EL CUENTO DE LA
LECHERA
Poco
podía imaginarse Esopo, uno de los más conocidos fabulistas de la antigua
Grecia, que su obra tendría tantas adaptaciones y enfoques diferentes a lo
largo del tiempo. Y eso no tiene por qué ser malo: es síntoma de que sus
fábulas pueden adaptarse a la realidad de cada momento. Es diferente de los
cuentos de Perrault o de los hermanos Grimm, que aparte del cambio de
envoltorio estético o temporal, poco puede cambiarse porque ya llevan la moraleja
inducida.
En
una muestra más de que, no sólo las parábolas o las metáforas, sino también las
normas que inspiran algunas de esas parábolas, son cambiantes, comparemos, os
invito a comparar dos “versiones” de un mismo cuento, con conclusiones
radicalmente diferentes. Ambas narraciones propuestas se basan en el
archiconocido cuento de la lechera; la primera es la que nos ofrece el escritor
Víctor González
y que dice así:
La lechera
iba camino del mercado, con el consabido cántaro de leche en precario equilibrio
sobre su cabeza. Este principio es bien conocido.
Mientras
caminaba iba soñando y hablando en voz alta, haciendo planes para el futuro:
-Con el
dinero de la venta de la leche compraré una segunda vaca, así tendré más leche
para vender y ganaré más dinero. De ese modo podré comprar una tercera vaca, y
después una cuarta y una quinta... y así sucesivamente hasta hacerme rica. Un
día, en lugar de una vaca, me compraré una villa en Niza y me retiraré a
descansar y disfrutar de mi dinero.
En
principio, nada que objetar. Visto así no parecía un mal plan. Sin embargo, la
lechera, abstraída en sus pensamientos, tropezó con un tejón que cruzaba por
allí y casi se le cae el cántaro al suelo. Por suerte eso no ocurrió, pero a
partir de ese momento dejó de darle a la cabeza y fue mucho más atenta al
camino.
Llegados a
este punto del cuento conviene señalar que la lechera era una mujer muy fuerte,
su vaca era buenísima y el cántaro contenía cien mil litros de leche. Una
lechera normal no podría con tanto peso.
En cuanto
estuvo instalada en el mercado empezó a vender leche. Aunque no tenía
conocimientos de marketing ni sabía nada de fluctuaciones del mercado,
oferta, demanda y todo eso, tuvo la rara ocurrencia de ponerle a la leche un
precio exageradamente alto: cien euros por litro.
Sus
colegas lecheras comentaban:
-Esmeralda
está loca. ¿Quién va a pagar esa barbaridad por un litro de leche? Nadie.
Pero ella
no hizo caso y se limitó a esperar confiadamente. Cuando la gente llegaba a su
puesto y veía el precio de la leche se decía:
-Esta
leche tiene que ser extraordinaria. De otro modo no podría valer tanto.
Y todos
compraban al menos un cuartillo, aunque solo fuera para probarla.
Se corrió
la voz. Algunos millonarios caprichosos le compraron varios cientos de litros y,
a media mañana, un afamado fabricante de quesos se llevó toda la que le
quedaba.
Esmeralda
se puso a hacer cuentas. Había vendido los cien mil litros, a cien euros por
litro, total diez millones de euros. No estaba nada mal para una sola mañana.
Con aquel
dinero montó una gigantesca instalación agropecuaria de última generación, con
ordeñadoras automáticas y todo. Incluso tenía su propio lacteoducto con el que
enviaba la leche directamente a los supermercados de todo el mundo.
Al final
no se compró la villa de Niza, sino en Saint Tropez que le pareció más chic. Y
allí vivió feliz hasta el final de sus días.
La segunda propuesta es una adaptación algo más antigua, del siglo XIII,
y se la debemos al Infante Don Juan Manuel, que la incluyó en el “Libro del conde
Lucanor” (cuento VII) y dice así:
Lo que sucedió a una mujer que se llamaba doña Truhana
Otra vez
estaba hablando el Conde Lucanor con Patronio de esta manera:
- Patronio,
un hombre me ha propuesto una cosa y también me ha dicho la forma de conseguirla.
Os aseguro que tiene tantas ventajas que, si con la ayuda de Dios pudiera salir
bien, me sería de gran utilidad y provecho, pues los beneficios se ligan unos
con otros, de tal forma que al final serán muy grandes.
Y entonces
le contó a Patronio cuanto él sabía. Al oírlo Patronio, contestó al conde:
- Señor
Conde Lucanor, siempre oí decir que el prudente se atiene a las realidades y
desdeña las fantasías, pues muchas veces a quienes viven de ellas les suele
ocurrir lo que a doña Truhana.
El conde
le preguntó lo que le había pasado a esta.
- Señor
conde -dijo Patronio-, había una mujer que se llamaba doña Truhana, que era más
pobre que rica, la cual, yendo un día al mercado, llevaba una olla de miel en
la cabeza. Mientras iba por el camino, empezó a pensar que vendería la miel y
que, con lo que le diesen, compraría una partida de huevos, de los cuales
nacerían gallinas, y que luego, con el dinero que le diesen por las gallinas,
compraría ovejas, y así fue comprando y vendiendo, siempre con ganancias, hasta
que se vio más rica que ninguna de sus vecinas. Luego pensó que, siendo tan
rica, podría casar bien a sus hijos e hijas, y que iría acompañada por la calle
de yernos y nueras y, pensó también que todos comentarían su buena suerte pues
había llegado a tener tantos bienes aunque había nacido muy pobre. Así,
pensando en esto, comenzó a reír con mucha alegría por su buena suerte y,
riendo, riendo, se dio una palmada en la frente, la olla cayó al suelo y se
rompió en mil pedazos. Doña Truhana, cuando vio la olla rota y la miel
esparcida por el suelo, empezó a llorar y a lamentarse muy amargamente
porque había perdido todas las riquezas que esperaba obtener de la olla si no
se hubiera roto. Así, porque puso toda su confianza en fantasías, no pudo hacer
nada de lo que esperaba y deseaba tanto. Vos, señor conde, si queréis que lo
que os dicen y lo que pensáis sean realidad algún día, procurad siempre que se
trate de cosas razonables y no fantasías o imaginaciones dudosas y vanas. Y
cuando quisiereis iniciar algún negocio, no arriesguéis algo muy vuestro, cuya
pérdida os pueda ocasionar dolor, por conseguir un provecho basado tan sólo en
la imaginación.
Al conde
le agradó mucho esto que le contó Patronio, actuó de acuerdo con la historia y,
así, le fue muy bien.
Y como a
don Juan le gustó este cuento, lo hizo escribir en este libro y compuso estos
versos:
En realidades ciertas os podéis
confiar, mas de las fantasías os debéis alejar
Como veis, llama la atención que, con un
mismo inicio, el resultado es radicalmente diferente, fundamentado todo en el
tener en cuenta o no los cambios en la realidad. Viene esto a cuento observando
lo que debería de ser, lo que ha sido y lo que es actualmente la actividad
comercial en el ámbito de las entidades financieras, en un momento en el que
olvidar los efectos de la continuada crisis (unida a “historias” particulares)
se revela suicida para las entidades y demoledor para sus empleados,
protagonistas de esa actividad.
¿Qué
vende una entidad financiera?
Aún hoy pueden verse empresas de formación que ofrecen en su catálogo de
acciones destinadas a empleados de entidades financieras “cursos de técnicas de
venta” en cuya oferta suelen incluir un importante número de palabrejas
rimbombantes (y vacías) de pretendida pertenencia al máximo nivel del argot
profesional bancario; lo relevante, sin embargo, no es que existan esos cursos
sino que haya responsables de formación en entidades financieras que los
adquieran.
¿Técnicas de venta? Para vender ¿qué? ¿Productos? ¿Servicios? ¿A
quién?
Para no equivocarnos, tomemos un ejemplo. Imaginemos que un agente
comercial de una empresa de equipamientos del hogar quiere venderme una taza
decorada para el café; por supuesto, yo puedo evaluar el color, el tamaño, el
peso, el material de que está hecha, su fragilidad, su manejabilidad, y todos
cuantos aspectos requiera del producto, de forma que el papel del vendedor, al
que se le supone una cortesía y respeto adecuados, naturalmente, no tiene mayor
importancia. Igual ocurre con una lavadora, un coche o una casa, pongamos por
caso.
Pero, ¿qué pasa si el agente comercial de turno, en este caso
representando a una entidad financiera, quiere “colocarme”
un plan de pensiones? No se trata ya de
que lo que me ofrece sea una opción de futuro que, a lo largo del tiempo, pueda
estar sujeto a variaciones legales, de mercado y otras difícilmente evaluables
hoy, sino algo mucho más profundo. Todos los productos y servicios que ofrecen
las entidades financieras están supeditados a que la Autoridad de Supervisión
(el Banco de España) los autorice y, además, deben ceñirse al marco legal, lo
que significa que las ofertas del banco A, necesariamente, se parecen casi como
una gota de agua a otra a las del banco B, con excepción de su nombre comercial
y el hecho de que estén agrupadas en paquetes que integren determinado producto
y determinado servicio. ¿En qué se fundamenta, pues, que yo me decante por A y
no por B, siendo en el fondo, como es, el mismo producto intangible el que se
pretende “vender”? Se llega a la conclusión de que, en igualdad de condiciones,
lo que hace inclinar la balanza a un lado u otro no es el producto sino lo
intangible que lo rodea: quién lo ofrece, cómo lo hace y a quién representa.
Llegados a este punto, las preguntas que nos hacíamos unas líneas más
arriba obtienen su respuesta irrefutable: una entidad financiera vende, sobre todo, credibilidad y
confianza. El mejor producto ofrecido por quien no inspira confianza nunca
se adquirirá, y hay que recalcar que ese quien se refiere, tanto a la
persona del gestor comercial como la entidad que representa.
El problema (uno de ellos) que ha tenido la banca en los últimos tiempos
es que parece haber olvidado los
principios en los que se basa su propio negocio y se ha abocado a una insensata
carrera por ganar tamaño de la forma que sea, aún a costa de vulnerar la
confianza básica de sus clientes y, sobre todo, de los que aún no lo son. No es
retórica: un cliente puede sentirse frustrado de la actuación de SU banco y,
por las razones que sean, seguir manteniendo la relación, pero si comenta su
frustración en una simple charla de café, es difícil que sus contertulios
admitan iniciar relación con la entidad en entredicho. No hay que olvidar que
la confianza cuesta ganarla, pero se puede perder en un instante y que muy mal
ha hecho la banca en pretender querer imponer el tempus de sus previsiones de
crecimiento sin tener en cuenta las necesidades y expectativas de los clientes
y del mercado (no clientes) en general.
¿Qué debe
exigirse a un gestor comercial de una entidad financiera y qué debería exigirse
a la organización que representa?
Basta volver a revisar los catálogos de empresas de formación citados anteriormente
y vigentes aún hoy (algunos de ellos de autores considerados no hace mucho casi
como gurús del tema y transformados ahora en comparsas de una realidad
cambiante que, no solo no han sabido prever, sino que no entienden y, por
consiguiente, les sobrepasa en sus reacciones)
para advertir que, en la reciente antigua
escuela de formación comercial, se cargaban las tintas para el logro de la eficacia
en el perfil del gestor, ponderándose que sus valores estuviera alineados con
los de la organización, que acreditara un “talento innato” para la labor
comercial (?), que desarrollara una fuerte capacidad de motivación, etc.
Prescindiendo, a veces, incluso de que tuviera un conocimiento profundo y
exacto del producto que debía ofrecer,
extremo éste que ha llevado a barbaridades tales como “colocar” (se demuestra
lo perverso del vocablo) productos complejos como las hoy famosas
participaciones preferentes ignorando el gestor sus características
particulares.
En contraposición, y como complemento a esta escuela, coexiste otra que
mantiene que, además del perfil de
servicio del gestor, de su motivación, de los inexcusables valores éticos y
morales, debe acompañarse de conocimiento exacto del producto o servicio que
ofrece, en su caso de las características económico/financiero/fiscal/legales,
del perfil de cliente al que se dirige (del cual forma parte, no se olvide, sus
necesidades), y… de la entidad a la que representa. Ya deben archivarse en el
pasado las acciones comerciales en las que (con suerte) se comunicaba al gestor
sólo un argumentarlo comercial para ofrecer el producto de forma masiva,
prescindiendo de si el perfil del cliente al que se le ofrecía era el adecuado.
Como se observa, se ha apuntado ya que el gestor debe de acreditar en sus
habilidades un conocimiento
suficiente de la entidad a la que representa, y eso no ya por la evidencia de
que los valores éticos deben estar alineados, sino porque, en esta labor de
ganar limpiamente la confianza del cliente, el primer y más importante escalón
lo representa el gestor, su profesionalidad y valores, que facilitan la
relación; es decir, lo que está en juego es su propia imagen. En ese sentido es
directamente inmoral hacer recaer en el gestor el peso de la eficacia de su
labor si no tiene el debido respaldo y acompañamiento de su entidad. Debe
evaluarse, entonces, además de lo que se exige al gestor, lo que debe exigirse
a la entidad a la que representa.
Si se da por bueno que la banca vende credibilidad y confianza (aunque,
como es obvio, el resultado final de esa combinación ante el cliente es la
firma de un contrato, es decir, la venta de
un producto o servicio), no basta con que estos aspectos pueda ofrecerlos el
mejor gestor si la entidad a la que representa no los ofrece.
Un ejemplo de estos días. Alguna de las entidades españolas intervenidas
por la insolvencia de sus cuentas, inmersas en episodios oscuros de sus
gestores actuales o anteriores, atrapadas en la espiral aún irresuelta de
reclamaciones fundamentadas de engaño por parte de un número elevado de
clientes, … parecen ajenas al devenir de los acontecimientos y siguen
presionando a sus empleados (que se juegan su prestigio personal, no lo
olvidemos) manteniendo campañas de “colocación” (volvemos al vocablo) sin caer
en la cuenta, aparentemente, de que lo que está en entredicho es el nombre de
la entidad y que, en tanto no se recupere la confianza y la credibilidad en
la entidad, los esfuerzos de los gestores son baldíos. Prescindiendo,
incluso, de que las posibles campañas estén o no bien diseñadas, enfocadas y
desarrolladas. No está de más traer a colación la opinión de expertos en
Management relacional cuando afirman que “las
organizaciones que intentan ir de la mano con sus clientes y entender sus preocupaciones…
generalmente establecen las relaciones más duraderas a largo plazo y tienen más
valorada la reputación”.
Habrá que preguntar a la banca, entonces, si busca una relación duradera basada
en la confianza mutua o prefiere la venta
de un producto de una campaña. Curiosamente la respuesta la da la misma banca:
en el terreno resbaladizo y oscuro de la prevención del blanqueo de capitales,
cuando argumenta ante el cliente las razones en conseguir la información
requerida en cumplimiento de la exigencia debida de conocimiento, el principal
motivo expuesto es que la firma de un contrato entre ambas partes, establecido
sobre la previsión de una relación duradera, puede obligar a la entidad a
contrapartidas derivadas del perfil y la operativa del cliente. Cierto, pero
surge, entonces la pregunta: ¿por qué no se aplica también esta norma en la
actividad comercial distinguiendo, de entrada qué cliente se busca y, dentro de
ellos, a cuál se dirige y a cuál no de terminada campaña?
Lo que resulta llamativo es que esta evidencia de la importancia del
prestigio y valores de le empresa en sus acciones comerciales, que parece
novedosa, ya era motivo de atención años antes de la irrupción de la crisis. En
el Foro de Davos de 2004, casi una cuarta parte de los altos directivos
presentes consideraron que el principal factor a tener en cuenta al diseñar la
estrategia de una empresa es la reputación, junto con la calidad de los
productos y servicios, confirmando que la reputación (intangible encarnado por
la percepción que se tiene de una organización, tanto interna como
externamente) incide directamente en la imagen (formada por lo que se dice y lo
que se hace) de marca (representada por sus productos y servicios frente a los
de la competencia) de la empresa.
Y aún así, volviendo al principio, hay empresas de formación (?) y gurús
de la misma (??) que siguen considerando al cliente como un ente amorfo, sin
expectativas, criterio ni necesidades más allá de las financieras que se le
suponen o que se le crean (???) para
cuya satisfacción le es indiferente que la relación sea con una u otra entidad,
que sólo debe clasificarse en función de una supuesta potencialidad de cifras y
pretendidos volúmenes de negocio en lugar de identificarlo dentro del camino a
recorrer para ganar su confianza. La rentabilidad económica de la relación, si
es que se produce la consolidación del largo recorrido del trato, será siempre
un añadido y nunca LA prioridad. Así lo han entendido las entidades que no han
sucumbido a la fiebre de crecer por crecer y se han mantenido en un escenario
de crecimiento con sus clientes, más
pausado, pero, sin duda, más seguro y, desde luego, mucho más gratificante.
Conclusiones
apresuradas
Es difícil admitir que la actual banca, con una dilatada historia a su
espalda, pueda haber olvidado también, como ha pasado con el estudio de los
riesgos que asume, unos principios inalterables que rigen las relaciones entre
un cliente y SU banco. Queda excluida de esta reflexión la llamada banca de
negocios que de banca, como no nos cansaremos de repetir, sólo tiene el nombre.
Asimilando la idea de banco a la de intermediario financiero dirigido por
personas y enfocado a personas (sí, precisamente como dicen los slogans de
multitud de entidades), cuesta creer que desviaran su rumbo hasta llegar a la
situación actual. Aún peor: a una situación irreal en el caso de entidades
intervenidas, ajenas a la evolución del mercado financiero de las personas y
responsable, ocasionalmente, de las consecuencias negativas de la ignorancia de
esa evolución.
Es posible que, como en la primera versión del cuento que leíamos al
inicio, la lechera se compre el apartamento de Saint Tropez, si se dan la conjunción
de exageraciones que propone el autor, pero es mucho más probable que debamos
atender a las enseñanzas del conde Lucanor y atendernos a realidades: conocer
la esencia de nuestro negocio, interesarnos por las preocupaciones de nuestros
clientes, saber hacia dónde y con quién queremos crecer y tener el sentido
común y la paciencia suficiente de llevarlo todo a la práctica. Querer imponer
el tempus de nuestros deseos, si éstos no coinciden con la realidad, se oponen
a los de nuestros clientes o vulneran las normas, puede salir bien una vez,
pero al final es preludio de consecuencias nefastas.