Nos han tocado vivir (nadie lo duda) tiempos difíciles,
tiempos en los que más allá del “amanece, que no es poco” con que saludamos
cada nuevo día, basta echar un vistazo alrededor (y no digamos si llegamos a leer/escuchar/ver
los medios de comunicación) para que nos domine una sensación desasosegante,
una sequedad física en la boca, y un convencimiento de que “esto se hunde y
parece que a quien puede evitarlo le importa un rábano” con el vértigo personal y
anímico que ese pensamiento comporta.
El diccionario de la Real Academia de la Lengua proporciona
tres definiciones para el vértigo, dos de ellas dentro del ámbito de la
medicina y la tercera desde la psicología. Así, dice:
1.
m. Med. Trastorno del sentido del equilibrio caracterizado por una
sensación de movimiento rotatorio del cuerpo o de los objetos que lo rodean.
3. m.
Psicol. Sensación de inseguridad y miedo a precipitarse desde una altura
o a que pueda precipitarse otra persona.
En todos ellos coincide que es una “sensación”, que, como
tal, puede tener múltiples causas subjetivas. Haciendo un ejercicio teórico de
síntesis, ¿se percibe realmente que todo se derrumba alrededor hasta que esa
sensación de inseguridad turba el juicio y todo parece girar a una velocidad,
precisamente “de vértigo” sin que se pueda detener y que uno queda sólo,
haciendo equilibrios como los pescadores indios, encaramado en un poste
sumergido en aguas oscuras?
Lo peor del caso es que cavilar sobre ello no es un
ejercicio meramente teórico, y se comprueba que el vértigo está instalado en
cualquier ámbito de nuestro entorno y que adquiere diferentes nombres que nos
resultan, incluso, familiares en ámbitos, digamos, no radicales y situaciones
habituales:
- “nido vacío”,
indicativo de que la soledad asoma para instalarse cuando, después de un
proceso de crecimiento y estabilidad en la familia, los polluelos empiezan a
levantar el vuelo de manera autónoma (como se ha hecho siempre) y se van
creando huecos que ya no se rellenan.
- “estrés” en sus diferentes formas: amigos cuyos caminos,
después de un tiempo, divergen; compañeros que toman otro rumbo, formas de vida
que evolucionan (y no se percibe en la vorágine diaria, pero resultan clamorosos
cuando se echa la vista atrás);…
- “estados depresivos”, curiosamente siempre mencionados por
los sensatos no afectados casi de
forma despectiva, como si fueran algo folclórico y sin importancia.
- la misma evolución física de las facultades y la tentación
de comparar lo que “se podía hacer antes” y lo que “se puede hacer ahora”
- “esto se hunde”, cuando el modo de vida sufre cambios por
influencias externas (esa crisis…)
- “desasosiego pánico agitado” cuando se advierten nubarrones en el
futuro cercano y tormenta desatada en el lejano
- …
¿Qué se puede hacer? Sobre todo cuando, como sucede, además,
habitualmente, se amontonan más de una de esas sensaciones. Pues, precisamente,
no olvidar que son eso, sensaciones subjetivas que se originan como
consecuencia de la manera de afrontar hechos reales.
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El cómo ya es objeto de otra reflexión.
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