UNA HISTORIA DE
ANDAR POR CASA
Se dice, no sin un punto de malicia, que un economista es
“un experto en adivinar el pasado”, habida cuenta de los numerosos fallos en
conocidos pronósticos de futuro inmediato. Sin embargo, algo de cierto hay en
esa definición: la labor de un economista también pasa por la interpretación de
hechos y circunstancias pasados de forma que su análisis sirva de base para
que, quien esté facultado para tomar decisiones, las tome con bases sólidas. Se asemeja en ese punto a un historiador, si
bien tiene importantes diferencias con él, ya que aunque los objetivos buscados
por uno y otro pueden tener (y seguramente tienen) puntos de coincidencia, no
pueden equipararse totalmente.
Por ejemplo, si se analiza el papel de la reina Isabel “la
Católica” en la financiación de los viajes de Colón a la entonces desconocida
América y en la conquista del último reino nazarí de la península, en Granada,
un historiador no referirá conexión entre uno y otro, limitándose a dejar
constancia de ambas gestas con la coincidencia del tiempo y del personaje
histórico. Sin embargo, un economista no pasaría por alto la eventualidad de
que las arcas reales estarían lo suficientemente agujereadas por el asedio a
Granada como para iniciar nuevos y costosos dispendios; y entonces,
curiosamente, acude al historiador, que le informa de que las arcas casi no se
vieron afectadas por el episodio toda vez que el papel de Isabel se limitó prácticamente
a hacer de intermediara ante el Cardenal Cisneros, que, a la sazón, había
secuestrado a los hijos del rey moro Boabdil con la intención de acabar con
ellos (Cisneros no se caracterizaba precisamente por su caridad cristiana) para
que los liberara y los devolviera a su padre…. a cambio del reino de Granada.
Hay que recordar que la gestión de Isabel en ese asunto fue
positiva, los hijos del monarca nazarí fueron liberados, Boabdil se rindió, Granada
pasó a manos cristianas, la reina pudo financiar la expedición de Colón, y todo
lo demás ya es historia.
Una vez sentada la analogía, hay una particularidad que
resulta curiosa, y es la evidencia de que estudiosos de la Historia ha habido
siempre y en todas las épocas pero que la ciencia
económica es de implantación moderna a pesar de que la actividad económica es casi tan vieja como loa humanidad.
Para entenderlo, hagamos un poco de
historia rápida: existen pruebas de que una actividad económica parecida a la
actual ya se efectuaba en tiempos de Abraham, pues los antiguos sumerios tenían un sistema singularmente
complejo de prestar y recibir préstamos, mantener dinero en depósito y
proporcionar lo que hoy serían cartas de crédito. En Babilonia, en el siglo XVIII a. de C., hay
registros de operaciones (regidas por el código de Hammurabi), de actividad
“bancaria” que, como más tarde sucedería en Grecia, se centró alrededor de los
templos religiosos, cuya naturaleza sacrosanta suponía una seguridad contra los
ladrones. En Grecia, los que se dedicaban a esta actividad eran conocidos como trapezitas en honor a la trapeza, mesa detrás de la que
estaban en las tiendas, a veces destinadas a otro tipo de actividad comercial,
pero muy a menudo a las transacciones bancarias. Los “bancos” más importantes
seguían siendo sin embargo los grandes templos, donde los sacerdotes hacían
fructificar el dinero que recibían en depósito en función de los préstamos
concedidos a los particulares y a las ciudades.
Ya en el siglo I, los persas
utilizaban en sus transacciones una especie de “letra de crédito” o sakk, antecesor del actual cheque, y de
enorme utilidad en las transacciones medievales. Con la necesidad de financiar
las cruzadas, la actividad financiera tuvo un nuevo auge, y se atribuye a los
templarios el invento de los préstamos con plazos e intereses tal como los conocemos
ahora (saltándose a la torera, dicho sea de paso, las enseñanzas de la Santa
Madre Iglesia, que condenaba tales prácticas), y a los avispados comerciantes italianos la primera
operación de “cambio de divisas”[1]. El
primer banco moderno, el Banco di San Giorgio, fue fundado en Génova en 1406 y fue seguido rápidamente por
otros en ciudades como Florencia, Pisa, Venecia y la propia Génova. El nombre
"banco" deriva de la palabra italiana banco, "escritorio",
utilizada durante el Renacimiento por los banqueros judíos florentinos que hacían sus
transacciones sobre una mesa cubierta por un mantel verde.
Durante los siglos XVIII
y XIX se produjo un crecimiento
espectacular en la actividad bancaria y los bancos jugaron un papel clave en el
canje de monedas de oro y plata por el nuevo invento del papel moneda. Para
asegurar la estabilidad económica general y dar garantía a los clientes se hizo
necesario, ya en el siglo XX, organizar una regulación financiera en casi todos los países, para
establecer las normas mínimas de la actividad bancaria y de la competencia
financiera y evitar en lo posible quiebras bancarias, especialmente durante las eventuales crisis económicas.
Hay un
aspecto consustancial con la actividad bancaria que es el riesgo, y
concretamente el de crédito (origen, según nos dicen, de casi todos los males
que afectan en esta crisis a las entidades financieras), que procede de la
incertidumbre existente sobre sucesos que afecten a la disminución de la categoría
crediticia del deudor –incluyendo entre otros, el posible impago- . Desde el
punto de vista histórico, el riesgo de crédito es el más antiguo de los riesgos
financieros, que ya se cita en el código de Hammurabi, en el que se establecen
una serie de normas que regulan el crédito, dejando constancia escrita de la
existencia del riesgo de crédito en la antigua Babilonia, 1.800 años antes de
Cristo, como se ha citado más arriba.
Sin
embargo, a pesar de su antigüedad, el riesgo de crédito no despierta el interés
de los académicos y profesionales hasta mediados de la década de los noventa
del pasado siglo, evolucionando técnicamente desde sistemas de análisis más
“informales” como lo fue, por ejemplo en la antigua Roma el estudio de las
vísceras de una animal sacrificado (que ya me diréis qué culpa tenía de las
posibles desavenencias entre quien solicitaba y quien prestaba). Una muestra de
ello es la escasez de publicaciones que existe sobre este riesgo hasta la fecha.
Pero, en
definitiva, experiencia acumulada, hay; regulación, también. ¿Qué se ha olvidado
o no se ha tenido en cuenta para que la banca (no incluimos aquí a la llamada
“banca de negocios”, que muy poco tiene que ver con el negocio bancario pese a
su nombre) esté como está?
Los principios (olvidados) del estudio de riesgos
Es usual referirse al
estudio del riesgo crediticio como un arte,
aunque con un evidente componente técnico, eso sí. Y no es excesivo tal
paralelismo toda vez que, efectivamente, para diagnosticar, dentro de lo
razonable, la viabilidad de una operación de activo, no basta con la aplicación
de recursos que permitan desbrozar las dudas en cuanto a los aspectos
cuantitativos o que guíen en la determinación de algunas variables importantes
(como el scoring) dentro de los aspectos no cuantitativos, sino que, además, el
analista debe tener el “olfato” profesional suficiente para descubrir y
resaltar aquellos puntos favorables o desfavorables en el marco de la operación[2].
Debo señalar, antes de
continuar, que estas líneas no pretenden ser un compendio de análisis de
riesgos en la banca, y, por consiguiente, que nadie espere mención a otro
riesgo que no sea el de crédito, y más concretamente con particulares, sin
extenderse a otros tipos de riesgos (de mercado, de liquidez, operativo…) que
son presentes también en la gestión bancaria cotidiana. Antes bien, lo que se
pretende es analizar desde el sentido común en qué ha fallado el sistema para,
como historiadores/economistas, poder señalar algunas pautas válidas para
evitar que se repita.
Y ese sentido común nos
hace recordar la secuencia instintiva de análisis de todas las operaciones de
riesgo: quién es el peticionario, a qué quiere destinar los fondos, cómo los piensa devolver y, a título
prudencial, de qué alternativas de
cobro se dispone. No está de más advertir que, en esta secuencia no aparece por
ningún lado la rentabilidad de la operación que, en cualquier caso, permitirá
autorizar o denegar la operación una vez TODO
el resto de análisis sea favorable, pero nunca formará parte del propio
análisis. Lo relevante es que la secuencia de análisis indicada, además, se
manifiesta eficaz en ese orden, y
alterarlo puede conducir a resultados desastrosos, como se verá seguidamente.
¿Conoce la banca a su cliente?
No debe olvidarse que la
relación entre una entidad y su cliente no es sino la continuación de la
relación personal entre la persona del
gestor y la persona del cliente, y
esa relación se basa en la confianza mutua, de tal forma que la “química” (que
existe) entre personas marca la
fiabilidad en el trato y hace que, en ocasiones, una operación de la que no se
dispone de toda la información no ofrezca dudas mientras que otra perfectamente
documentada aparezca como la piel de un erizo, sin poder manejarla. Es evidente
que, no solo no se tiene conocimiento completo de todos los clientes sino que,
habitualmente, a la mayoría ni se les conoce. Y no digamos el segmento de “no
clientes”. Por ello, la misión de la entidad para con el cliente peticionario
de crédito es conseguir cuanta más información (de la persona, de su trabajo,
de su entorno familiar y social, de su historial financiero, de saber “a qué dedica el tiempo libre”,…) para
disponer de elementos de contraste que permitan concluir, razonablemente, que
la persona es merecedora de crédito. Otra cosa, siguiendo los criterios
metodológicos de Basilea II es que pueda
asumir precisamente el crédito que pide, para lo que es preciso continuar
la línea de trabajo y de análisis.
A la vista de cuanto
antecede, no parece necesario insistir en que, si con la información de que se
dispone, persisten dudas sobre el cliente, el estudio de la operación ha
finalizado y el dictamen es negativo.
¿En qué empleará el cliente los fondos que solicita?
Hagamos una reflexión
previa: un amigo nos pide una ayuda de un importe significativo. Estoy seguro
que la primera pregunta que le hacemos (y no dudamos de él) es “¿para qué lo
quieres?”, porque, según para lo que lo pida, nuestro dinero no se lo dejamos. Cuando profesionalmente hacemos la
misma pregunta, parece una obviedad pero no sería la primera vez que un cliente
miente sobre el destino previsto de los fondos y eso es así porque,
efectivamente, como ocurre a nivel personal, incluso el cliente sabe que hay
finalidades que no se financian. La finalidad, pues, debe quedar acreditada antes de continuar el estudio ya que, de
otra forma, podría incurrirse en el error de bulto, origen de muchas
situaciones delicadas actuales, de considerar que, si se puede pagar, todo se
puede financiar. ¿Se puede financiar la compra de un alijo de droga? ¿O la
compra de un terreno en la luna (hay una empresa americana que los vende)?
Siempre que sea posible,
la finalidad prevista debe estar convenientemente documentada. Además, el
conocimiento del destino previsto de los fondos permite asignarle el producto
financiero más adecuado evitando así que, por ejemplo, la compra de una
vivienda para quien ya dispone de tres, pongamos por caso, no se financie mediante
un préstamo hipotecario de primera
vivienda, con sus condiciones y ventajas, o que determinadas líneas de crédito
sean eso, de crédito, cuando correspondería
de préstamo con amortizaciones pactadas.
¿Genera el cliente los suficientes fondos para
afrontar la operación?
Es esta la pregunta clave
cuya respuesta ha de ser lo suficientemente nítida y positiva como para
permitir autorizar la operación. Hay dos escollos, sin embargo: el cómo
acreditar esa capacidad y qué ocurre cuando la operación es limpia pero no se
alcanza por poco el importe necesario.
Empecemos por la cuenta de
la vieja: una persona tiene ingresos, gastos y obligaciones (suministros,
colegios, servicios, etc.). Si solicita un crédito, lo razonable es pensar que de
la diferencia entre sus ingresos y la suma de gastos y obligaciones ha de
salir, después de quitar lo que destine a
vivir, el importe de la cuota del crédito que pide. ¿Dónde está el
problema? En que, a veces, no hay forma de demostrar fehacientemente cuáles son
esos ingresos y esos gastos, sea porque los documentos aportados no son
consistentes, sea porque no están declarados o por otras razones. En estos
casos, la prudencia dicta que no debe avanzarse en el estudio, pero la
observación de estos últimos años previos a la crisis demuestra que,
posiblemente debido a la presión sobre las oficinas en esa insensata lucha por
el tamaño que tuvo lugar no hace mucho tiempo en la banca, se olvidó la
prudencia y se autorizaron un número importante de operaciones en las que la
duda sobre la eficacia de la documentación acerca de la capacidad para su
reembolso traspasaba con creces el umbral de la razonabilidad.
De mayor calado es la
casuística originada cuando la capacidad de generación de fondos del
peticionario es insuficiente. Si el resto de condiciones del estudio son
favorables, y solo en ese supuesto, puede solicitarse un avalista, y aquí nace
la mayor perversión observada en los últimos tiempos. Veamos.
La banca siempre ha dicho
que su labor es administrar dinero de terceros prestándolo a quien lo requiera
y pueda devolverlo, y no hacer de vendedora de pisos; es razonable, por tanto,
que ante una situación de justeza del cliente, se le argumente que “el dinero del préstamo que solicitas no es
del banco, sino de sus clientes, de manera que, como ya ves que a ti no te
alcanza para pagarlo y nosotros hemos de preservar su integridad para sus
legítimos dueños, deberías aportar un avalista que pague las cuotas en caso
de que tú no pudieras hacerlo”. Impecable, ¿verdad? Pero no se hizo
exactamente así, sino que en esa fiebre por decir que se crecía al ritmo
exigido, tanto en pasivo como en activo (y era necesario en este segmento, por
lo tanto, autorizar cuantas más operaciones, mejor) esa capacidad alternativa
de cobro se transformó lisa y llanamente en la aportación de una finca
adicional cuyo valor en ese momento, sumado al que aportaba el titular principal,
excediera con creces el importe solicitado[3].
Siguiendo este criterio, en muchas entidades (hay que decir que no en todas,
por fortuna) se circularizó la orden de que, en el estudio de operaciones de
activo, lo que contaba era el valor de las garantías aportadas hasta el punto
de que una capacidad de reembolso holgada sin garantías adicionales no era
suficiente y que una garantía holgada podía cubrir cualquier deficiencia en el
análisis.
¿Para qué sirve una garantía?
Hay determinadas
operaciones financieras que, per se,
incorporan la garantía (el ejemplo más corriente es el del préstamo
hipotecario) mientras que en otras deben señalarse explícitamente. Sea como
sea, el cliente debe saber que el motivo de aportar una garantía significa que,
en caso de impago y cumpliendo determinados requisitos, la entidad puede
proceder a vender la garantía y cubrir con el importe obtenido la operación
dificultada.
Esta práctica se ha
llevado a cabo con normalidad y sin estridencias hasta fecha reciente. Y ello
porque, en operaciones que han resultado perjudicadas y en las que se señalaba específicamente la
garantía, el cliente ya era consciente de la responsabilidad asumida y la
ejecución no comportaba problema adicional; del mismo modo, en época
artificialmente expansiva, el aumento constante del valor de la garantía
fincaria hacía que con la ejecución se alcanzara sin agobios el importe
pendiente e impagado y la operación se resolvía sin secuelas.
Pero, contrariamente a lo
sostenido por algunos departamentos de análisis de riesgo de algunas entidades,
el valor de la garantía, no solo no es inmutable sino que está afecto también a
las veleidades de mercado, particularmente crueles cuando estalla la burbuja
inmobiliaria[4].
Y los clientes (y, creedme, algunas entidades también) han descubierto que la
ejecución de garantías, a veces, no basta para cancelar el préstamo dificultado
y las situaciones dramáticas se han convertido en datos estadísticos. No hay
una solución a corto plazo para este problema, salvo la necesaria revisión
serena de las leyes, que, a diferencia de lo declarado por los portavoces de
algunas entidades, no encarecerían el crédito, sino que ajustarían el valor de
la garantía al importe concedido en función, casualmente, de esa garantía. Algo
así como lo que ya sucede con los leasings (incluso hipotecarios) y otras
operaciones con garantía.
Conclusiones
Se hace evidente que, con
un riguroso estudio de riesgo/persona, siguiendo una secuencia que, de puro
intuitiva parece un juego, algunas situaciones perniciosas actuales se podían
haber evitado. La pregunta de fondo es que, si estos principios son más que
conocidos por todas las entidades, ¿cuáles pueden haber sido los motivos para
no seguirlos? Porque está claro que si era el crecimiento, no parece que los
resultados hayan sido realmente de crecimiento.
De todas formas, cabe
recordar el refranero, tan sabio él, que dice que ·”El hombre es el único
animal que tropieza dos veces con la misma piedra”. Más de dos veces, diría
yo. Para finalizar demostrando que las
reflexiones de puro sentido común que anteceden no son atribuibles solo a una
situación puntual sino que esos “olvidos” obedecen a causas más frecuentes, no
me resisto a citar la carta que el entonces Interventor
de la Moneda y más tarde Secretario del Tesoro de Estados Unidos, Hugh
McCulloch, dirigió en diciembre de 1863 a todos los bancos nacionales que se
habían organizado en fecha reciente. He aquí algunos de sus párrafos:
·
“No conceda créditos
que no estén asegurados más allá de toda contingencia razonable. No haga nada
para animar o promover la especulación. Facilite solamente las transacciones
que sean legítimas y prudentes. Que sus descuentos sean por un plazo tan corto
como le permita el negocio de sus clientes, e insista en que el pago de todo el
papel se realice al vencimiento, tanto si usted necesita el dinero como si no.
No renueve nunca una operación o una factura simplemente porque no conozca
dónde colocar el dinero con el mismo rendimiento, en caso de que el pago se
realizase. De ninguna otra forma puede usted controlar adecuadamente su línea
de descuento o hacerla permanentemente segura”.
·
“Distribuya sus créditos en lugar de
concentrarlos en unas pocas manos. Los créditos elevados concedidos a una firma
o a un individuo únicos, aunque pueden ser en ocasiones lícitos y necesarios,
son generalmente poco juiciosos y frecuentemente inseguros. Los acreedores
importantes pueden tener posibilidad de controlar el banco, y cuando se produce
esta relación entre un banco y su cliente, no es difícil decidir quién sufrirá
las consecuencias al final. Cada dólar que un banco presta por encima de su
capital y reservas, lo debe, y sus gerentes tienen, por consiguiente, la
obligación más estricta hacia sus acreedores, así como hacía sus accionistas,
de mantener sus descuentos permanentemente controlados“.
·
“Trate a sus clientes con
desprendimiento, no olvidando nunca que un banco prospera si sus clientes
prosperan, pero nunca les permita que le dicten su política”.
·
“Si duda de la conveniencia de un
descuento, déle al banco el beneficio de la duda y rechácelo, no realice nunca
un descuento si duda de su conveniencia. Si tiene razones para desconfiar de la
integridad de un cliente, ciérrele su cuenta. No trate nunca con un bribón en
la creencia de que usted puede impedir que le engañe. El riesgo en este caso es
mayor que los beneficios”.
·
“Pague a sus empleados salarios que les
permitan vivir con holgura y respetabilidad sin tener que robar, y exíjales la
totalidad de su tiempo. Si un empleado vive por encima de sus ingresos,
despídalo, incluso si su exceso de gastos se puede explicar en forma
consistente con su integridad, aún así despídalo. El despilfarro, aunque no sea
un crimen, conduce inadvertidamente al crimen. No puede ser empleado de
confianza de un banco quién gasta más de lo que gana”.
·
“Cada dólar que un banco presta por
encima de su capital y reservas, lo debe, y sus gerentes tienen por
consiguiente la obligación más estricta hacia sus acreedores, así como hacia
sus accionistas, de mantener sus descuentos permanentemente controlados”
·
“El capital de un banco debe ser una
realidad, no una ficción, y debe estar en las manos de los que tienen dinero
que prestar, y no de los necesitados de él. El interventor tratará de evitar,
por todos los medios a su alcance, la creación de un capital ficticio por parte
de los bancos nacionales, mediante el uso de su propia circulación fiduciaria o de
cualesquiera otros medios artificiales, y en sus esfuerzos para conseguirlo
confía poder contar con la cooperación de todos los bancos bien dirigidos”.
·
“Persiga un negocio bancario directo,
honesto y legítimo. No deje que la perspectiva de grandes beneficios le tiente
a hacer nada que no esté permitido por la Ley de Moneda Nacional; Los espléndidos
financieros, en el mundo de la banca, son
generalmente o farsantes o truhanes”.
Lo llamativo es que
estas recomendaciones, leídas hoy, 150 años después de ser escritas, siguen manteniendo
intacta su validez.
[1] Efectivamente, hoy constancia escrita
de que en la Génova de 1156, dos hermanos tomaron
prestadas 115 libras genovesas y acordaron reembolsar a los agentes del
prestatario en Constantinopla la
suma de 460 bezantes un mes después de su llegada a esa ciudad.
[2] Fiándolo todo a la técnica se llegan
a despropósitos como el que ocurrió realmente en los albores del uso del
scoring: una entidad de ámbito nacional se extrañó de que, implantada la
herramienta, el trabajo de análisis de operaciones con particulares había
disminuido considerablemente excepto en
la zona de negocio de Catalunya, hasta que se descubrió que la
herramienta aplicaba una penalización importante en la puntuación si el titular
estaba casado en régimen matrimonial de “Separación de bienes”, normal en
Catalunya.
[3] Una reflexión al hilo de esas
prácticas: cuando un cándido y bienintencionado progenitor, con unos ingresos
mínimos para subsistir, aportaba su vivienda, único patrimonio, como garantía
de la operación para que su hijo querido pudiera adquirir la casa de sus
sueños, la entidad ya sabía que ese préstamo, si se pasaba la
responsabilidad al avalista, no se podía pagar. ¿Por qué autorizó la operación?
¿De verdad no es responsable en cierta medida la entidad si al final ha tenido
que pasar a contencioso? Lo realmente preocupante es que estas decisiones
erróneas basadas en la alteración de la secuencia de análisis no fueron
aisladas ni fruto del estado febril de un responsable de oficina, sino
siguiendo instrucciones de la superioridad en la mayoría de los casos.
[4] Resulta patético en este punto
recordar el interés oficial en negar la existencia de burbuja inmobiliaria
hasta que estalló ante las narices de todos, los que la avisaban y los que no.
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