El escritor francés Henri-Marie Beyle, más conocido por el seudónimo de Stendhal, valorado por su agudo análisis de la psicología de sus personajes y por la concisión de su estilo (Rojo y negro, La cartuja de Parma,...), en 1817, escribió esto en su obra Rome, Naples et Florence sobre su viaje a Florencia, la capital de la toscana italiana: "Experimentaba una especie de éxtasis por la idea de estar en Florencia… Había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Al salir del pórtico de Santa Croce (cuenta en el libro que totalmente impresionado frente a las tumbas de hombres tan importantes a lo largo de la historia como Maquiavelo, Galileo o Miguel Ángel, sumado a la belleza de la basílica), me asaltó una feroz palpitación del corazón (el mismo síntoma que, en Berlín, se denomina ataque de nervios); el manantial de la vida se secó dentro de mí, y caminaba con el temor constante de caer al suelo ". El síndrome fue descrito clínicamente como un trastorno psiquiátrico en 1979 observando a 106 pacientes, todos ellos turistas, que experimentaban mareos, palpitaciones, alucinaciones y despersonalización al contemplar obras de arte como las esculturas de Miguel Ángel y las pinturas de Botticelli, sufrían "ataques de pánico causados por el impacto psicológico de una gran obra maestra y de viajar pues ocurre generalmente 10 o 20 veces al año en ciertas personas que son muy sensibles [y] tal vez han estado esperando toda su vida para venir a la Toscana". Más allá de su incidencia clínica como enfermedad psicosomática, el síndrome de Stendhal se ha convertido en un referente de la reacción romántica ante la acumulación de belleza y la exuberancia del goce artístico. El problema que tienen muchos profesionales al describir el síndrome de Stendhal como un trastorno psiquiátrico propio es que sus síntomas son muy difíciles de diferenciar de los de afecciones más generales que comúnmente afectan a los turistas. En este sentido, el síndrome de Stendhal puede estar relacionado con el síndrome de Jerusalén, que hace que los visitantes de esa ciudad santa se derrumben en delirios psicóticos religiosos o mesiánicos o con el síndrome de París, que hace que los turistas sufran síntomas psiquiátricos agudos al descubrir que la capital francesa no cumple con sus altas expectativas irreales. Estar en Florencia es como estar en la Disneylandia del arte. Mejor los lugares vívidos, mejor caminar sin tener que abrirse camino entre la multitud. Esto no es exclusivo de Florencia y cada vez que suceden cosas como esta en Florencia, aparece en los periódicos, pero aunque se ve como un fenómeno florentino, lo mismo podría ser cierto en lugares sin salir de Italia como Venecia y Verona. El arte en su mayor parte, no es un peligro para la salud, sino un tónico para el cuerpo y el alma, en general, el arte es bueno para uno, bueno para el corazón y la mente.
Pero la belleza del arte también puede tener lo que se llama un lado oscuro que, en este caso y hoy, antevíspera del día de Todos los Santos, es el arte funerario que se inspira, en gran medida, en el de civilizaciones milenarias, como el Antiguo Egipto, Grecia o Roma. El arte de la muerte, escultura funeraria o arte cementerial no es muy popular por razones obvias. Sin embargo, eso no impide que muchos cementerios del mundo posean grandes obras de arte. El arte funerario es casi tan antiguo como el hombre y engloba las manifestaciones artísticas existentes en tumbas, túmulos, sepulturas etc. En ciertas ocasiones, sirve para llamar la atención sobre la mortalidad del ser humano. Otras veces, por el contrario, se convierte en un homenaje a las hazañas del difunto, en una especie de exhibición dinástica o en expresión de determinados valores culturales. Los hombres de Neanderthal ya practicaban ritos y elaboraban elementos, que se aproximaban a lo que hoy en día denominamos arte funerario. Se han hallado gran variedad de enterramientos y monumentos megalíticos de períodos prehistóricos, como los datados en el Neolítico o la Edad del Bronce: dólmenes, menhires o estelas funerarias son buenos ejemplos al respecto. Muchas creaciones artísticas de civilizaciones posteriores se basaron en esos conceptos (Pirámides de Egipto, Mausoleo de Halicarnaso, Guerreros de Terracota de la Tumba del Emperador Qin, el Taj Majal, etc.). El arte de la escultura siempre estuvo muy presente en los antiguos cementerios cristianos, representando el dolor y sufrimiento de los que quedaban vivos; muchos conjuntos escultóricos han sufrido las inclemencias de la intemperie o el olvido de los familiares, aun así son obras verdaderamente bellas. Mas llega un momento en el que la Iglesia les dice: “Vamos a relajarnos, porque os estáis pasando a la hora de poner símbolos profanos”. Y los panteones se vuelven más sobrios: representaciones de cosas neoclásicas; y como mucho, un símbolo de un ángel o algo que tenga que ver con la religión católica, cristiana, más que con las alegorías de cualquier escultor. Finis gloriae mundi, al menos en cuanto a ornamentación se refiere. Por cierto, ese símbolo, el del ángel, es universal para todos los camposantos, sean de la religión que sean porque la palabra ángel significa mensajero. Es la representación que busca siempre cualquier religión de la persona que nos lleve al más allá sin asustarnos demasiado. También hay símbolos funerarios comunes, como el tempus fugit, que es ese reloj alado, o las antorchas boca abajo: son símbolos universales. En la cultura clásica (griega y romana) la vida y la muerte tenían espacios claramente diferenciados. Las necrópolis se situaban fuera de las ciudades pero no lejos, en lugares de paso, a lo largo de las carreteras evitando el olvido de los antepasados y propiciando, a la vez, la seguridad de estos espacios sagrados . Ésta cierta lejanía evitaba el riesgo de contagio de enfermedades que podían emanar de estos lugares infectos. Este panorama se vio alterado con el cambio de mentalidad y de creencias; con la llegada del cristianismo surgía la necesidad de inhumación cerca de lugares sagrados o personajes santos. Así surgen las catacumbas, cavidades subterráneas en las cuales los cristianos perseguidos se hacían enterrar lejos de las necrópolis paganas y hasta el siglo XIX, era normal enterrar a la gente que moría en las ciudades en el patio de las iglesias; cuando el crecimiento de las ciudades industriales europeas se disparó, demasiados cuerpos comenzaron a ser apiñados en unos patios que ya estaban repletos. Esto contaminó fuentes de agua y dio pie a epidemias de cólera que arrasaron las ciudades.
A principios del siglo XIX, los cementerios se convierten en verdaderas residencias para que los muertos pudieran seguir en la memoria colectiva con el esplendor que tuvieron en vida. Para mostrar esta riqueza vital, algunas de las sepulturas de las personas ricas enterradas en el cementerio se convirtieron en espacios artísticos, la evolución de los cementerios, va a propiciar que en algunos camposantos un renacimiento del arte funerario en monumentos que cobran una gran relevancia artística. Como atributo para resaltar la permanencia de las personas o incluso las familias que en vida hicieron fortuna las tumbas se convierten en un escaparate de la riqueza acumulada en vida, a la monumentalidad de la opulencia. Cuando se crean los cementerios a finales del siglo XVIII, se conciben como recintos para el recuerdo de las personas fallecidas en la comunidad y se organizan en tumbas, panteones, criptas, nichos, y desde principios del siglo XIX hasta bien entrado el primer tercio del siglo XX los monumentos mortuorios tomarán un notable auge en casi todos los países europeos, España incluida. Las sepulturas de todo tipo y tamaño, nichos incluidos y en general los cementerios como recintos se conciben como una réplica de las ciudades de los vivos, los cementerios se convierten en un escaparate de la riqueza adquirida tanto por personas individuales como familias enteras o de su influencia socio económica o cultural. Así, hace unos dos siglos, nació el llamado arte o escultura funeraria en el que la imaginación y la monumentalidad de algunos de los grupos escultóricos que adornan las diferentes sepulturas en los cementerios toman hoy una gran relevancia. Aunque los artistas que esculpían para los cementerios trabajaran por encargo, este colectivo creó en toda Europa verdaderas obras de arte (en un cementerio se puede encontrar belleza y arte, mucho arte, principalmente, grandes obras escultóricas, hechas por las mismas personas que podemos encontrar dentro de los museos, como, por ejemplo, Mariano Benlliure, autor de numerosas estatuas ubicadas en Madrid y con una faceta de escultor funerario menos conocida pero igual de brillante); hoy en día este arte funerario, en su mayoría de tinte neoclásico, ha sido revalorizado gracias al interés de un “turismo” particular. Estos lugares sagrados, que han llegado hasta nosotros, no sirven tan solo para el estudio de la muerte sino también para el de la vida, ya que suponen la expresión de un momento histórico, como ejemplo las pirámides de Egipto, las catacumbas, los sarcófagos, las capillas funerarias o los cementerios contemporáneos, huellas del paso hacia la muerte pero, eso sí, producto de muy diferentes creencias o intenciones.
También encontramos literatura (¿qué otra cosa son, si no, las antiguas oraciones griegas o romanas, los epitafios? En el cementerio de Ávila se encuentra una singular lápida con un epitafio donde reza lo siguiente: “A hombros o en un carrito / lleno de flores llegamos. / Con cínicas alabanzas nos despiden / pero ya no nos importa / porque no escuchamos. / Más os decimos con esperanza / que al final de este viaje / os esperamos”). Y silencio, que a veces puede ser más hermoso que la palabra. Y naturaleza. Tanto es así que estos lugares, al menos en Europa, fueron concebidos como enormes parques en los que pasear. Ocurre que este miedo humano y atávico a la muerte nos ha hecho desviar el foco y pasar por alto el arte. A las lápidas y mausoleos se trasladan también las corrientes artísticas del momento. Aunque quizá su época de esplendor sea el siglo XIX, que fue el momento de ensalzamiento de la muerte y es el mejor siglo para los cementerios porque luego ya, sobre todo en España, a partir de 1936, les devolvemos la muerte a estos espacios. Ya no son lugares de paseo, son sitios donde matamos y enterramos de mala manera. Vuelven a ser espacios de tristeza. Todo lo que habíamos adelantado en el siglo anterior lo perdemos en ese momento. Pero algo llama la atención entre tanta pompa y tanto artificio en los cementerios decimonónicos cristianos y católicos. ¿Dónde queda aquello de huir de la «vanidad de vanidades» y la afirmación de que la muerte nos iguala? Y efectivamente, ahí es donde te das cuenta de que la muerte no nos iguala a todos, ni de coña. Pero esto no siempre fue así. Antes, mucho antes, los cementerios solo hablaban de muerte. Lápidas sencillas y con alguna calavera o guadaña era lo que predominaba pero, a partir de la mitad del siglo XIX y de las modas francesas —porque todo esto lo tomamos de los franceses—, más que recordar a los difuntos, recordamos el “Yo estuve aquí e hice esto”. Cuanto más grande sea tu sepultura más tiempo te van a estar recordando. Y es cuando empiezan los panteones a lo grande. Valga como ejemplo la tumba parisina del bailarín Rudolf Nuréyev: aunque ahora sea toda una atracción visitarla, su entierro ocurrió con las mayores restricciones por parte de la policía. Más de un millar de personas, entre fans y bailarines llegados de todo el mundo querían despedirse del artista sin saber que allí, en la misma tumba, encontrarían la obra de otro gran y desconocido artista que, ésta sí, será eterna para albergar a la que fue leyenda del ballet: Rudolf Nuréyev.
Además de arte, los cementerios guardan historia e historias, algunas sorprendentes; son como libros abiertos de lo que ha pasado en ese país, en esa ciudad: de las epidemias sufridas, de la salud y longevidad de sus habitantes, e incluso de migraciones, algo que se puede observar en pequeños cementerios a través de los apellidos familiares y cómo han pasado de unos pueblos a otros. España es un país sin cultura artística funeraria. Además, el vertiginoso incremento de las incineraciones, la crisis o el auge de las tiendas on line relacionadas ha puesto contra las cuerdas al sector. No obstante, éste se reforzará nuevamente y de hecho, no son pocos los cementerios que comienzan a construir columbarios (nichos para cenizas), dada la creciente demanda de este servicio. En definitiva, el arte funerario es un elemento consustancial a los seres humanos. Forma parte de nuestras vidas y, ¡como no!, resultará fundamental en nuestras muertes. Se trata de una disciplina artística compleja, que exige destreza, precisión y mucha sensibilidad por parte de los artesanos (del granito, generalmente). La esperanza de una vida mejor tras la muerte, la honra a los fallecidos y el arte como intento por perpetuar la existencia continúan vigentes en la actualidad, como ocurría hace miles de años. Hoy, visitar un cementerio moderno ha perdido todo el “encanto”: los problemas de espacio, especialmente en las grandes ciudades, han acabado con las sepulturas en tierra y la belleza de las lápidas y, además, la llegada de las aseguradoras y sus catálogos han eliminado la originalidad.
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