No vamos a entrar hoy en ese terreno espinoso de definir qué financia la banca para conseguir beneficios, que no es objetivo de esta entrada a pesar de que el propio sentido de la ética ya barrunta que no todo lo que se financia es ejemplar: industria pornográfica, de armamento, lesiva con el medio ambiente,.... No, hoy sólo nos permitiremos reflexionar sobre la variabilidad de criterios de la banca según sus intereses y sobre la deriva que se está permitiendo de forma insensata en el mundo global de las finanzas.
Es bien sabido que, en los últimos treinta años, por poner una referencia temporal aproximada, ha venido calando en la banca la idea de que los departamentos de estudio de los riesgos vinculados a las operaciones de crédito solicitadas por los clientes han de ser autónomos, desligados de la oficina que conoce a esos clientes y dotados, por tanto de la objetividad necesaria para el análisis frio (dejemos en este punto el debate sobre si el análisis ha de ser sólo de los datos fríos o, por el contrario, ha de tener en cuenta porqués, situando de paso la relevancia de los famosos scorings en el lugar que les corresponde). Se populariza así el aserto de que un cliente es un número, y que el conocimiento que en la oficina bancaria se tenga de él (su historial, su evolución, su voluntad, sus problemas, ..) no tiene ninguna repercusión en la decisión de la entidad acerca del crédito.
Sin embargo, las mismas entidades que hacen ver a sus propios empleados que el conocimiento del cliente es poco menos que un matiz exótico de la relación, no tienen empacho de alentar el aprovechamiento de ese conocimiento en acciones que benefician al banco aunque perjudiquen al cliente.
Por ejemplo, vamos a partir de un supuesto que no podría producirse en la realidad porque sería una estafa con engaño y los poderes públicos encarcelarían automáticamente a los responsables con obligación de restituir lo estafado. Supongamos que, en cumplimiento de obligaciones internas (por ejemplo, el requisito de capital ordenado por el Banco de España en aplicación de los Acuerdos de Basilea), las entidades necesitan una inyección de capital que demuestre su solvencia. Entonces, las cajas de ahorro, cuya estructura de capital es diferente que la de los bancos, no pueden emitir acciones, y sus accionistas formales (instituciones y partidos principalmente) se muestran remisos a rascarse el bolsillo aportando ese capital imprescindible, piensan en invitar a sus clientes de pasivo a participar adquiriendo unas participaciones en el capital, por supuesto ni amortizables ni negociables, con el sugerente título de participaciones preferentes, para lo cual simplemente requieren que el personal de la oficina (que ahora sí, resulta que conoce al cliente y eso tiene valor) actúe como siempre y convenza a los clientes de que regalar esos ahorros a la entidad es el negocio de su vida, lo mejor que han hecho nunca, financieramente hablando, claro.
No nos extendemos porque, repetimos, es un supuesto ficticio que no sería permitido por un gobierno honesto; simplemente dejamos constancia de que los criterios son maleables y que no suelen tener en cuenta a la persona, sino la rentabilidad inmediata de la entidad.
Pero, además. como dice la zarzuela, "hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad" y alguien se percata de que el negocio bancario no está mal, sobre todo si se elimina el riesgo y todo son ganancias, y cavilando, cavilando, se ponen de moda unos nuevos protagonistas llamados brokers que se enriquecen, y mucho, mediante el viejo truco de hacer experimentos y jugar con el dinero ajeno (vale la pena fijarse en el hecho de que los que hacen lo mismo con dinero propio, los dealers, ni de lejos son tan conocidos) en establecimientos llamados bancos de inversión (que de banco sólo tienen el nombre) especializados en ganar dinero a capazos a través de los novedosos instrumentos financieros como los mercados de futuros, productos estructurados para valores potenciales, fondos de cobertura y otros palabros similares cuyo significado está ligado absolutamente a quién lo explica.
Para empezar, un fondo buitre, para el análisis que estamos haciendo, es un instrumento financiero que produce una alta rentabilidad mediante la estrategia de comprar a precio de saldo Deuda Pública de países en conflicto o dificultades, mantenerse al margen de los acuerdos de reestructuración de ese país con el resto de acreedores y después litigar para conseguir que a ellos se les reembolse íntegramente.
Ciertamente puede argumentarse que los países en cuestión afectados por la intervención de esos fondos buitre (Argentina en el último episodio, pero también antes Liberia, el Congo, Perú o Panamá) seguramente no han aplicado una política económica razonable, pero de ahí a provocar la suspensión de pagos, que impacta directamente en el bienestar de todos los ciudadanos va un abismo.
Y, una vez más, no vale decir que hay que cumplir la ley, porque si existe una ley así, que permite que un juez tenga que dar entrada a una reclamación particular (de alguien, no olvidemos, que ya compró esa Deuda con la finalidad de litigar por ella prescindiendo del impacto de su acción) en contra de toda la población de un país, lo menos que se puede decir es que esa ley precisa una revisión urgente.
Y acabamos con la prueba de la deshumanización total: según The New York Times, Paul Singer, gestor del fondo de cobertura (fondo buitre, para los iniciados) Elliot Management recaptó en uno de sus eventos en su domicilio junto al Central Park más de un millón de dólares para agradecer a los senadores republicanos su apoyo contra la aprobación de la Ley Dodd-Frank (conocida como anti-Wall street) que incluía medidas contra las actividades especulativas de los fondos de cobertura.
No parecen hacer falta más palabras.
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