“Si el presente trata de juzgar el pasado, perderá el futuro”.
-Winston Churchill-
La vida son recuerdos, pero los recuerdos son eso, recuerdos del pasado. Se han vertido ríos de tinta (este mismo blog, sin ir más lejos, ha dedicado varias entradas) sobre la evidencia de que aferrarse al pasado disminuye las fuerzas para encarar un futuro que, además, no se ve, oculto entre las brumas del pasado. Ciertamente, nuestros recuerdos son lo que somos, lo que nos hace tomar las decisiones que tomamos, actuar como actuamos y amar como amamos. No seríamos nada sin nuestros recuerdos pero, lo primero que tenemos que tener en cuenta es que la parte más importante de un recuerdo es la emoción o emociones que trae consigo, un determinado olor, por ejemplo, evoca un momento concreto del pasado, ese día con los padres en el mercado de las flores vuelve a la memoria al entrar en una floristería y notar el olor a flores frescas. O un perfume que recuerda a una persona muy cercana en el pasado. Todos los recuerdos llevan consigo una o varias emociones asociadas. Los que vienen con emociones más potentes, miedo, asco, ira, tristeza, nostalgia, felicidad, etc, son los que más perduran en nuestra memoria. Son precisamente las emociones las que consiguen que aprendamos de nuestras experiencias y vivencias para que, en el futuro, sepamos tomar las decisiones que nos vayan a provocar un estado emocional más placentero. Las cosas se recuerdan por asociación, es decir que, cuantos más sentidos usemos, más vívido será el recuerdo. Así que la próxima vez que nos sintamos muy felices y queramos capturar el momento, debemos tomar nota de la información de todos nuestros sentidos. Es un hecho que nuestra felicidad depende en gran parte de la relación que tenemos con nuestro pasado, de los recuerdos que guardamos de aquello que sucedió y de la capacidad para construir un relato positivo de nuestra propia vida y por esta razón podemos convertir a nuestra memoria en un aliado para ser más felices, aprendiendo a crear momentos gratificantes a medida que vivimos y a convertirlos en recuerdos positivos e imborrables, que podremos evocar cuando nos haga falta o atravesemos una racha no demasiado buena. Las investigaciones sobre la felicidad efectuadas sugieren que las personas se sienten más felices con sus vidas si tienden a albergar una perspectiva positiva y nostálgica de su pasado ya que la nostalgia es una emoción humana universal antigua y ahora académicos de todo el mundo están estudiándola para ver cómo puede generar sentimientos positivos, reforzar nuestra autoestima y aumentar la sensación de ser amados; los recuerdos nostálgicos nos permiten viajar atrás en el tiempo, mirar hacia el futuro y afectar el cómo nos sentimos en el presente, y también nos llevan a conectar con nosotros mismos a lo largo de la vida, así como con los demás: el primer beso, la primera casa, el primer empleo. Cuando se trata de la memoria, la novedad garantiza durabilidad. Crear recuerdos felices, basados en primeras experiencias emocionantes y a las que prestemos atención, y después evocarlos, puede ayudarnos en algunos momentos adversos de la vida: experiencias tan sencillas como disfrutar de una cena normal y corriente en familia, pasándolo bien, riéndose y sintiéndose a gusto, o invitar a nuestros amigos a salir de merienda y que cada uno lleve un plato que nunca haya probado antes, pueden ser de gran ayuda cuando atravesamos situaciones difíciles.
«La vida no es lo que uno vive, sino lo que recuerdas y cómo lo recuerdas para contarla»
Gabriel García Márquez
Dicho lo cual, no puede olvidarse que vivir anclado en el pasado es una forma bastante común de hacernos daño sin querer, y en muchas ocasiones, sin saberlo. Cuántas veces nos hemos aferrado a recuerdos, a imágenes del ayer, a personas que ya no están… sin darnos cuenta de que para vivir nuestro presente y agarrar el futuro, es necesario soltar el pasado, hacer un hueco en nuestra vida y superar la añoranza que nos producen determinados recuerdos. Hay muchas personas que viven ancladas en un pasado que ya no existe y esa parálisis les impide vivir su realidad, disfrutar del presente y pensar en su futuro. Vivir en el pasado entorpece sus sueños y sus metas, y aleja a otras personas de su vida. Soltar el pasado puede ser una tarea difícil por múltiples razones. Y es que aquellos que se quedan estancados en el pasado suelen ser personas que temen afrontar el presente (que se percibe como hostil, amenazante o retador); por lo que prefieren refugiarse en aquellos recuerdos y vivencias que en algún momento fueron satisfactorios, con lo que, no solo están evitando afrontar el aquí y el ahora, sino también el futuro; el cual genera mucha ansiedad e incertidumbre. En estos casos, la persona prefiere quedarse en su zona de confort, en lo que ya conoce y le produjo satisfacción alguna vez, que arriesgarse a intentar cosas nuevas. Pero para disfrutar del presente y ver el futuro, es imprescindible soltar ese pasado al que nos aferramos sin sentido muchas veces.
El pasado no se puede cambiar, pero el presente y el futuro sí. Por lo tanto, hay que aceptar lo que haya ocurrido aunque aceptar no significa resignarse, como muchos podrían interpretar, sino saber que lo que ha ocurrido ya pasó y a raíz de ello, tomar el mejor camino posible. Un futuro que es construido sobre la base de una experiencia y de unos errores y sin duda, la aceptación es un acto que conlleva muchos beneficios, muchos más que pasar el día lamentándose por lo que ocurrió en un pasado o por no poder volver a él, según sea la evocación. De todo suceso del pasado se puede extraer una enseñanza, sabemos lo que no se ha de volver a hacer, lo que hay que evitar. Si volvemos a cometer el mismo error que en el pasado, ya no es un error, es una elección. Si se puede elegir, ¿qué se prefiere? ¿seguir anclado en los recuerdos o exprimir cada segundo de este momento?
Para poner de manifiesto, además, la insensatez de ligar recuerdos ¿y futuro? a los números de las fechas, nos tomamos la libertad de “resucitar” unas reflexiones ya publicadas hace años: Desde que el género humano descubrió que nuestro paso por este valle de lágrimas es efímero, se afanó en dos direcciones: la primera, demostrar que no podía ser que fuéramos tan vulnerables y que, con toda seguridad, existía una segunda vida ante la cual, eso sí, no se acababan de poner de acuerdo unos y otros: que si reencarnación, que si Más Allá, que si paraíso de las huríes, …. En definitiva, una segunda vida más placentera que nos resarciera de los sinsabores de la que conocemos y que, de alguna forma, permitiera influir, a través de su creencia, en el correcto devenir de nuestra andadura mortal. Nada que opinar con tan loables fines. Pero la segunda dirección sí que denota una considerable dosis de mala uva por parte de sus protagonistas. ¿Cómo, si no, entender ese afán de hacer creer a todos que, ya puestos a tener que dejar este mundo, hacerlo de manera colectiva en un solo momento para todos? Y es entonces cuando se nota que todo eso de los augurios y profecías es una herramienta sólo aplicable en almas cándidas. Porque el truco está en ligar la profecía con el más allá prometido, de forma que si una creencia toma un determinado punto de partida en el tiempo, mira por donde, es ese punto la referencia del Apocalipsis, por aquello de la magia de los números: el año 1000, el año 2000, etc. ¿Y aquellas creencias que tienen otro cómputo del tiempo? Y, lo que es más ilustrativo, ¿y si la unidad de medida fuera 12, 6 o 15 en lugar de 10? El tiempo transcurrido sería el mismo, sí, pero el año 1000 perdería su magia porque hubiera pasado a ser el 833, pongamos por caso, y reconocerán conmigo que no es igual soltar un contundente “31 de diciembre del año 1000” que un “28 brumario del año 833, equivalente al no sé cuantos del calendario judío y al tal del año calendario musulmán”. Debe ser por eso que hay tal profusión de profecías y raramente coinciden unas y otras, desde los antiguos mayas hasta la más “científica” divulgada, ni más ni menos que por Isaac Newton.
Que el mundo que conocemos se puede acabar, y no porque lo digan los profetas, es algo que conviene tener muy en cuenta en los tiempos que corren, pero pretender ponerle fecha de caducidad aprovechando unas u otras creencias, parece excesivo. Así es la clase humana. Y seguramente no escarmentaremos. Al menos hasta el 1 de enero del 2.600.
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