¿Qué es la vida?, que decía Calderón en “La vida es sueño”: una
sombra, una ficción, … una búsqueda de lo que un día fue, una búsqueda permanente,
siguiendo al filósofo, de nuestra niñez. No debe ser casual que los recuerdos
más potentes son siempre los más lejanos en el tiempo, los que nos ayudaron a
formar lo que hoy somos. Y, a veces, uno necesita volver a descubrir aquello
que le hizo reaccionar un día y de cuya esencia apenas queda un rescoldo en el
subconsciente, un rescoldo al que basta acercar una mínima chispa para que se
avive con una fuerza que nos asombra.
Ayer volví (casualidades de la vida) a pasear por la ciudad en la
que pasé parte de mi adolescencia, la ciudad en la que descubrí lo importante
que es que los sentimientos sean correspondidos y lo mal que lo pasamos cuando
no lo son. Sería ingenuo afirmar que es la
misma ciudad. No lo es, aunque se llame igual y esté en el mismo sitio;
cuando menos no es mi ciudad la que
aglutina esos recuerdos resucitados de golpe. Ya no está el edificio de la
escuela. Donde había el campo de fútbol sin vallar que servía a nuestros juegos
se levanta ahora un edificio que alberga unos grandes almacenes. Las fuentes públicas de
agua clara han desaparecido de donde las recordaba. No hay adoquines en las calles,
pavimentadas ahora con un asfalto que le da comodidad al intenso tráfico
rodado. Pero aún hay elementos que permiten revivir en cierta manera ese pasado añorado, algo no ha cambiado: el bar es el mismo. El bar donde, al salir
del instituto, tomábamos (no siempre, el dinero también entonces era escaso, realmente más que ahora)
una inocente manzanilla, sigue teniendo la misma apariencia, con sus añejos
espejos de cornucopia en la pared del fondo y con idénticos sofás corridos en
las paredes, sofás, paredes y espejos que albergan sinceras confidencias,
charlas vitalmente trascendentes y antiguos amores y desamores ya olvidados.
Y, de repente, el vértigo: sin darte ni cuenta has entrado al bar y,
en un instante, los recuerdos se agolpan, y crees sentir la voz chillona de
Camacho, y la risa de Elena, y la prestancia de Andrés… y buscas con la mirada
al camarero, el gordo Cristóbal, siempre tras la barra secando un vaso con el
delantal blanco mientras no perdía ojo de lo que hacíamos.
No he vuelto a ver, salvo en alguna ocasión aislada y fortuita a
nadie de aquellos con quienes compartí alegrías y penas, triunfos y fracasos.
Pero hoy he cumplido, sin saberlo, un objetivo no buscado: he vuelto por un
momento a la niñez. Ni siquiera puedo decir que me haya sentido más feliz que
nostálgico, más triste que tierno, Pero he sido lo que era hace muchos años. No
buscaba la niñez, pero la he encontrado. Y es suficiente.
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