miércoles, 5 de marzo de 2014

De añoranzas




¿Qué es la vida?, que decía Calderón en “La vida es sueño”: una sombra, una ficción, … una búsqueda de lo que un día fue, una búsqueda permanente, siguiendo al filósofo, de nuestra niñez. No debe ser casual que los recuerdos más potentes son siempre los más lejanos en el tiempo, los que nos ayudaron a formar lo que hoy somos. Y, a veces, uno necesita volver a descubrir aquello que le hizo reaccionar un día y de cuya esencia apenas queda un rescoldo en el subconsciente, un rescoldo al que basta acercar una mínima chispa para que se avive con una fuerza que nos asombra. 

Ayer volví (casualidades de la vida) a pasear por la ciudad en la que pasé parte de mi adolescencia, la ciudad en la que descubrí lo importante que es que los sentimientos sean correspondidos y lo mal que lo pasamos cuando no lo son. Sería ingenuo afirmar que es la misma ciudad. No lo es, aunque se llame igual y esté en el mismo sitio; cuando menos no es mi ciudad la que aglutina esos recuerdos resucitados de golpe. Ya no está el edificio de la escuela. Donde había el campo de fútbol sin vallar que servía a nuestros juegos se levanta ahora un edificio que alberga unos grandes almacenes. Las fuentes públicas de agua clara han desaparecido de donde las recordaba. No hay adoquines en las calles, pavimentadas ahora con un asfalto que le da comodidad al intenso tráfico rodado. Pero aún hay elementos que permiten revivir en cierta manera ese pasado añorado, algo no ha cambiado: el bar es el mismo. El bar donde, al salir del instituto, tomábamos (no siempre, el dinero también entonces era escaso, realmente más que ahora) una inocente manzanilla, sigue teniendo la misma apariencia, con sus añejos espejos de cornucopia en la pared del fondo y con idénticos sofás corridos en las paredes, sofás, paredes y espejos que albergan sinceras confidencias, charlas vitalmente trascendentes y antiguos amores y desamores ya olvidados.

Y, de repente, el vértigo: sin darte ni cuenta has entrado al bar y, en un instante, los recuerdos se agolpan, y crees sentir la voz chillona de Camacho, y la risa de Elena, y la prestancia de Andrés… y buscas con la mirada al camarero, el gordo Cristóbal, siempre tras la barra secando un vaso con el delantal blanco mientras no perdía ojo de lo que hacíamos.

No he vuelto a ver, salvo en alguna ocasión aislada y fortuita a nadie de aquellos con quienes compartí alegrías y penas, triunfos y fracasos. Pero hoy he cumplido, sin saberlo, un objetivo no buscado: he vuelto por un momento a la niñez. Ni siquiera puedo decir que me haya sentido más feliz que nostálgico, más triste que tierno, Pero he sido lo que era hace muchos años. No buscaba la niñez, pero la he encontrado. Y es suficiente.

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