de la economía”[3].
-
Si
aplicamos la visión ortodoxa de Simon Kuznets[4], la
desigualdad fluctúa de forma predecible según se desarrolla una sociedad y así,
sociedades extremadamente pobres tienen poca desigualdad debido a que casi toda
la población vive al nivel de subsistencia.
-
Las
sociedades en proceso de industrialización tienen, en teoría, más desigualdad
por dos razones: (1) los ingresos en la manufactura son más altos que en la
agricultura, y (2) la segmentación entre obreros industriales genera
diferencias salariales.
-
Por
último, las sociedades post-industriales reflejan menos desigualdad debido a
políticas redistributivas de rentas y mejor acceso a la educación.
En el estudio del concepto de desigualdad y su estrecha conexión con el
concepto de desarrollo son fundamentales los estudios de Amartya Sen[5] quien ya
en 1992 sostiene que el primer estudio para llegar a una exhaustiva comprensión
del proceso de desarrollo deba pasar por una reinterpretación del concepto de
desigualdad, de forma que para el economista hindú lo que determina la
desigualdad es, en síntesis extrema, la potencialidad de los ciudadanos de
poder tener iguales oportunidades de acceso al mercado, a la salud, a la
educación, entre otros. Se promueve así una idea de igualdad en las
posibilidades y en los derechos y no más, y no sólo, de los resultados. Es en
esta idea de igualdad que, para Sen, debería inspirarse el agente público en la
predisposición, estudio e implantación de las políticas de desarrollo. En
síntesis, la desigualdad social es la situación en que se
encuentran las personas con acceso desigual a los recursos, servicios y
posiciones que la sociedad valora.
Las causas de la desigualdad social son principalmente
económicas, culturales y sociales.
-
Económicas, originadas sobre todo por el paro y los bajos salarios
dando lugar con ello a grupos sociales pobres y ricos. En este marco, es obvio
que la política de aumento de impuestos
merma la capacidad de ahorro, la inversión productiva y el crecimiento
económico. Una reducción de la pobreza
ayuda al crecimiento económico de un país. El desarrollo beneficiaría el
consumo y aumentaría la recaudación de impuestos, con los que los gobiernos
podrían financiar más programas sociales.
-
Culturales, perceptibles en la desigualdad entre quien ha obtenido un buen
nivel de educación y quien no ha podido alcanzarlo. Una consecuencia visible de este factor es la sobreexplotación de quien
tiene escasa formación, que repercute en la capacidad de consumo y bienestar. La
corrupción, por cierto, favorece el incumplimiento de contratos y fomenta que
los más desfavorecidos vean violados los derechos que tanto ha costado
alcanzar.
-
Sociales, encarnadas por el ostracismo que sufren algunos grupos por parte
de otros más amplios o poderosos. Esto
ocurre con determinadas minorías étnicas, grupos de trabajadores inmigrantes, y
otros muchos grupos sociales. Esta situación fomenta la tensión social y la
inestabilidad política, que a su vez frena las inversiones extranjeras.
Naturalmente quedan fuera de esta
aproximación los desastres naturales y los conflictos armados que generan
ruptura social en las comunidades pobres ya que muchos se ven obligados a huir
de sus hogares y convertirse en refugiados.
Otra cosa es que en el enfoque
global a la problemática de la desigualdad, una política fiscal deficiente
influye en su mantenimiento, ya que al no percibir el ciudadano auténtica
justicia social y comprobar que los impuestos los paga realmente el segmento de
población menos favorecido aunque “controlado”, asume la existencia de la
economía sumergida como simple medio de subsistencia en el momento que hay
subidas de impuestos[6]. Los propios sindicatos denuncian que decenas
de personas sobreviven gracias a una economía sumergida que empieza a extenderse
por diversos sectores. Existen opiniones autorizadas acerca de que un cierto
grado de economía sumergida es necesario, porque sirve para
"engrasar" la economía oficial, generando así, en el fondo, mayores
tasas de crecimiento. Otro argumento a favor es que permite liberar tensiones
en los sectores más desfavorecidos de la sociedad, permitiéndoles obtener los
recursos económicos imprescindibles para subsistir. La crisis y su duración, con
toda seguridad, además de crear nuevos ámbitos de economía sumergida, la
aumenta en aquellos ya existentes. Es un problema que nos afecta a todos, que
desvirtúa cuantitativamente la realidad de las desigualdades y que precisa de
una reforma fiscal que dote al sistema de una mayor equidad, donde cada uno
pague de acuerdo a su situación económica.
Para acabar en la definición de
los factores de desigualdad, no puede dejar de citarse la evidencia de que la desigualdad
ha existido siempre y que la distribución de la riqueza obedece siempre
profundamente a razones políticas más que económicas, desde los desastres
provocados por las guerras y las políticas públicas que se aplican
recurrentemente tras cualquier conflicto armado a, una vez alcanzada la
estabilidad lejos de las beligerancias territoriales, a los cambios fiscales que
tienen mucho que ver con lo que los agentes sociales consideran justo o injusto
en cada momento, de la relación de fuerza entre estos agentes para promover o
no los cambios y de las opciones que puedan derivarse de todo ese conjunto de
cosas.
Desigualdad y crecimiento
Antes de seguir adelante,
conviene aclarar que nadie debe esperar soluciones milagrosas desde este blog
que permitan eliminar de un plumazo mediante su implementación las
desigualdades en el camino del crecimiento necesario (no necesariamente
vertical, nos apresuramos a decir) para superar la crisis, sino sólo un
conveniente repaso a la influencia o no de la desigualdad en el mismo, a la luz
de los avances habidos en el estudio de la problemática.
Aunque no hay realmente estudios
económicos específicos sobre la relación entre desigualdad social y crecimiento económico, muchos de los argumentos y de los
resultados obtenidos sobre la relación entre la desigualdad en los niveles de
renta y el crecimiento pueden aplicarse, por analogía, al análisis de la
desigualdad social. Y estos trabajos,
siguiendo un enfoque de tipo neoclásico, afirman que la desigualdad puede
favorecer el proceso de desarrollo. La idea de base es que el aumento del
ahorro agregado, reduciendo el costo del capital, aumenta el gasto por
inversión y, con ello, el crecimiento del volumen de producción. Es decir,
según esta teoría, la mayor propensión al ahorro de los más ricos es el
elemento que explica por qué una mayor desigualdad en los niveles de renta,
favorezca el crecimiento. Sin embargo, estos argumentos neoclásicos no han
encontrado un fuerte apoyo en la evidencia de la experiencia real, alimentando
así un debate, hasta hoy en curso, sobre la validez de esta concatenación
causal.
Un trabajo central para la
evolución del análisis económico del nexo entre desigualdad de las rentas y
nivel de desarrollo económico es ciertamente el análisis de Kuznets de 1955 que
tiene la ventaja de condicionar el nexo
entre desarrollo y desigualdad al estadio de desarrollo económico del país.
El razonamiento de Kuznets se
funda en que el crecimiento económico sea un proceso estrictamente unido a la
industrialización, de manera que la transferencia de fuerza de trabajo y
recursos del sector agrícola al industrial se presenta determinante en el
crecimiento económico. En la conversión del sistema productivo de agrícola a
industrial, la desigualdad de los salarios entre trabajadores agrícolas y
trabajadores de la industria actúa como incentivo a la movilidad para los
operadores del sector primario.
En la idea de Kuznets el
incentivo a la movilidad intersectorial opera a través del mercado del trabajo.
El exceso de demanda por parte del sector secundario, aumentando los salarios,
acentúa la desigualdad entre los ocupados de la industria y los trabajadores de
la agricultura. El diferencial salarial atrae a los trabajadores de los campos
hacia las ciudades hasta cuando el incremento de la oferta de trabajo no
satisfaga la demanda de las empresas industriales.
Superado el umbral del cambio, el
reequilibrio entre demanda y oferta de trabajo en el sector industrial anula el
diferencial salarial de los dos sectores conduciendo así a una reducción de la
desigualdad contextual al aumentar el PIB per cápita[7].
Puede entenderse el punto de
vista de Kuznets en un momento de evolución del modelo económico de primario a
secundario y de hecho, la idea de su curva
(que, recordemos, obedece a la hipótesis de que la desigualdad económica se
incrementa a lo largo del tiempo en tanto un país está en desarrollo y que tras
cierto tiempo crítico donde el promedio de ingresos se ha alcanzado, esta curva
comienza espontáneamente a decrecer) hizo las delicias de los economistas y
gobernantes neoliberales en su frenesí anti-regulatorio hasta desembocar en el
desastre encarnado por las políticas de Greenspan precursoras de la debacle
económica y la crisis. Sin embargo, el modelo es difícilmente aplicable en el
escenario actual, lejos de la dualidad agrario-no agrario, con los sectores industrial
y de servicios consolidados, a lo que se ha de añadir la evidencia de los
nuevos tiempos, que demuestran que en un mundo finito (en su espacio y
recursos) no puede hablarse de crecimiento infinito, como era habitual hace unas décadas.
Esta suma de factores ha producido
una paradoja fundamental a la hora de buscar soluciones al problema y es que,
por primera vez en la historia económica mundial, la tasa de crecimiento de la
economía queda por debajo de la tasa de crecimiento del capital, o lo que es lo
mismo, los inversores dueños del más alto porcentaje del capital mundial
encuentran mayor beneficio económico en operaciones especulativas que en
inversiones productivas, en una tendencia que se consolida en todo el mundo,
inmerso en la globalización y el libre movimiento de capitales, y que conduce a
un reforzamiento del proceso de acumulación y distribución de la riqueza en los
mismos agentes actuales y un incremento paulatino, por tanto, de la
desigualdad. Está claro que los poderes públicos podrían revertir los efectos
de esta lógica, por ejemplo, con la creación de un impuesto mundial y progresivo sobre el capital,
inviable hoy día por la imposible coordinación internacional, incluso en el
lejano supuesto de admitir su validez todos los gobiernos.
Volviendo a las teorías
económicas que relacionan desigualdad y crecimiento, un segundo enfoque fija su
atención en la influencia que la desigualdad pueda tener en las decisiones de
política económica de modo que una excesiva desigualdad induzca al agente
público a emprender políticas re-distributivas distorsionadas en la asignación
más idónea de los recursos, que producen ineficiencia y disminuyen el
crecimiento..
Un tercer grupo afirma que una
relación negativa entre desigualdad y crecimiento es coherente con la
industrialización, necesitando una demanda interna suficientemente elevada para
garantizar rendimientos crecientes de escala a las inversiones, y debe ser
acompañada por una distribución de rentas (salarios) más equitativa. En esta
lógica la desigualdad obstaculiza el crecimiento porque no consiente, con la
expansión de la producción, un aumento proporcional de la demanda interna de
bienes y servicios tal para incrementar la oferta.
Otros modelos relacionan
desigualdad y crecimiento a través el efecto que la primera tiene sobre la tasa
de fertilidad. Roberto Perotti[8]
estima que, al aumentar la desigualdad, las familias más pobres aumentan el
número de hijos, lo que comportaría una reducción “cualitativa” del capital
humano y, consecuentemente, una reducción del crecimiento.
Hemos dejado para el final la
teoría que se refiere a las consecuencias que la desigualdad tiene en términos
de cohesión social y estabilidad institucional. El ya citado Perotti sostiene
que el efecto negativo de la desigualdad sobre el crecimiento podría ser la
consecuencia que la desigualdad en la distribución de los recursos produce en
términos de (menor) estabilidad política. Dicho de otra forma, en términos
políticos, los países con altos niveles de desigualdad por lo general sufren
mayor inestabilidad política, lo que reduce los incentivos para invertir. En
estos países también existe una profunda desconfianza hacia las instituciones
gubernamentales ya que se perciben como subordinadas a los intereses de la
clase dominante (la sensación corroborada con hechos de que se gobierna para los mercados y no para el ciudadano).
¿Conclusiones?
La primera conclusión es la de
admitir que el concepto de crecimiento empieza a ser sensiblemente diferente
que en épocas recientes, por un lado por la evidencia de que, como hemos
apuntado, nuestro universo de actuación es finito, tanto desde el punto de
recursos naturales, territorio, etc., (en un marco en el que, paradójicamente,
la población de la tierra SÍ que está en expansión) lo que necesariamente
apunta que se ha de buscar formas de crecimiento también diferentes. Por otro
lado se confirma en toda su crudeza el crecimiento de las desigualdades
sociales fruto de las económicas, con un declarado crecimiento exponencial de las cifras de riqueza (en manos de un
porcentaje ínfimo de población) y una pobreza que se dispara igualmente en el
número y extensión territorial de afectados, todo lo cual se convierte en caldo
de cultivo de auténtico malestar social difícil de canalizar.
Por otra parte está demostrado
que al segmento de población rica le resulta más rentable (para aumentar su
riqueza) destinar su dinero a operaciones especulativas y no a financiar
proyectos productivos, ni siquiera en el campo de la investigación. De aquí la
proliferación de todos esos chiringuitos conocidos como “bancos de inversión” y
la permanente actualidad de esos territorios llamados paraísos fiscales,
refugios del capital que se niega, incluso, a pagar una mínima cantidad de
impuestos para evitar el ensanchamiento de esa obscena brecha de desigualdades.
Lo peor es que todo el ocurre con el beneplácito de los gobiernos, esclavos, en
su gran mayoría, de esa clase económicamente pudiente.
Pero parece quedar claro que,
para que el futuro sea pacífico y viable, deberá trabajarse seriamente en la
búsqueda de sistemas de reparto de la riqueza y de las renta, por lo que la lucha
contra la desigualdad es (debe ser) el caballo de batalla de los buenos
gobiernos que, como apuntó Churchill, piensen
en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones. Hay que
convenir, por ejemplo, con Amartya Sen[9]
en que el hambre no es consecuencia de la falta de alimentos, sino de
desigualdades en los mecanismos de distribución de los mismos. Pero,
contrariamente a la teoría de Kuznets, no existe ningún proceso natural o
espontáneo que permita evitar que las tendencias desestabilizadoras fruto de la
desigualdad no permanezcan de manera sostenida en el tiempo si no se lucha
realmente contra la desigualdad. Por ello, debe entenderse que los gobiernos,
conocedores de las causas que provocan los desequilibrios sociales, han de
priorizar sus esfuerzos a erradicarlas en lo posible con políticas de futuro.
Dice Piketty[10]
que “la principal fuerza de convergencia (disminución
de la desigualdad) es el proceso de
difusión del conocimiento y de inversión en cualificación y formación…. El
proceso de difusión de los conocimientos y las competencias es el mecanismo
central que permite el crecimiento general de la productividad y, al mismo
tiempo, la reducción de las desigualdades, tanto dentro de un país como en el
ámbito internacional, como lo ilustra el estrechamiento de las distancias
actuales entre los países ricos y buena parte de países pobres o emergentes,
empezando por China… Alcanzando los niveles de cualificación de los países
ricos, los países menos desarrollados se recuperan de su atraso y consiguen elevar sus niveles de renta. Este
proceso puede verse favorecido por una apertura comercial, pero fundamentalmente
se trata de un proceso dirigido a difundir y compartir el conocimiento – un
bien público por excelencia – y no de un mecanismo de mercado”
Sorprende, a la vista de esta
teoría (que no es nueva, como se cita en el detalle de las clases de desigualdad
de esta misma entrada, aunque sea ahora cuando se ha popularizado a través de
la divulgación de la obra de Piketty), sin mencionar la errática política
económica, la desastrosa política laboral que está aumentando a ojos vista la
brecha en la renta per cápita nacional de los diferentes segmentos de población
o la inexistente política fiscal basada en la equidad, la alegría y el
desenfado con que se recortan los presupuestos asignados a la educación y se
legisla para restringir el acceso a la formación, sabiendo que con ello se
ahonda en la brecha de la desigualdad actual y futura, lo que permite una doble
reflexión final.
-
El gobierno que ordena esos recortes en
educación desconoce el alcance futuro de sus acciones, denunciadas, por cierto,
por todos los agentes sociales; si esto ocurre, el gobierno demuestra su
incapacidad y debería asumirlo y dimitir. Y no es demagogia.
-
Peor es que SÏ sepa las consecuencias de estas
decisiones, lo que lleva a pensar que actúa con el propósito de, cuando menos,
mantener la desigualdad, es decir, perpetuar el esquema de porcentajes
ricos-pobres actual. En ese supuesto, urge que abandonen el poder. Y tampoco es
demagogia.
[1]
David Ricardo, economista inglés (1772-1823) de origen judío sefardí-portugués,
de la corriente de pensamiento clásico económico, y uno de los más influyentes
junto a Adam Smith y Thomas Malthus.
[2]
John Stuart Mill, (1808-1873) filósofo, político y economista inglés representante
de la escuela económica clásica y teórico del utilitarismo
[3] Apunte
evidente, ya en el siglo XVII, de la naturaleza política y no económica de la
distribución de la riqueza
[4]
Simon Kuznets (1901-1985), economista ruso-norteamericano, Premio Nobel de
Economía en 1971, lanzó la hipótesis que relaciona el crecimiento económico y
la distribución de los ingresos, según la que el crecimiento basta para reducir
la desigualdad, aunque ésta también se asocia a los comienzos del crecimiento,
cuando existe la necesidad de realizar grandes inversiones en infraestructura y
en capital. Luego la generación de empleo y el aumento de la productividad
conducirían a salarios más elevados y a una mejor distribución del ingreso. La
representación gráfica de la teoría, en forma de “U” invertida. Se conoce como curva de Kuznets.
[5] Amartya Kumar Sen es un filósofo y economista indio,
nacido en 1933 y galardonado con el Premio Nobel de Economía en 1998 por sus
trabajos sobre el desarrollo humano, la economía del bienestar y los mecanismos
de la pobreza
[6]
El economista americano Arthur Laffer divulgó, y aplicó en el mandato de Ronald
Reagan, la conocida como “curva de Laffer”, que muestra que el incremento de
los tipos impositivos no siempre conlleva un aumento de la recaudación fiscal.
La característica más importante de esta curva reside en que indica que cuando
el tipo impositivo es suficientemente alto , si se sube aún más, los ingresos
recaudados pueden terminar disminuyendo ya que disuaden de trabajar a muchos
ciudadanos, mientras que una reducción de los tipos impositivos da a los
individuos incentivos suficientes para trabajar, lo que provoca la mejora del
bienestar económico y quizás incluso de los ingresos fiscales
[7].
Es notorio que aunque Kuznets había trabajado en la relación entre crecimiento
económico y distribución del ingreso, fue siempre muy crítico con la pretensión
de medir el bienestar exclusivamente sobre la base del ingreso per cápita. En un discurso ante el Congreso
en 1934 advertía que “es muy difícil deducir el bienestar de una nación a
partir de su renta nacional (per cápita)”
Sin embargo vio que sus
advertencias eran ignoradas y que tanto economistas como políticos equiparaban prosperidad
con crecimiento del PIB per cápita, por lo que en una nueva comparecencia ante el congreso en
1962 amplió sus críticas cuando declaró que “hay que tener en cuenta las
diferencias entre cantidad y calidad del crecimiento, entre sus costes y sus
beneficios y entre el plazo corto y el largo. [...] Los objetivos de
"más" crecimiento deberían especificar de qué y para qué”.
[8]
Roberto Perotti (Milán, 1961) es un economista italiano, profesor de Economía
en la Universidad Bocconi de Milán y consultor para diversas organizaciones
internacionales, como el Banco Interamericano de Desarrollo, el Banco Central
Europeo, el Banco de Italia y el Banco Mundial
[9]
Amartya Sen - Pobreza y hambruna: Un ensayo sobre el derecho y la privación
(Poverty and Famines: An Essay on Entitlements and Deprivation), 1981,
[10]
Thomas Piketty es un economista
francés especialista en el estudio de la desigualdad económica y la distribución de la renta, director
de estudios en la École des Hautes Études en Sciencies Sociales (EHESS) y autor
del libro Le Capital du XXI siécle (El
Capital en el siglo XXI) en el que expone cómo se produce la concentración
de la riqueza y su distribución durante los últimos 250 años.
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