martes, 12 de marzo de 2013

Boletín nº 22.- Los principios (olvidados) del estudio de riesgos


UNA HISTORIA DE ANDAR POR CASA

Se dice, no sin un punto de malicia, que un economista es “un experto en adivinar el pasado”, habida cuenta de los numerosos fallos en conocidos pronósticos de futuro inmediato. Sin embargo, algo de cierto hay en esa definición: la labor de un economista también pasa por la interpretación de hechos y circunstancias pasados de forma que su análisis sirva de base para que, quien esté facultado para tomar decisiones, las tome con bases sólidas.  Se asemeja en ese punto a un historiador, si bien tiene importantes diferencias con él, ya que aunque los objetivos buscados por uno y otro pueden tener (y seguramente tienen) puntos de coincidencia, no pueden equipararse totalmente.
Por ejemplo, si se analiza el papel de la reina Isabel “la Católica” en la financiación de los viajes de Colón a la entonces desconocida América y en la conquista del último reino nazarí de la península, en Granada, un historiador no referirá conexión entre uno y otro, limitándose a dejar constancia de ambas gestas con la coincidencia del tiempo y del personaje histórico. Sin embargo, un economista no pasaría por alto la eventualidad de que las arcas reales estarían lo suficientemente agujereadas por el asedio a Granada como para iniciar nuevos y costosos dispendios; y entonces, curiosamente, acude al historiador, que le informa de que las arcas casi no se vieron afectadas por el episodio toda vez que el papel de Isabel se limitó prácticamente a hacer de intermediara ante el Cardenal Cisneros, que, a la sazón, había secuestrado a los hijos del rey moro Boabdil con la intención de acabar con ellos (Cisneros no se caracterizaba precisamente por su caridad cristiana) para que los liberara y los devolviera a su padre…. a cambio del reino de Granada.
Hay que recordar que la gestión de Isabel en ese asunto fue positiva, los hijos del monarca nazarí fueron liberados, Boabdil se rindió, Granada pasó a manos cristianas, la reina pudo financiar la expedición de Colón, y todo lo demás ya es historia.

Una vez sentada la analogía, hay una particularidad que resulta curiosa, y es la evidencia de que estudiosos de la Historia ha habido siempre y en todas las épocas pero que la ciencia económica es de implantación moderna a pesar de que la actividad económica es casi tan vieja como loa humanidad.

Para entenderlo, hagamos un poco de historia rápida: existen pruebas de que una actividad económica parecida a la actual ya se efectuaba en tiempos de Abraham, pues los antiguos sumerios tenían un sistema singularmente complejo de prestar y recibir préstamos, mantener dinero en depósito y proporcionar lo que hoy serían cartas de crédito.  En Babilonia, en el siglo XVIII a. de C., hay registros de operaciones (regidas por el código de Hammurabi), de actividad “bancaria” que, como más tarde sucedería en Grecia, se centró alrededor de los templos religiosos, cuya naturaleza sacrosanta suponía una seguridad contra los ladrones. En Grecia, los que se dedicaban a esta actividad eran conocidos como trapezitas en honor a la trapeza, mesa detrás de la que estaban en las tiendas, a veces destinadas a otro tipo de actividad comercial, pero muy a menudo a las transacciones bancarias. Los “bancos” más importantes seguían siendo sin embargo los grandes templos, donde los sacerdotes hacían fructificar el dinero que recibían en depósito en función de los préstamos concedidos a los particulares y a las ciudades.
Ya en el siglo I, los persas utilizaban en sus transacciones una especie de “letra de crédito” o sakk, antecesor del actual cheque, y de enorme utilidad en las transacciones medievales. Con la necesidad de financiar las cruzadas, la actividad financiera tuvo un nuevo auge, y se atribuye a los templarios el invento de los préstamos con plazos e intereses tal como los conocemos ahora (saltándose a la torera, dicho sea de paso, las enseñanzas de la Santa Madre Iglesia, que condenaba tales prácticas), y a los  avispados comerciantes italianos la primera operación de “cambio de divisas”[1]. El primer banco moderno, el Banco di San Giorgio, fue fundado en Génova en 1406 y fue seguido rápidamente por otros en ciudades como Florencia, Pisa, Venecia y la propia Génova. El nombre "banco" deriva de la palabra italiana banco, "escritorio", utilizada durante el Renacimiento por los banqueros judíos florentinos que hacían sus transacciones sobre una mesa cubierta por un mantel verde.
Durante los siglos XVIII y XIX se produjo un crecimiento espectacular en la actividad bancaria y los bancos jugaron un papel clave en el canje de monedas de oro y plata por el nuevo invento del papel moneda. Para asegurar la estabilidad económica general y dar garantía a los clientes se hizo necesario, ya en el siglo XX, organizar una regulación financiera en casi todos los países, para establecer las normas mínimas de la actividad bancaria y de la competencia financiera y evitar en lo posible quiebras bancarias, especialmente durante las eventuales crisis económicas.
Hay un aspecto consustancial con la actividad bancaria que es el riesgo, y concretamente el de crédito (origen, según nos dicen, de casi todos los males que afectan en esta crisis a las entidades financieras), que procede de la incertidumbre existente sobre sucesos que afecten a la disminución de la categoría crediticia del deudor –incluyendo entre otros, el posible impago- . Desde el punto de vista histórico, el riesgo de crédito es el más antiguo de los riesgos financieros, que ya se cita en el código de Hammurabi, en el que se establecen una serie de normas que regulan el crédito, dejando constancia escrita de la existencia del riesgo de crédito en la antigua Babilonia, 1.800 años antes de Cristo, como se ha citado más arriba.
Sin embargo, a pesar de su antigüedad, el riesgo de crédito no despierta el interés de los académicos y profesionales hasta mediados de la década de los noventa del pasado siglo, evolucionando técnicamente desde sistemas de análisis más “informales” como lo fue, por ejemplo en la antigua Roma el estudio de las vísceras de una animal sacrificado (que ya me diréis qué culpa tenía de las posibles desavenencias entre quien solicitaba y quien prestaba). Una muestra de ello es la escasez de publicaciones que existe sobre este riesgo hasta la fecha.

Pero, en definitiva, experiencia acumulada, hay; regulación, también. ¿Qué se ha olvidado o no se ha tenido en cuenta para que la banca (no incluimos aquí a la llamada “banca de negocios”, que muy poco tiene que ver con el negocio bancario pese a su nombre) esté como está?


Los principios (olvidados) del estudio de riesgos

Es usual referirse al estudio del riesgo crediticio como un arte, aunque con un evidente componente técnico, eso sí. Y no es excesivo tal paralelismo toda vez que, efectivamente, para diagnosticar, dentro de lo razonable, la viabilidad de una operación de activo, no basta con la aplicación de recursos que permitan desbrozar las dudas en cuanto a los aspectos cuantitativos o que guíen en la determinación de algunas variables importantes (como el scoring) dentro de los aspectos no cuantitativos, sino que, además, el analista debe tener el “olfato” profesional suficiente para descubrir y resaltar aquellos puntos favorables o desfavorables en el marco de la operación[2].
Debo señalar, antes de continuar, que estas líneas no pretenden ser un compendio de análisis de riesgos en la banca, y, por consiguiente, que nadie espere mención a otro riesgo que no sea el de crédito, y más concretamente con particulares, sin extenderse a otros tipos de riesgos (de mercado, de liquidez, operativo…) que son presentes también en la gestión bancaria cotidiana. Antes bien, lo que se pretende es analizar desde el sentido común en qué ha fallado el sistema para, como historiadores/economistas, poder señalar algunas pautas válidas para evitar que se repita.
Y ese sentido común nos hace recordar la secuencia instintiva de análisis de todas las operaciones de riesgo: quién es el peticionario, a qué quiere destinar los fondos, cómo los piensa devolver y, a título prudencial, de qué alternativas de cobro se dispone. No está de más advertir que, en esta secuencia no aparece por ningún lado la rentabilidad de la operación que, en cualquier caso, permitirá autorizar o denegar la operación una vez TODO el resto de análisis sea favorable, pero nunca formará parte del propio análisis. Lo relevante es que la secuencia de análisis indicada, además, se manifiesta eficaz en ese orden, y alterarlo puede conducir a resultados desastrosos, como se verá seguidamente.

¿Conoce la banca a su cliente?

No debe olvidarse que la relación entre una entidad y su cliente no es sino la continuación de la relación personal entre la persona del gestor y la persona del cliente, y esa relación se basa en la confianza mutua, de tal forma que la “química” (que existe) entre personas marca la fiabilidad en el trato y hace que, en ocasiones, una operación de la que no se dispone de toda la información no ofrezca dudas mientras que otra perfectamente documentada aparezca como la piel de un erizo, sin poder manejarla. Es evidente que, no solo no se tiene conocimiento completo de todos los clientes sino que, habitualmente, a la mayoría ni se les conoce. Y no digamos el segmento de “no clientes”. Por ello, la misión de la entidad para con el cliente peticionario de crédito es conseguir cuanta más información (de la persona, de su trabajo, de su entorno familiar y social, de su historial financiero, de saber “a qué dedica el tiempo libre”,…) para disponer de elementos de contraste que permitan concluir, razonablemente, que la persona es merecedora de crédito. Otra cosa, siguiendo los criterios metodológicos de Basilea II es que pueda asumir precisamente el crédito que pide, para lo que es preciso continuar la línea de trabajo y de análisis.
A la vista de cuanto antecede, no parece necesario insistir en que, si con la información de que se dispone, persisten dudas sobre el cliente, el estudio de la operación ha finalizado y el dictamen es negativo.

¿En qué empleará el cliente los fondos que solicita?

Hagamos una reflexión previa: un amigo nos pide una ayuda de un importe significativo. Estoy seguro que la primera pregunta que le hacemos (y no dudamos de él) es “¿para qué lo quieres?”, porque, según para lo que lo pida, nuestro dinero no se lo dejamos. Cuando profesionalmente hacemos la misma pregunta, parece una obviedad pero no sería la primera vez que un cliente miente sobre el destino previsto de los fondos y eso es así porque, efectivamente, como ocurre a nivel personal, incluso el cliente sabe que hay finalidades que no se financian. La finalidad, pues, debe quedar acreditada antes de continuar el estudio ya que, de otra forma, podría incurrirse en el error de bulto, origen de muchas situaciones delicadas actuales, de considerar que, si se puede pagar, todo se puede financiar. ¿Se puede financiar la compra de un alijo de droga? ¿O la compra de un terreno en la luna (hay una empresa americana que los vende)?
Siempre que sea posible, la finalidad prevista debe estar convenientemente documentada. Además, el conocimiento del destino previsto de los fondos permite asignarle el producto financiero más adecuado evitando así que, por ejemplo, la compra de una vivienda para quien ya dispone de tres, pongamos por caso, no se financie mediante un préstamo hipotecario de primera vivienda, con sus condiciones y ventajas, o que determinadas líneas de crédito sean eso, de crédito, cuando correspondería  de préstamo con amortizaciones pactadas.

¿Genera el cliente los suficientes fondos para afrontar la operación?

Es esta la pregunta clave cuya respuesta ha de ser lo suficientemente nítida y positiva como para permitir autorizar la operación. Hay dos escollos, sin embargo: el cómo acreditar esa capacidad y qué ocurre cuando la operación es limpia pero no se alcanza por poco el importe necesario.
Empecemos por la cuenta de la vieja: una persona tiene ingresos, gastos y obligaciones (suministros, colegios, servicios, etc.). Si solicita un crédito, lo razonable es pensar que de la diferencia entre sus ingresos y la suma de gastos y obligaciones ha de salir, después de quitar lo que destine a vivir, el importe de la cuota del crédito que pide. ¿Dónde está el problema? En que, a veces, no hay forma de demostrar fehacientemente cuáles son esos ingresos y esos gastos, sea porque los documentos aportados no son consistentes, sea porque no están declarados o por otras razones. En estos casos, la prudencia dicta que no debe avanzarse en el estudio, pero la observación de estos últimos años previos a la crisis demuestra que, posiblemente debido a la presión sobre las oficinas en esa insensata lucha por el tamaño que tuvo lugar no hace mucho tiempo en la banca, se olvidó la prudencia y se autorizaron un número importante de operaciones en las que la duda sobre la eficacia de la documentación acerca de la capacidad para su reembolso traspasaba con creces el umbral de la razonabilidad.

De mayor calado es la casuística originada cuando la capacidad de generación de fondos del peticionario es insuficiente. Si el resto de condiciones del estudio son favorables, y solo en ese supuesto, puede solicitarse un avalista, y aquí nace la mayor perversión observada en los últimos tiempos. Veamos.
La banca siempre ha dicho que su labor es administrar dinero de terceros prestándolo a quien lo requiera y pueda devolverlo, y no hacer de vendedora de pisos; es razonable, por tanto, que ante una situación de justeza del cliente, se le argumente que “el dinero del préstamo que solicitas no es del banco, sino de sus clientes, de manera que, como ya ves que a ti no te alcanza para pagarlo y nosotros hemos de preservar su integridad para sus legítimos dueños, deberías aportar un avalista que pague las cuotas en caso de que tú no pudieras hacerlo. Impecable, ¿verdad? Pero no se hizo exactamente así, sino que en esa fiebre por decir que se crecía al ritmo exigido, tanto en pasivo como en activo (y era necesario en este segmento, por lo tanto, autorizar cuantas más operaciones, mejor) esa capacidad alternativa de cobro se transformó lisa y llanamente en la aportación de una finca adicional cuyo valor en ese momento, sumado al que aportaba el titular principal, excediera con creces el importe solicitado[3]. Siguiendo este criterio, en muchas entidades (hay que decir que no en todas, por fortuna) se circularizó la orden de que, en el estudio de operaciones de activo, lo que contaba era el valor de las garantías aportadas hasta el punto de que una capacidad de reembolso holgada sin garantías adicionales no era suficiente y que una garantía holgada podía cubrir cualquier deficiencia en el análisis.

¿Para qué sirve una garantía?

Hay determinadas operaciones financieras que, per se, incorporan la garantía (el ejemplo más corriente es el del préstamo hipotecario) mientras que en otras deben señalarse explícitamente. Sea como sea, el cliente debe saber que el motivo de aportar una garantía significa que, en caso de impago y cumpliendo determinados requisitos, la entidad puede proceder a vender la garantía y cubrir con el importe obtenido la operación dificultada.
Esta práctica se ha llevado a cabo con normalidad y sin estridencias hasta fecha reciente. Y ello porque, en operaciones que han resultado perjudicadas y  en las que se señalaba específicamente la garantía, el cliente ya era consciente de la responsabilidad asumida y la ejecución no comportaba problema adicional; del mismo modo, en época artificialmente expansiva, el aumento constante del valor de la garantía fincaria hacía que con la ejecución se alcanzara sin agobios el importe pendiente e impagado y la operación se resolvía sin secuelas.
Pero, contrariamente a lo sostenido por algunos departamentos de análisis de riesgo de algunas entidades, el valor de la garantía, no solo no es inmutable sino que está afecto también a las veleidades de mercado, particularmente crueles cuando estalla la burbuja inmobiliaria[4]. Y los clientes (y, creedme, algunas entidades también) han descubierto que la ejecución de garantías, a veces, no basta para cancelar el préstamo dificultado y las situaciones dramáticas se han convertido en datos estadísticos. No hay una solución a corto plazo para este problema, salvo la necesaria revisión serena de las leyes, que, a diferencia de lo declarado por los portavoces de algunas entidades, no encarecerían el crédito, sino que ajustarían el valor de la garantía al importe concedido en función, casualmente, de esa garantía. Algo así como lo que ya sucede con los leasings (incluso hipotecarios) y otras operaciones con garantía.

Conclusiones

Se hace evidente que, con un riguroso estudio de riesgo/persona, siguiendo una secuencia que, de puro intuitiva parece un juego, algunas situaciones perniciosas actuales se podían haber evitado. La pregunta de fondo es que, si estos principios son más que conocidos por todas las entidades, ¿cuáles pueden haber sido los motivos para no seguirlos? Porque está claro que si era el crecimiento, no parece que los resultados hayan sido realmente de crecimiento.
De todas formas, cabe recordar el refranero, tan sabio él, que dice que ·”El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra”. Más de dos veces, diría yo.  Para finalizar demostrando que las reflexiones de puro sentido común que anteceden no son atribuibles solo a una situación puntual sino que esos “olvidos” obedecen a causas más frecuentes, no me resisto a citar la carta que el entonces Interventor de la Moneda y más tarde Secretario del Tesoro de Estados Unidos, Hugh McCulloch, dirigió en diciembre de 1863 a todos los bancos nacionales que se habían organizado en fecha reciente. He aquí algunos de sus párrafos:

·                     “No conceda créditos que no estén asegurados más allá de toda contingencia razonable. No haga nada para animar o promover la especulación. Facilite solamente las transacciones que sean legítimas y prudentes. Que sus descuentos sean por un plazo tan corto como le permita el negocio de sus clientes, e insista en que el pago de todo el papel se realice al vencimiento, tanto si usted necesita el dinero como si no. No renueve nunca una operación o una factura simplemente porque no conozca dónde colocar el dinero con el mismo rendimiento, en caso de que el pago se realizase. De ninguna otra forma puede usted controlar adecuadamente su línea de descuento o hacerla permanentemente segura”.
·                     “Distribuya sus créditos en lugar de concentrarlos en unas pocas manos. Los créditos elevados concedidos a una firma o a un individuo únicos, aunque pueden ser en ocasiones lícitos y necesarios, son generalmente poco juiciosos y frecuentemente inseguros. Los acreedores importantes pueden tener posibilidad de controlar el banco, y cuando se produce esta relación entre un banco y su cliente, no es difícil decidir quién sufrirá las consecuencias al final. Cada dólar que un banco presta por encima de su capital y reservas, lo debe, y sus gerentes tienen, por consiguiente, la obligación más estricta hacia sus acreedores, así como hacía sus accionistas, de mantener sus descuentos permanentemente controlados“.
·                     “Trate a sus clientes con desprendimiento, no olvidando nunca que un banco prospera si sus clientes prosperan, pero nunca les permita que le dicten su política”.
·                     “Si duda de la conveniencia de un descuento, déle al banco el beneficio de la duda y rechácelo, no realice nunca un descuento si duda de su conveniencia. Si tiene razones para desconfiar de la integridad de un cliente, ciérrele su cuenta. No trate nunca con un bribón en la creencia de que usted puede impedir que le engañe. El riesgo en este caso es mayor que los beneficios”.
·                     “Pague a sus empleados salarios que les permitan vivir con holgura y respetabilidad sin tener que robar, y exíjales la totalidad de su tiempo. Si un empleado vive por encima de sus ingresos, despídalo, incluso si su exceso de gastos se puede explicar en forma consistente con su integridad, aún así despídalo. El despilfarro, aunque no sea un crimen, conduce inadvertidamente al crimen. No puede ser empleado de confianza de un banco quién gasta más de lo que gana”.
·                     “Cada dólar que un banco presta por encima de su capital y reservas, lo debe, y sus gerentes tienen por consiguiente la obligación más estricta hacia sus acreedores, así como hacia sus accionistas, de mantener sus descuentos permanentemente controlados”
·                     “El capital de un banco debe ser una realidad, no una ficción, y debe estar en las manos de los que tienen dinero que prestar, y no de los necesitados de él. El interventor tratará de evitar, por todos los medios a su alcance, la creación de un capital ficticio por parte de los bancos nacionales, mediante el uso de su propia circulación fiduciaria o de cualesquiera otros medios artificiales, y en sus esfuerzos para conseguirlo confía poder contar con la cooperación de todos los bancos bien dirigidos”.
·                     “Persiga un negocio bancario directo, honesto y legítimo. No deje que la perspectiva de grandes beneficios le tiente a hacer nada que no esté permitido por la Ley de Moneda Nacional; Los espléndidos financieros, en el mundo de la banca, son generalmente o farsantes o truhanes”.

Lo llamativo es que estas recomendaciones, leídas hoy, 150 años después de ser escritas, siguen manteniendo intacta su validez.


[1] Efectivamente, hoy constancia escrita de que en la Génova de 1156, dos hermanos tomaron prestadas 115 libras genovesas y acordaron reembolsar a los agentes del prestatario en Constantinopla la suma de 460 bezantes un mes después de su llegada a esa ciudad.
[2] Fiándolo todo a la técnica se llegan a despropósitos como el que ocurrió realmente en los albores del uso del scoring: una entidad de ámbito nacional se extrañó de que, implantada la herramienta, el trabajo de análisis de operaciones con particulares había disminuido considerablemente excepto en  la zona de negocio de Catalunya, hasta que se descubrió que la herramienta aplicaba una penalización importante en la puntuación si el titular estaba casado en régimen matrimonial de “Separación de bienes”, normal en Catalunya. 
[3] Una reflexión al hilo de esas prácticas: cuando un cándido y bienintencionado progenitor, con unos ingresos mínimos para subsistir, aportaba su vivienda, único patrimonio, como garantía de la operación para que su hijo querido pudiera adquirir la casa de sus sueños, la entidad ya sabía que ese préstamo, si se pasaba la responsabilidad al avalista, no se podía pagar. ¿Por qué autorizó la operación? ¿De verdad no es responsable en cierta medida la entidad si al final ha tenido que pasar a contencioso? Lo realmente preocupante es que estas decisiones erróneas basadas en la alteración de la secuencia de análisis no fueron aisladas ni fruto del estado febril de un responsable de oficina, sino siguiendo instrucciones de la superioridad en la mayoría de los casos.
[4] Resulta patético en este punto recordar el interés oficial en negar la existencia de burbuja inmobiliaria hasta que estalló ante las narices de todos, los que la avisaban y los que no. 

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