sábado, 10 de febrero de 2024

De fakes y eso.

 


Hace unas semanas
nos preguntábamos por q en un momento de la historia en el que el acceso a la información es universal, proliferan más que nunca los bulos y las noticias falsas. Puede parecer una cuestión simple; de hecho, seguramente es muy probable que en nuestro foro interno en más de una ocasión nos hallamos sorprendido diciéndonos que la gente comparte noticias falsas por simple ignorancia, por maldad, o en aras de la consecución de una finalidad. Pero si bien es posible que esto pueda resultar cierto en más de una ocasión, las razones por las que hoy triunfan los bulos pueden tener, y de hecho tienen, una naturaleza mucho más profunda. Así, se consideran entre algunas de estas razones los llamados atajos cognitivos: por ejemplo, en el contexto del coronavirus, una persona inexperta en la cuestión tenderá a asumir más fácilmente una información como válida si cree que esta procede de un médico o un virólogo. En otros casos, entra en juego lo que en psicología se conoce como sesgos cognitivos. Por mencionar uno de ellos citaremos del sesgo de confirmación, es decir, tendemos a asumir como verdadera las afirmaciones que refuerzan nuestras creencias preestablecidas, y como falsas aquellas que cuestionan las mismas. Otra de las razones de la proliferación de los bulos y las ahora también llamadas "fake news" podemos encontrarlo en la psicología evolutiva. Y es que como especie social, el cerebro está "programado" para tomar aquellas decisiones, o creer aquella información que refuerce los lazos con el grupo social del que nos consideramos parte, en detrimento de que estas estén sustentadas en una realidad objetiva, lo que también funciona a la inversa, en algo que los psicólogos han venido a denominar la ignorancia motivada; este concepto, el de ignorancia motivada, se fundamenta en que existen casos en los que el individuo se mantiene ignorante respecto a alguna cuestión debido a que los costes (cognitivos, sociales...) de tener ese conocimiento, sobrepasa a los beneficios. En su versión social, la ignorancia socialmente motivada, el concepto alude a aquellas personas que eluden adquirir un conocimiento que puede confrontar las ideas del grupo en el con el que conviven.


Pese a todo lo expuesto, comprender por qué las personas asumen información fácilmente contrastable como verdadera y comparten información errónea en las redes sociales sigue siendo un asunto de interés para muchos investigadores que debe ser abordado desde diferentes primas. En este sentido y en aras de reducir el intercambio y la propagación de información errónea,ra un equipo de investigadores de la Universidad de Regina, en Canadá, ha realizado una serie de experimentos para tratar de averiguar que parte de responsabilidad podemos achacar a los titulares de prensa y las redes sociales. Los resultados del trabajo se recogen en un artículo publicado en la revista Nature titulado Shifting attention to accuracy can reduce misinformation online y entre los experimentos llevados a cabo por el equipo, se presento a varios grupos de personas diversas noticias publicadas en medios de comunicación reales, la mitad de las cuales eran falsas. Se les pidió que juzgaran la precisión del titular y que indicaran si considerarían compartir los titulares de las mismas; los investigadores encontraron que los titulares verdaderos se calificaron como precisos con más frecuencia que los titulares falsos. Los investigadores comprobaron que tras un ejercicio de reflexión las personas compartían menos noticias falsas y que una de las razones del intercambio de información falsa puede deberse a la falta de atención. Sin embargo, las personas tenían el doble de probabilidades de compartir titulares falsos pero que concordaban políticamente con sus ideas, que de calificarlos como precisos. Nace así el concepto de posverdad, traducida del término anglosajón post-truth,que se fundamenta sobre tres pilares: ideas falsas, creencias y convicciones sin un suficiente respaldo documental; la argumentación racional ya no es la fuente de la verdad, sustituida por el atractivo subjetivo del contenido publicado, y por el componente de sensacionalismo que quiera imprimírsele. La palabra «posverdad» se ha tornado en los últimos tiempos en uno de los términos más populares como recurso explicativo a los hechos de la actualidad y a las motivaciones de las personas, habiéndose convertido en razón y cabeza de turco para interpretar los cambios políticos y la transformación de las mentalidades. Ciertamente se trata de un fenómeno que nos provee de medios para buscar sentido a hechos de otro modo difíciles de clasificar, como la victoria de Donald Trump en las elecciones de EEUU, el colapso de los medios frente a la primacía de las redes sociales, el surgimiento del llamado «consumismo tonto» o la evolución del «culto a la celebridad». Incluso hay autores que afirman que, debido a la posverdad, la posmodernidad digital ha de reinventarse como garante de la verdad y que el periodismo reconstructivo (que se centra en qué y cómo pasó) va a ser, si no lo es ya, el nuevo género dominante.


Hoy en día es frecuente describir nuestra sociedad como “sociedad de la información”, entre otras razones por la cantidad de información que fluye y circula, lo que puede convertirse en un problema; tal y como comentaba Stephen Hawking, mientras que en el siglo XVIII se decía que existía una persona que había leído todos los libros escritos hasta ese momento, hoy esta hazaña sería imposible: tardaría unos 15.000 años en leer solo los libros de una Biblioteca Nacional, a razón de un libro por día, y, al terminar, tendría otros 15.000 años de literatura acumulada. La información es más accesible que nunca: se dispone de acceso a miles de fuentes a solo un clic de distancia. ¿Por qué, entonces, es un problema mundial la desinformación y los bulos? ¿Por qué empresas internacionales, como WhatsApp, se ven obligadas a limitar el uso libre de sus redes sociales? Para empezar, es normal que se cuelen mentiras porque falta, en general, tiempo y conocimientos necesarios para poder evaluar críticamente toda la información que llega a diario (es el caso de las noticias falsas que han circulado por las redes sociales: enjuagarse la garganta con agua salada ayuda a prevenir el virus, o el hospital chino de hormigón construido en 48 horas, así que, si no es analizando crítica y objetivamente el contenido de estos mensajes, ¿cómo una persona decide si son verdad o no?). Si carecemos del tiempo, los conocimientos o la motivación, podemos procesar un mensaje utilizando “atajos cognitivos” (eucarísticos) que nos facilitan la tarea. Por ejemplo, si no somos médicos o biólogos, y no tenemos tiempo de contrastar un mensaje sobre el coronavirus, podemos decidir si nos lo creemos o no evaluando la fuente del mensaje; analizando si ese mensaje es consistente con nuestra opinión previa sobre el tema; y/o viendo si otras personas comparten también ese mensaje. Los estudios han mostrado que esta forma de procesar la información a través de atajos puede sernos de utilidad en un contexto de exceso de información y ayuda, en ocasiones, a deliberar de forma correcta, pero también explican que, en la medida en que el uso de atajos prevalece sobre el escrutinio crítico de la información, es más probable que aparezcan sesgos cognitivos y que nos cuelen un bulo.


Para el correcto servicio de los Medios, un aspecto fundamental es la fiabilidad del contenido; se debería conminar al reportero a observar siempre su responsabilidad social siendo «cuidadoso y competente», aparte de que respete la línea editorial de su medio, escogiendo las fuentes y meditando lo publicado antes que arriesgarse con informaciones precipitadas o bulos. Todas estas recomendaciones están lejos de tenerse en cuenta en la era de la posverdad, en especial en lo relativo a la difusión por redes sociales, que han incrementado la cantidad de información disponible, con un daño proporcional en lo relativo a la calidad de ésta. La administración de las redes sociales puede adquirir parte de ese compromiso, esa labor que previamente era privativa de los editores de prensa respecto al control de contenidos. En lo tocante, por ejemplo, a los discursos de odio, estas medidas pueden ser implementadas, con las noticias falsas suponiendo un mayor desafío, pues dada la estrategia de medias verdades, titulares engañosos y verosimilitud aparente, su identificación temprana puede depender de factores moralmente cuestionables: tales como prejuicios establecidos sobre portales que han compartido noticias falsas en el pasado, ciertos tipos de contenido, expresiones del lenguaje… y todo ello sin haber encontrado aún un medio de atajar el problema del sesgo personal del redactor en los medios convencionales. Además, las creencias ligadas a fuertes sentimientos tienden también a buscar el refuerzo social, a apoyar a quien piensa igual y a descartar o desacreditar a quienes piensan lo contrario (incluso cuando aportan datos y pruebas). Es fácil que este sesgo aparezca en situaciones en las que un tema despierta reacciones emocionales fuertes –temas políticos, por ejemplo–, y sobre el que se razona más mirando la fuente o quién comparte la información, es decir, utilizando atajos. Bajo este principio de refuerzo social emergen actividades fraudulentas de difusión de información que llevan a la gente a creerse un bulo bajo la falsa ilusión de que son muchos los que lo comparten; evidentemente, hay muchos otros factores que pueden explicar por qué nos creemos un bulo o descartamos como falsa una información veraz, y la importancia de este tema justifica el esfuerzo en ahondar en su análisis. En una sociedad que ha liberalizado la información, la formación de espíritu crítico es de una relevancia todavía mayor, a lo que hemos de añadir que la cultura de la elección se ha trasladado al mundo de las ideas, y lo ha hecho de mal modo: las personas creen cosas «porque eligen creerlas» lo cual puede ser inofensivo cuando elegimos creer en la bondad inherente del ser humano o en la convivencia pacífica, pero no tanto cuando se «escoge» creer en teorías raciales segregativas o determinados cursos de acción políticos. La abundancia de información facilita pensar en las opciones existentes como esencialmente iguales, al tiempo que nos ciega ante el hecho de que parte de dicha información puede ser falsa, haberse redactado maliciosamente, o buscar abiertamente engañarnos. Debe hacerse consciente al público de que sus datos son mercancías compradas por quienes tienen propósitos más aviesos que el mercadeo: la imposición de una agenda. Las consecuencias de la desinformación en Internet y en algunos medios de comunicación pueden ser de extrema gravedad a muy diferentes niveles. Pueden afectar –y lo hacen– a la salud pública, a la deriva ideológica y política de países, o al fortalecimiento de opiniones extremistas. Difundir bulos a través de los medios o las redes sociales puede, por tanto, actuar como la pólvora a la hora de encender odios e inquinas, o como la niebla impidiendo la aceptación de conocimiento útil y veraz. En cualquier caso, el fenómeno de la desinformación se enmarca en sociedades cuyos retos no terminan con el coronavirus, sino que se verán obligadas a enfrentar otros en el futuro (cambio climático, crisis de recursos, laboral, tecnológica, etc.), para los cuales necesitaremos, más que nunca, haber aprendido a utilizar la enorme cantidad de información generada hasta entonces




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