Suele decirse que la formación
bien asumida y aplicada al cumplimiento de la responsabilidad asignada contribuye
poderosamente al desarrollo de la persona, y es esa una idea generalmente admitida
a pesar de que subsiste el eterno dilema de si ese desarrollo es DE LA PERSONA
o es únicamente aplicable a su perfil profesional.
Seguramente el dilema nace de la
confusión a la hora de entender y definir la línea que delimita (y aglutina a
la vez) educación –de la persona- y formación –del profesional que se entiende
que YA ES persona con educación-.
Para entender la diferencia
meramente teórica, acudamos al Diccionario de la Real Academia de la Lengua,
que nos dice que educación es, en su
segunda acepción la acción y efecto de
desarrollar o perfeccionar las facultades intelectuales y morales del
niño o del joven por medio de preceptos, ejercicios, ejemplos, etc.
mientras que formación es, en su
novena acepción[1], la acción y efecto de adquirir más o menos
desarrollo, aptitud o habilidad en lo físico o en lo moral. (los
subrayados son nuestros) De aquí se deduce que la formación permite mayor
desarrollo de algo que ya debe existir, pese a la perplejidad que provoca ese
“o menos” de la definición de “formación”. Otra cosa es la condición humana de
quien recibe la formación, ya que de eso, aunque no se cite así de taxativo,
depende en gran manera la aplicación correcta y justa de la formación, demostrativa de que realmente contribuye
al crecimiento personal.
Recordemos en este punto los estadios
básicos de la evolución deseable de la formación en la persona:
1.- No sé que no sé
2.- Sé que no sé
3.- Sé que sé
4.- No sé que sé
Expliquemos este aparente
galimatías con un ejemplo. Un niño, al que el mundo del motor le es ajeno, no
es consciente de que no sabe conducir (estadio 1), hasta que un día, por las
razones que sean, descubre que no sabe, y le gustaría saber (estadio 2).
Adquiere los conocimientos necesarios, supera las pruebas, hace la tentativa de
conducir y se da cuenta de que, efectivamente, sabe (estadio 3); el paso del
tiempo y la experiencia le hará asumir con normalidad el dominio de la técnica
de la conducción hasta llegar al punto en que conducir será algo instintivo y
reflejo, es decir, actuará sin cuestionar ni parar mientes en si sabe o no hacerlo
(estadio 4).
Es interesante observar, incluso
en el ejemplo, que las actuaciones sensatas están supeditadas a la
identificación del nivel en que nos encontramos, lo que es de aplicación en la
esfera particular y en la empresarial; fijémonos que, en particular, si se
asume que se está en el estadio 2, ningún profesional (ni ninguna persona en su
ámbito privado) tomará ninguna decisión hasta lograr pasar, cuando menos, al
estadio siguiente. De la misma forma se ve con normalidad que un superior no
exija esas decisiones a un subordinado del que sabe que está en el estadio 2,
en la lógica suposición de que ese superior jerárquico está en el estadio 3 (no
se entendería que no lo estuviera). Otra cosa es, no confundamos, la necesidad
cotidiana de tomar decisiones sin tener TODA la información.
Sin embargo resulta curioso
comprobar que la gestión política (en este país) se desmarca visiblemente de
esta lógica y hay superiores jerárquicos que “colocan a sus peones” en puestos
de responsabilidad sabiendo (sé que sé)
que no tienen conocimientos ni capacidad para ello, y, lo que es sintomático,
estos ir-responsables lo aceptan sabiendo esta circunstancia (sé que no sé), asumiendo, por tanto, la
probabilidad de que un porcentaje elevado de las decisiones que tomen estará
influenciado, si no guiado directamente, por la ignorancia.
Es como si por ejemplo (conjeturemos
algo que sería impensable que sucediera), en un país imaginario se nombrara
para dirigir algo tan sensible como el sistema sanitario a alguien titulado en
ciencias políticas, sin ninguna experiencia en Sanidad, y con el solo mérito de
fidelidad al partido del gobierno. Si ese ir-responsable admitiera el cargo
sabiendo que su estadio es el “Sé que no sé”, el nivel de incompetencia, tanto de
quien lo nombra como de quien admite el nombramiento, es clamoroso, y cabe la
posibilidad fundada de que las decisiones tomadas fueran no solo erróneas sino
nocivas. Hace daño pensar que, si esto pudiera suceder en la realidad, no sería
de extrañar (por mera condición humana) que estos incompetentes se afanaran en
buscar culpables imaginarios de sus desaguisados que los libraran a ellos de
responsabilidades. Si ese país fuera una democracia, la dimisión de ambos, en
base a esas decisiones disparatadas, sería incuestionable, así como la asunción
política y jurídica de responsabilidades. Pero ya digo que esto sólo es a modo
de ejemplo ilustrativo, con la convicción de que en un país moderno y democrático
es impensable que pasara.
La precisión de Quino |
Lo que debe hacer pensar es que,
en ejemplos como éste, trasluce el tema de fondo de que la condición humana
condiciona la aplicación de la formación (incluso puede aventurarse que también
la educación) recibida. No es razonable (por mucho que duela pensarlo) que
nadie tome una decisión injusta si posee sentido de la justicia, ni una
decisión nociva si tiene sentido de la ética. Y no vale confundir mezclando los
conceptos de Ley y Justicia para justificarse ya que la primera obligación de un gobernante
es asegurarse de que las leyes sean justas y cambiarlas inmediatamente si no lo
son.
En definitiva, la formación puede
contribuir al desarrollo de la persona, siempre y cuando el sustrato personal
previo lo permita.
[1] No es
que sea menos importante, sino que es la que corresponde al verbo “formar” en
su aplicación a lo profesional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario