Y seguimos con cumpleaños que son pero que no pueden ser: hoy, 30 de marzo, le toca el turno a Javier Krahe. Las vueltas que da la vida; encumbra a unos... A principio de los años ochenta del pasado siglo, actuaban en directo en el sótano del bar La Mandrágora en el barrio La Latina, en Madrid (cueva de ladrillo que se hizo un nombre como refugio subterráneo de La Movida Madrileña para un grupúsculo de artistas e intelectuales como Forges, Peridis, Aute, Morente,.Almodóvar, Jaime Chavarri, Camilo José Cela, Rosa Montero, ..), los cantautores Joaquín Sabina, hoy en la cumbre, Javier Krahe y Alberto Pérez, hoy apartado de la música, acompañados por el guitarrista Antonio Sánchez, Joaquín Sabina era prácticamente un total desconocido en aquella época, aunque ya interpretaba una de sus canciones que se convertirían en todo un clásico y un himno generacional, Pongamos que hablo de Madrid y colaboraba, además, en las ocurrencias de Krahe, acompañado por Alberto Pérez. Vamos, que el “importante” era Krahe, que tenía quizá menos talento lírico, pero un mordiente mucho más acusado en lo que a cuestiones sociales se refiere. Sabina estaba buscándose la vida por la capital cuando se topó con Krahe, que se convirtió en su referente, y a su lado, crece como letrista, pule su sentido del humor, aprende. También destacaba Krahe por su independencia frente a la “izquierda oficial” hasta el punto de que fue así como, por ejemplo, se permitió componer una canción contra Felipe González (“Cuervo ingenuo”) en la que, parodiando el lenguaje de los pieles rojas de las películas, lo acusaba de hablar con lengua de serpiente y de cambiar su posición en relación con el tema de la permanencia de España en la OTAN. La cancioncilla –que le costó a Krahe el ostracismo de la televisión pública y años de veto en la contratación por ayuntamientos socialistas– se popularizó rápidamente. Krahe exponía su admiración por el cantautor francés Georges Brassens, provinente de su etapa de residencia en Canadá, interpretando interesantes versiones de sus canciones; una de ellas fue la famosa «Mariette», que Krahe convirtió en «Marieta» (que hoy recordamos), y cantaba la historia de aquel infeliz que fue sufriendo una desventura tras otra a causa de Marieta «la bella, la traidora». Al término de cada estrofa y de cada desdicha cantada, Krahe indicaba con un rostro que era un verdadero poema que él se había quedado «como un gilipollas, madre». La estrofa –no educada ni fina ni sutil, pero sí graciosa– provocaba una hilaridad creciente entre el respetable. Pese a que su filiación con Brassens era clara, Joaquín Sabina lo emparenta con otro grande: "Los dos eran escritores metidos a cantante, y Krahe, como Leonard Cohen, nunca fue viejo, porque nunca fue joven". Autor de ácidas letras; graba lo que se le antoja, se permite decir no a las televisiones que le ofrecen sueldo de contertulio y no obstante, mantiene bien alto su prestigio de cantautor, tanto es así que sus propias exigencias creativas le llevan a no complacer nunca, sobre el escenario, peticiones del oyente. Una antiestrella por excelencia. Krahe era tan escrupuloso con el lenguaje que, acerca de la todopoderosa influencia de Georges Brassens, dijo que dejó de traducir sus canciones porque era más fácil inventarse una nueva. “No tenía popularidad, pero tenía prestigio. Krahe se merece en España, como mínimo, el reconocimiento que tiene Brassens en Francia, aunque Brassens vendía millones y Krahe miles”, dice su biógrafo. Por cierto, un infarto de miocardio se lo llevó hace ocho años.