sábado, 21 de octubre de 2023

Todos iguales... pero unos más iguales que otros.


Suele pensarse que los Derechos Humanos son una invención moderna occidental, pero lo cierto es que poseen una historia con numerosos antecedentes antiguos y medievales. Por eso existe cierto margen de debate respecto a su origen histórico. Sin embargo, nadie duda que fue en Occidente en donde surgió la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y en donde,
ya antes, comenzó a jugar un papel importante en la filosofía política, a partir de la Edad Moderna. Muy antiguamente, los individuos tenían derechos sólo por pertenecer a un grupo, como una familia o clase social. El primer caso es el del Código de Hammurabi del siglo XVIII a. C., surgido en Babilonia durante el reinado de Hammurabi, en el que figuraban los delitos posibles y su forma de castigarse. Así, el pueblo babilónico podía ejercer una justicia imparcial, justa, ajena a los caprichos del monarca, y en el año 539 a. C., Ciro el grande, rey de Persia, tras conquistar la ciudad de Babilonia, hizo algo totalmente inesperado: liberó a todos los esclavos y les permitió volver a casa; aún más, declaró que la gente tenía derecho a escoger su propia religión. El cilindro de Ciro, una tablilla de arcilla con estas proclamaciones inscritas, se considera la primera declaración de derechos humanos en la historia, cuya idea se difundió rápidamente hasta India, Grecia y finalmente Roma. La noción de derechos humanos es, pues, bastante antigua. Los orígenes de los mismos los podemos encontrar en diferentes referentes. Al respecto, la mayoría de autores nos remiten a los hebreos o a la Grecia clásica, donde se hablaba ya de leyes no escritas y de ley natural. En el Derecho Romano se hablaba de la existencia de ciertos derechos naturales del hombre. Además, aunque la Edad Media no fue época favorable a la idea de los derechos humanos, vale la pena resaltar la labor de personajes como Santo Tomás de Aquino que, influenciado por la filosofía aristotélica, consideraba la ley natural como derivada de la razón. Pero eso empezó a cambiar en Occidente gracias al auge de la religión cristiana, cuyo dogma profesaba la igualdad ante los ojos de Dios, pues al final de la vida todos tendríamos que ser juzgados con la misma vara, sin importar nuestro origen, sino únicamente nuestros actos. Este nuevo modo de comprender a la sociedad fue clave para que siglos después pudieran surgir los Derechos Humanos fundamentales, ya que el cristianismo profesaba el perdón incluso por aquellos que fueran nuestros enemigos pese a que la Edad Media, durante la cual el cristianismo y su iglesia imperaron sobre Europa, no fue precisamente la era más respetuosa de los derechos humanos de la historia humana (la quema de brujas, la persecución de la herejía y muchos otros cruentos episodios así lo atestiguan). Sin embargo, en esa época hubo iniciativas importantes en otras latitudes, como fue la Carta de Mandén (el Kukuran Fuga) del Imperio de Malí (1235-1670), que contemplaba las leyes de esta nación africana, y en la que se plasmaba ya en 1222 una idea de “dignidad humana” similar a la que hoy asociamos con los Derechos Humanos, al tiempo que pensadores occidentales como Guillermo de Ockham (1288-1349) defendían el concepto de “derecho subjetivo”, lo cual allanó el camino para el resurgimiento del “derecho natural” en Occidente con el Renacimiento.


De forma muy rápida, l
os hitos más importantes en esa materia entre nosotros incluyeron:

- La Carta Magna de 1215 del monarca inglés Juan “sin tierra”, que dio a la gente nuevos derechos e hizo que el rey estuviera sujeto a la ley.

- La también inglesa Petición de Derechos de 1628, que estableció los derechos o garantías de la gente que no pueden ser vulneradas por nadie, ni siquiera por el Rey.

- La Declaración de Independencia de los Estados Unidos de 1776, que proclamaba el derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.

- La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, un documento de Francia que establecía que todos los ciudadanos son iguales ante la ley.

- La Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 de la ONU, el primer documento que proclama los 30 derechos a los que todo ser humano tiene derecho (valga la redundancia). El propósito establecido de la ONU es traer paz a todas las naciones del mundo. Después de la Segunda Guerra Mundial, un comité de individuos encabezado por la Sra. Eleonor Roosevelt, esposa del Presidente de los Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, escribió un documento especial que “declara” los derechos que todos en el mundo entero deben tener: la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Hoy en día son 192 los estados miembros de las ONU, todos los cuales han firmado de acuerdo con la Declaración Universal de los Derechos Humanos.


Sea como sea los Derechos comienzan , según la propia ONU, “En los lugares pequeños, cerca de casa; tan cerca y tan pequeños que no pueden verse en los mapas del mundo. Sin embargo, son el mundo de la persona individual; el vecindario donde vive; la escuela o universidad donde estudia; la fábrica, granja u oficina donde trabaja. Tales son los lugares donde cada hombre, mujer y niño busca igualdad de justicia, igualdad de oportunidades, igualdad de dignidad sin discriminación. A menos que estos derechos signifiquen algo ahí, tendrán poco significado en ningún otro sitio. Sin una acción ciudadana coordinada para hacerlos cumplir cerca de casa, buscaríamos en vano el progreso en el mundo más grande”. Estos numerosos acuerdos en materia de Derechos Humanos, por desgracia, no impidieron ni impiden que se sigan violentando los derechos fundamentales de la humanidad. Sin embargo, hoy son entendidos como universales (sin discriminación alguna por ningún tipo de criterio social, político, étnico o religioso), inalienables e irrenunciables, es decir, comunes a cualquier ser humano en cualquier lugar del mundo. Es cierto que por primera vez en la historia el concepto de dignidad humana tiene quien lo defienda y, además, es importante que hoy la violación a los Derechos Humanos de una persona es tenida como un delito punible en cualquier lugar del planeta y que no prescribe sin importar cuánto tiempo haya pasado.


¿Todos iguales?
Aquí se cumple esa frase atribuida a Juan de Mairena, uno de los “otro yo” de Antonio Machado, que decía que “las cosas son como son hasta que dejan de serlo”. El respeto de determinados valores que informan lo que hoy definimos como derechos humanos se fue inculcando por medio de las distintas religiones que a través de la historia se fueron estableciendo, a pesar que las mismas no lograron la igualdad de todos los seres humanos a la que aspiran. En la Declaración que conocemos, los artículos 1 y 2 con los que empieza, vienen a decir que todos hemos nacido libres e iguales, que todos tenemos nuestras propias ideas y pensamientos y que todos deberíamos ser tratados de la misma manera. Que estos derechos pertenecen a todos, sin importar las diferencias…. salvo que alguien venga de un territorio en conflicto, luche por un futuro mejor, siempre sin blanca (si se tienen los bolsillos llenos, se tienen también todos los derechos), o zarandajas así. Y eso ha sido así a lo largo de los tiempos, con leyes de ida y vuelta, sin tener en cuenta a las personas. Un ejemplo: las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena y Andalucía se establecieron a iniciativa del gobierno ilustrado de Carlos III1 en varios desiertos poblacionales del sur de la Península Ibérica entre 1767 y 1769. Estas nuevas colonias, por su discontinuidad territorial, se dividieron en dos partidos administrativos, el de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena, localizadas en la Sierra Morena jiennense y con capital en La Carolina (La Carolina, Navas de Tolosa, Carboneros, Guarromán, Rumblar, Santa Elena, Aldeaquemada, Arquillos y Montizón); y el de las Nuevas Poblaciones de Andalucía, establecidas sobre distintos puntos cercanos al camino real que unía Madrid con Cádiz en el límite entre los reinos de Córdoba y Sevilla, y cuya capital era La Carlota (La Carlota, La Luisiana, Fuente Palmera y San Sebastián de los Ballesteros). En cualquier caso, ambas conformaban una única realidad jurisdiccional. Hay que decir que por aquellos años también se fundaron las poblaciones de Armajal y Prado del Rey, en terrenos que habían pertenecido al Concejo de Sevilla, con habitantes, no provinentes del extranjero, sino de la sierra de Grazalema y de la serranía de Ronda. Ambas terminaron conformando el municipio de Prado del Rey (Cádiz) y también en la misma provincia se creó la población de Algar. Estas poblaciones no se beneficiaron del fuero de 1767. Volviendo a las que nos ocupan, para facilitar su establecimiento, y alcanzar los objetivos que con su fundación se pretendían, fueron dotadas de un régimen foral especial que, salvo la etapa napoleónica y los periodos constitucionales, estuvo vigente hasta marzo de 1835; un sistema de gobierno que les permitió constituir una superintendencia con jurisdicción independiente del resto de las de la monarquía. Es decir, aunque la mayor parte de la historiografía olvide consignarlo, las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena y Andalucía constituyeron durante el último periodo de la Edad Moderna la “quinta” provincia andaluza; al mismo nivel político-administrativo que los reinos-intendencias de Córdoba, Jaén, Sevilla (conformada por las actuales Sevilla, Cádiz y Huelva) y Granada (integrada por Granada, Málaga y Almería). El Fuero de 5 de julio de 1767 actuó como norma básica durante esas casi siete décadas.


Ese documento, con importantes iniciativas de mejora para la población llegada, todo hay que decirlo, y con medidas de tipo político impensables para la época pero con suculentos beneficios comparativos (subvenciones se llamarían hoy) a los colonos, causó en su día grandes protestas, hoy olvidadas, y radical rechazo de propietarios de terrenos colindantes que seguían sometidos al antiguo régimen. No es objetivo de estas líneas, por supuesto, desmenuzar jurídicamente un documento ya bastante controvertido (y anterior por pocos años a la Constitución de Estados Unidos o a la Declaración de la Revolución francesa) sino el tomarlo de ejemplo y reflexión sobre la volubilidad de las normas, que bailan al son de los vaivenes políticos sin importar si son beneficiosas o no para la ciudadanía, y el Fuero no podía ser menos, pues su vigencia no estuvo exenta de esos vaivenes políticos del primer tercio del siglo XlX, lo que no justifica que hoy, pasados más de 250 años de su promulgación, se le siga manteniendo en un pedestal siendo como era, y así consta en los documentos, un régimen foral privilegiado. Las nuevas poblaciones se crearon con una idea nueva de colonización, no se trata de una conquista política, de un establecimiento de personas que fijan la pertenencia de un territorio, aquí la idea Ilustrada de prosperidad es lo que guía la colonización pues suponen un enriquecimiento del reino al explotar lo que antes no estaba explotado, al proteger los caminos que antes estaban desprotegidos, al aumentar la población, símbolo de riqueza, y al promover que los bienes y servicios pueden moverse con mayor seguridad ya que desaparece el desierto y el territorio pasa a estar vigilado. Primero fue Sierra Morena y luego las poblaciones de Andalucía, cercanas a Sevilla, una zona también desértica con unas duras condiciones climáticas. Y ¿qué decir de los colonos? Que vienen de fuera, del centro de Europa, que habían sufrido la guerra de los siete años, y el azote de la pobreza y las enfermedades que produjo. El único futuro era emigrar (como los refugiados hoy, vamos, y como nos dice la Historia que ha sucedido en todos los países, olvidando las palabras del profesor de filosofía en la Universidade Católica Portuguesa Manuel Antunes da Cunha: “la emigración es siempre una historia individual y una aventura colectiva, fuente de reminiscencias familiares. A su paso aparecen heridas abiertas, trayectorias de superación y legados intergeneracionales. No hay nadie que no tenga un pariente, amigo o conocido, más cercano o lejano, que no haya recorrido los caminos de la diáspora”). El traslado de 6000 personas no era algo baladí, suponía un esfuerzo de organización grande aunque se prefería a extranjeros para no caer en los vicios tradicionales en una sociedad con nuevas instituciones, nuevas normas y personas nuevas, no contaminadas por los modelos de vida de la zona, ancestrales. Toda la historia de la colonización, las vicisitudes del traslado, del asentamiento, cómo se fueron desarrollando los primeros años, las enfermedades que azotaron a los colonos, los problemas con los pueblos vecinos, hasta la caída en desgracia del Intendente Olavide, está perfectamente documentado. Tenemos estudiosos antropólogos como Julio Caro Baroja, innumerables estudios de como las tradiciones que trajeron aquellos alemanes aún perviven en estas poblaciones. Como nota anecdótica (o no hoy) de estas nuevas poblaciones, la Alemania nazi intentó ver en los pobladores de estas colonias una prueba más de la superioridad de la raza aria, se hicieron entrevistas y estudios, si bien los descendientes de aquellos alemanes ya poseían la guasa típica andaluza con la que se burlaron de esos locos estudiosos de la superioridad.

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1El 2 de abril de 1767, Carlos III promulgaba una real cédula, por la que aprobaba la llegada a la península ibérica de seis mil colonos flamencos y alemanes con el fin de proceder a una repoblación de sus territorios. Unos meses más tarde, el 5 de julio, una nueva real cédula determinó con exactitud el espacio a repoblar: “todos los que se hallen yermos en la Sierra Morena, señaladamente en términos de Espiel, Hornachuelos, Fuenteovejuna, Alanis, el Santuario de la Cabeza, la Peñuela, la Aldeguela, la Dehesa de Martinmalo con todos los términos inmediatos, y generalmente donde quiera que en el ámbito de la Sierra y sus faldas, juzgare el Superintendente por conveniente situar los nuevos Pueblos”. Se abrió, así, un proceso de colonización, no solo con el mero objetivo de ocupar tierras despobladas, sino de lograr el fomento de la agricultura y la industria, por expresa voluntad del gobierno ilustrado.

 

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