La Real Academia Española de la Lengua (RAE) es una institución cultural que se dedica a la regularización lingüística del idioma mediante la promulgación de normativas dirigidas a fomentar la unidad idiomática dentro de los diversos territorios que componen el mundo hispanohablante y garantizar una norma común, en concordancia con sus estatutos fundacionales: dice el Artículo 1 de sus estatutos: “... tiene como misión principal velar por que los cambios que experimente la Lengua Española en su constante adaptación a las necesidades de sus hablantes no quiebren la esencial unidad que mantiene en todo el ámbito hispánico…”. O sea, que viene a decir que está vigilante a los cambios sociales y lo que ellos representan, también en el ámbito lingüístico; por ejemplo, cuando empezaron a llegar desde China las primeras noticias sobre una “misteriosa neumonía” — uno de los síntomas de la enfermedad que enseguida sería bautizada con el nombre de Covid-19 —, pocos imaginaban que términos como teletrabajo, ERTE (expediente de regulación temporal de empleo) o moratoria hipotecaria, entre otros conceptos económicos, se habrían utilizado posteriormente con tanta asiduidad. Existir, existían, claro, pero quedaban al margen, como si designaran algo quiméricos en algunos casos, o fueran destinados a indicar pocas situaciones muy concretas. Por el contrario —tal como ocurrió en la anterior crisis con la prima de riesgo, solo por hacer un ejemplo— los estragos provocados en la economía por la pandemia de coronavirus los han convertido rápidamente en muy populares y usuales, y la RAE se ha hecho eco incorporándolos a su Diccionario, normativizando su uso porque así se lo exigía la sociedad. No hay que olvidar, no obstante, que la RAE se cuida del uso de las palabras, no, en su caso, de los aspectos legales vinculados; tomemos como ejemplo una de las “nuevas” palabra admitidas, la de teletrabajo que, en principio, no afectaba ni siquiera cinco de cada 100 empleados pero que ha conocido una verdadera explosión este año, por la irrupción del coronavirus, tanto es así que el 36,6% de los encuestados en el último estudio del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) declaró haber comenzado a teletrabajar a causa de la pandemia, y eso porque la naturaleza de la actividad lo permite. El dato más relevante de la encuesta del CIS, sin embargo, tal vez sea que la gran mayoría de los teletrabajadores que afirma estar satisfecho o muy satisfecho con esta forma de empleo, o esos tres de cada cuatro que opinan que es una buena forma de trabajar, haya o no una pandemia. Por ello, pese a los problemas de conciliación con las tareas familiares y a una cierta nostalgia de la oficina que acarrea en algunos casos, el teletrabajo parece haber llegado para quedarse y ya está revolucionando los espacios dedicados al empleo en las grandes ciudades (como es el caso de esos restaurantes y hoteles que se convierten en oficinas improvisadas) o da alas a la España vaciada, rescatando el atractivo de los pueblos pequeños a los que algunos trabajadores han decidido trasladarse. Y los aspectos legales, que pertenecen a otro marco distinto del lingüístico, están regulados por la nueva Ley sobre el trabajo en remoto. Es una prueba más de que, en esta ocasión, y ceñidos a la economía, la irrupción de la pandemia ha propulsado términos anteriormente destinados a definir pocas situaciones concretas. Otro tanto ocurre en la edición de 2023 con algunas eliminaciones, correcciones y nuevas acepciones de palabras de un idioma vivo y atento a la evolución social con o sin pandemia: Comercio electrónico (comercio que se lleva a cabo a través de internet), Consultor (que atiende consultas y asesora sobre una materia específica, sobre todo de forma profesional. Una empresa consultora. Un organismo consultor), Macrodatos (conjunto de datos que, por su gran volumen, requieren técnicas especiales de procesamiento), Micromecenazgo (financiación de un proyecto mediante la participación de un gran número de personas que contribuyen con aportaciones relativamente pequeñas de dinero), Moneda refugio (divisa en la que se invierte especulativamente frente a otras que ofrecen escasas garantías de estabilidad), Termosolar (energía obtenida a partir de la radiación del Sol), etcétera; ¿es o no es estar atentos a la evolución social?,
Pero, sin meternos en el trabajo de la Academia, no siempre una nueva palabra alude a una actividad nueva. Por ejemplo, una que está dando mucho que hablar (y sobre la que, todo sea dicho, la RAE hasta el momento no ha dicho ni mú), es la de reduflación que, palabreja, vale que sea nueva, pero actividad económica nueva, nueva ¿qué queréis que os diga?, no parece que lo sea, porque la reduflación es una estrategia comercial que algunas marcas de supermercado utilizan, y han utilizado siempre (no sólo ahora, como se dice, por el conflicto de Ucrania), para suplir, entre otras cosas, la subida de los costes de producción. No alteran el precio final del producto a ojos del comprador, pero disminuyen la cantidad ofrecida. El término “reduflación”, surge en la década de 2010 en medios de comunicación anglosajones como shrinkflation, una palabra compuesta por “shrink”, que significa “reducción”, y el sufijo «-flation”, referido al proceso de “inflación”. Consiste en reducir las porciones, cantidades y tamaños de un producto, de forma paulatina en el tiempo, sin alterar el precio final a los consumidores para que no se den cuenta. Se considera una práctica legal, siempre que en los envases se indiquen el peso o unidades específicas. Es decir, que tras una falsa (pero legal) oferta de mantener los precios de los productos, las empresas reducen las cantidades ofertadas. De esta manera buscan seguir al alcance de los consumidores en lugar de arriesgarse a subir los precios de forma frontal. La reduflación se da en todo el mundo, sobre todo, en el ámbito de la alimentación. En España, la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) señala marcas y sectores afectados, como los envases de pasta, pescado congelado o cacao soluble. Las empresas justifican esta estrategia por la subida de precios de las materias primas, el coste del transporte y la mano de obra y los clientes no suelen percatarse a la primera de esta práctica, porque solo se fijan en los precios. Y esto puede llevar al “engaño”, ya que, lo único que cambia es el peso. Pero el embalaje, tamaño y diseño no varían en absoluto. En otras palabras, podríamos considerarlo como una subida de precios encubierta. Las causas de la reduflación pueden ser variadas, sin embargo, las más comunes, suelen ser: la inflación, la pérdida del valor de la moneda del país (caso del Brexit), disminución del poder adquisitivo de los consumidores, elevados costos de producción, ajustadas políticas fiscales,...Existen muchos ejemplos de la reduflación en nuestra vida cada día, en diferentes productos del mercado cuando vamos a hacer las compras principalmente, en productos alimenticios e incluso productos de primera necesidad que, aunque mantienen el mismo precio, se encuentran en presentaciones de menor tamaño y contenido.
El fenómeno es especialmente notorio en productos envasados, aunque la medida no es realmente bien recibida por los consumidores, que notan la diferencia en el volumen actual del producto y el anterior respecto a su precio, y los cambios derivados en los formatos de presentación, que son los efectos visibles del caso. Se señala, a su vez, la forma desigual en que se ajusta un mismo producto entre diferentes minoristas,lo que puede añadir una complejidad extra a la interpretación de la reduflación, y sobre los intereses adicionales que existen en dicho proceso. Hay que decir que ya hace casi diez años Philippa Malmgren, asesora en política económica del gobierno estadounidense bajo la presidencia de George W. Bush, y que empleó el término en su obra de 2014 Signals: The Breakdown of the Social Contract and the Rise of Geopolitics (editada en castellano como Señales: el desglose del contrato social y el auge de la geopolítica), afirma que la reduflación acaba siendo un aviso certero de la inflación, de modo que tiene repercusiones muy serias para la política monetaria de los bancos centrales. Al respecto, señala también la tendencia general de los consumidores a culpar a los actores minoristas cuando son en realidad los bancos centrales quienes tienen la responsabilidad directa sobre la inflación, y por tanto de la reduflación.
Volviendo al reflejo que es la RAE de la sociedad y sus tendencias, y sólo como juego (?), será curioso comprobar si es admitida antes la palabra reduflación (termómetro de su adopción social y popular) o, por ejemplo, otra que está de moda después de la pandemia, que es postcrecimiento o similares, más allá de “los buenos deseos” de todos. La crisis del capitalismo no es un mito, pero el capitalismo en sí mismo, sí lo es. Cada época se construye alrededor de una narrativa y nosotros nos aferramos en economía al crecimiento exponencial y al consumo desbocado como paradigmas, pero el exceso no es sinónimo de progreso tal y como nos ha demostrado la crisis financiera/de valores de 2008, la posterior y reciente pandemia global por el Covid-19, la crisis ecológica, la desigualdad social creciente y una acentuada inestabilidad económica. ¿Qué es prosperidad? Es crecimiento, desarrollo, éxito,… es tener un buen puesto de trabajo, ingresos más altos, una casa más grande, un coche mejor,.... En el sistema en el que vivimos, la prosperidad está íntimamente ligada al crecimiento del Producto Interior Bruto (PIB) y al auge de los mercados de valores, eso es la prosperidad de las naciones, o al menos así funciona el capitalismo en el que la mayoría de los países basan sus economías. «Cuestionarse el crecimiento es considerado un acto de lunáticos, idealistas y revolucionarios. Pero debemos hacerlo», apunta Tim Jackson, economista, ecologista y profesor de Desarrollo Sostenible de la Universidad de Surrey (Reino Unido). «La idea de un no crecimiento económico debe ser el anatema de un economista. Pero la idea de una economía en constante crecimiento es el anatema de un ecologista», apunta. Puesto que vivimos en un planeta con recursos finitos, plantear un crecimiento sin límite es ridículo. Pero muchos economistas alegan que podemos separar el crecimiento del PIB de los recursos que utilizamos a través de una mayor eficiencia. Según esta visión, podemos hacer crecer nuestras economías mientras paliamos la degradación del medio ambiente. Desde el punto de vista de Jackson, necesitamos consumir menos en pos de una prosperidad duradera, algo verdaderamente difícil dado la dinámica de mercado en la que vivimos inmersos. Tal y como explica, nuestros sueldos los invertimos en hipotecas, bienes y servicios. Y esas inversiones, que constituyen un quinto de los ingresos nacionales de la mayoría de las economías, juegan un papel vital porque estimulan el crecimiento del consumo. Y lo hacen persiguiendo la productividad como una panacea, que hace que bajen los precios, animando a los consumidores a comprar más. Pero las inversiones también persiguen la novedad; la producción y el consumo de lo nuevo. Es lo que el economista austro-estadounidense Joseph Alois Schumpeter llamó el proceso de destrucción creativa; es decir, el proceso de innovación en las economías de mercado da lugar a nuevos productos que expanden los mercados de consumo, destruyendo viejas empresas y modelos de negocio. Las innovaciones de los emprendedores, por tanto, son la fuerza detrás del crecimiento económico sostenido a largo plazo. El economista ecológico reflexiona sobre la viabilidad de los modelos imperantes y las condiciones bajo las cuales creemos prosperar, y aboga por una economía construida alrededor de energías renovables, un sistema de gobernanza global y transparente, y tecnologías más respetuosas con el entorno medioambiental, desafía a imaginar un mundo poscapitalista, un lugar donde el bienestar y la naturaleza humana tenga prioridad sobre los beneficios y el poder.
De cara al futuro, decidimos que queremos gastar menos y ahorrar más, «algo nefasto para nuestro sistema, porque los ahorros ralentizan la recuperación y los políticos nos piden que generemos más deuda», apunta Jackson. Así, plantea que en la nueva economía las inversiones tienen que ser distintas y proteger los bienes ecológicos de los que depende nuestro futuro: «Tenemos que invertir en la idea de la prosperidad con conciencia, aquella basada en nuestra capacidad para florecer como seres humanos dentro de los límites ecológicos de un planeta finito. Porque la prosperidad, en su sentido más amplio, trasciende los límites de lo material», es decir, construir una prosperidad con objetivos sociales y psicológicos (familia, relaciones sociales, amistad, compromiso), que también implique inversiones en lugares donde podamos conectar, participar y compartir, como museos, espacios de coworking, parques,… En relación con lo que llama «la economía del mañana», defiende que esta debe transformarse para proteger el empleo, promover y facilitar la inversión social, reducir las desigualdades y apoyar la estabilidad ecológica y financiera a través del desarrollo de empresas como formas sociales de organización, el significado de trabajo como participación en la sociedad, la función de las inversiones como compromiso con el futuro y el rol del dinero como bien social.
Se admiten apuestas: si la Academia pretende ser un espejo de la sociedad, ¿qué vocablo será admitido antes por la RAE, el de reduflación o el de postcrecimiento?
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