Tuve hace años un colega, llamémosle
Xavier, magnífico profesional y profundo conocedor de los vericuetos que, en
finanzas, permiten la mejora exponencial del servicio al cliente a través de
ganar su confianza personal con hechos y no con promesas. Para los no avisados,
estoy hablando de la época “romántica” de la banca (que la hubo), en la que se
daba por hecho de que la relación financiera no podía ser sino la continuación
de la relación personal y que ésta se basaba en la confianza y el conocimiento mutuos,
de forma qua se valoraba sobremanera, no la apertura de cuenta “de prueba” (que
también, naturalmente) sino la creación de un clima de “complicidad” con el
cliente tal que le llevara a confiarte sus problemas financieros, aun cuando
supiera que tu entidad no le podía ofrecer la solución óptima para ellos. Era
la banca “relacional”, de crecimiento siempre más pausado pero a la larga más sólido,
eficaz y gratificante que en esa cosa que hoy también se llama banca.
Corramos un púdico velo, por cierto, sobre las obscenas e inmorales
directivas, u órdenes directas que recibieron muchos profesionales (?) de usar
esa confianza para engañar a sus clientes en beneficio de las entidades… y de
que muchos de estos profesionales (?), sabiéndolo, se prestaran alegremente a
ello. Otros ni lo sabían, pero eso es otra cuestión, que se sale de este
comentario. Son temas que aún colean y que han dejado una marca indeleble
acerca de la moralidad de quien lo practicó, de quien lo permitió y de quien no
exige responsabilidades.
Pero volvamos con Xavier. Resulta
que, a través de personas interpuestas, consiguió que el presidente de un grupo
de empresas punteras en su sector, saneadas, solventes y con un previsible
largo futuro provechoso, le diera una cita en su despacho. Su objetivo en
aquella primera toma de contacto no era (¡ya le hubiera gustado!) abrir cuenta,
sino crear un clima tal que provocara una “espontánea” siguiente entrevista de
continuación, y así sucesivamente conocerse mutuamente e ir ganando esa
confianza entre personas con el fin de plasmarla, a la larga, en fructífera
relación comercial. Pero “¿cómo captar el
interés de alguien sin conocer sus gustos, aficiones, prioridades,…?”, se
iba preguntando Xavier.
Al llegar a las oficinas, una
amable secretaria lo acompañó a la sala donde lo recibiría el personaje en
cuestión, informándole de paso que no sería en el despacho del Sr. X, sino en uno
adyacente, ya que el suyo propio estaba en pleno proceso de unas obras de remodelación.
Al entrar en la sala de la entrevista se encontró con una decoración dominada
por la afición al equipo de fútbol A: copias de copas conseguidas, fotos
dedicadas, gadgets por doquier,… ”¡Asunto
resuelto!”, pensó Xavier, y se lanzó, casi sin saludar, a una serie de
alabanzas al equipo en cuestión, su historial, sus jugadores, la excelente
campaña que estaba realizando…. “y me di
cuenta que el Sr. X. empezaba a ponerse blanco para enrojecer después de ira y
despedirme amablemente pero con total sequedad de forma inmediata sin poder
hablar ni una sola palabra de ningún tema” El pobre Xavier no entendía nada
hasta que supo que el susodicho señor formaba parte de la directiva del otro
equipo de la ciudad, el B, y que era conocido su odio profundo y casi visceral
al equipo A. Lo que pasa es que su hijo, también directivo del grupo de
empresas, había instalado, para “reivindicarse” ante el padre, su despacho,
adyacente al de presidencia, como un santuario de todo lo que molestaba al
progenitor.
Mi amigo Xavier perdió para
siempre una oportunidad de relación personal/profesional, pero aprendió a la
primera que nunca hay que fiarse de apariencias ni signos externos en las
relaciones humanas hasta que se sepa con certeza que esos signos se
corresponden realmente con la persona.
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