El miedo inculcado -históricamente por la religión o por las dictaduras- puede ser, y de hecho es, un factor de dominación. Pero también el miedo es considerado como una acción refleja ante un peligro inminente. El primero paraliza, el segundo genera una reacción. A pesar de que desde hace ya unos meses estamos enfrentando una pandemia (que no ha acabado), la mayoría de nosotros todavía no estamos acostumbrados a ella; puede que no se entienda totalmente de qué se trata, o tal vez resulte imposible asegurarte de que tú y tus seres queridos estaréis a salvo. Es perfectamente normal estar un poco asustado, pero solo porque sea normal no significa que nos haga sentir bien. El miedo es una de las emociones básicas que todo el mundo siente en un momento u otro. A menudo sentimos miedo cuando percibimos una amenaza, ya sea real o imaginaria. Tal vez no lo parezca, pero el miedo puede ser algo bueno (otra cosa es que guste sentirlo) porque estar asustados es lo que nos hace actuar para protegernos: si no tuvieras miedo de contraer el Covid-19, probablemente no seguirías las reglas de higiene o de usar una máscara. El miedo se convierte en algo malo cuando no se puede dejar de pensar en lo que asusta o si está interrumpiendo las actividades diarias. Si se está en modo de pánico total, es importante tomar algunas medidas para ayudar a reducir el nivel de miedo y adaptarse mejor a la situación. Miedo, vergüenza, ansiedad, frustración o culpa. A lo largo de nuestra vida, estas sensaciones conviven con nosotros en multitud de situaciones en las que nos vemos involucrados. Son sentimientos negativos que nos producen una gran inseguridad, dominando y definiendo nuestra vida gran parte del tiempo. Sin embargo, el problema no radica en el miedo, sino en cómo percibimos, entendemos y gestionamos esas emociones. Haciendo un rápido recorrido histórico, cuando los vikingos invadieron Francia en el 845, derrotaron con facilidad a todas las tropas que les envió el Rey Luis y como el ejército del rey tenía una ventaja de 10 a 1, entre los francos corrió el mito que los vikingos no conocían el miedo. Claro que conocemos el miedo, dijo Ragnar, solo que no lo fomentamos. El miedo lleva a la servidumbre, la obediencia y la esclavitud, que es un destino mucho peor que morir en batalla. Nosotros no adoramos a un jefe, es uno más, elegido momentáneamente, discutimos todo en asambleas, y nuestras mujeres son libres. Hace 6000 años los manipuladores descubrieron que el miedo servía para esclavizar a las personas, y comenzaron a fomentarlo. Ni siquiera debía ser un miedo a algo tangible, es más, mejor que no lo fuese, pues tanto servía a un demonio, a un dios vengativo o a un universo perverso; el miedo hizo que 150.000 egipcios agotaran sus vidas arrastrando piedras de 12 toneladas por el Sahara, para construir la Gran Pirámide. ¿Quién se lo ordenaba? Un faraón, sus ministros y dos arquitectos. No más de 14 personas. Y el miedo hizo que padres entregaran a sus hijas para ser quemadas por brujas, o a sus hijos para ser sacrificados en un altar, o en las trincheras de Verdún. A veces hubo gente que no se sometió, en el año 1.000 un grupo de jóvenes de la Isla de Bora Bora se cansó de los sacrificios humanos que habían convertido el paraíso en un infierno, cargaron un barco con comida y animales y se hicieron a la mar, navegando 22 días sin saber adonde iban, hasta encontrar unas islas deshabitadas a las que llamaron Hawaii. Antes de bajar se prometieron que nunca más habrían sacrificios, que si alguien quería honrar un dios, que lo haga con flores. Nuestros niños y niñas y los cachorros, nacen sin miedo, el miedo es cultural.
Desde la infancia se ha aprendido a vivir con miedos y por ello nos hemos acostumbrado; enfrentarlos no es una tarea fácil, pero es el camino para dominarlos y poder llevar la vida que uno quiere y merece. Por suerte, en los últimos años se ha visibilizado mucho poder compartir que todos sufrimos miedos e inseguridades, por lo que tenemos a nuestra disposición muchos recursos que nos permiten tener algo de apoyo en la palma de nuestra mano, de forma sencilla y privada. La imaginación es algo maravilloso, sin embargo, puede acabar dañando cuando no se es capaz de apartar la atención de lo que se teme, magnificando los miedos y haciendo que la situación parezca mucho peor de lo que realmente es. En lugar de dejar que tu imaginación permanezca en lo que te aterra, úsala para superar el miedo, escoge un momento en el que estés calmado, cierra los ojos e imagínate una situación en la que normalmente tendrías miedo. También es físico: las emociones se experimentan en el cuerpo en forma de opresión en el pecho, dolor de estómago y sudoración entre otras, de forma que, normalmente, cuando se activa un nivel de alerta considerable, las personas tienden a hiperventilar, esto es, hacer respiraciones cortas y demasiado rápidas, provocando una serie de reacciones corporales que rápidamente se convierten en un ataque de ansiedad y, para superarlos, se empieza con el control de la respiración; afortunadamente, la respiración profunda no es complicada. Una vez que se ha reconocido que se está sintiendo miedo, es bueno detenerse y concentrarse en la respiración, inspirando y luego soltando el aire lentamente para conseguir relajarse físicamente. ¿Cuál es el miedo número uno que tienen las personas cuando tratan de lograr sus objetivos? El fracaso. Pero como el dolor, el fracaso puede enseñar y de hecho, es a menudo, mejor maestro que el éxito; si se acepta desde el principio que el fracaso es una parte inevitable del éxito, se le tendrá menos miedo. Todo el mundo fracasa: dueños de negocios, líderes mundiales, chefs, artistas, científicos y doctores mas nuestra sociedad rehúye hablar de fracaso, y en su lugar sólo celebra los éxitos, lo que crea la falsa impresión de que para ser verdaderamente exitoso nunca se debe fracasar. Pero parte de la superación del miedo es reconocer que todos los habitantes del planeta han fracasado en algún momento de su vida.
Pero hay un miedo que no sabemos cómo afrontar, a pesar de ser la única certeza absoluta que tenemos desde que adquirimos uso de razón; muy poca gente consigue vencer el miedo a la muerte porque nadie nos prepara, ni nos enseña a vivir sabiendo que, con total seguridad, vamos a morir. Aprovechamos aquí algunas reflexiones sobre el tema de Bertrand Russel en Estoicismo y salud mental que, nos parece, siguen siendo válidas. Hay varios modos de enfrentar el miedo a la muerte. Podemos tratar de ignorarla; podemos no mencionarla nunca, y tratar siempre de volver nuestros pensamientos en otra dirección cuando nos sorprendamos meditando sobre ella. Éste es el método del pueblo mariposa en La máquina del tiempo de George Wells. O podemos adoptar el sistema completamente opuesto, y meditar continuamente sobre la brevedad de la vida humana, en la esperanza de que la familiaridad engendre desprecio; éste fue el método adoptado por Carlos V en el claustro después de su abdicación. Existe una tercera vía, muy difundida, que consiste en persuadirse, y persuadir a los demás, de que la muerte no es la muerte, sino la puerta de una nueva y mejor vida. Estos tres métodos, combinados en proporciones variables, revisten la adaptación de la mayor parte de la gente a la inquietante realidad de que hemos de morir. Sin embargo, hay objeciones que hacer a cada uno de estos métodos. El intento de evitar pensar en temas emocionalmente interesantes nunca tiene éxito, y lleva a varios tipos de irregularidad indeseables. Claro que es posible, en la vida de un niño, evitar el conocimiento de la muerte en cualquier forma hiriente, durante los primeros años. Que así se consiga o no, es cuestión de suerte pero si alguien cercano muere, nada cabe hacer para impedir que el niño adquiera una conciencia emocional de la muerte; más tarde o más temprano llegará a conocerlo; y en los que no se hallan preparados en absoluto, es probable que cuando ello ocurra se produzca un serio desequilibrio. Por tanto, hemos de procurar establecer una actitud hacia la muerte distinta de la mera ignorancia de su existencia. La práctica de la constante y triste meditación sobre la muerte es igualmente dañosa, es un error pensar demasiado exclusivamente acerca de cualquier tema aunque, por supuesto, podemos actuar de modo de posponer la idea de nuestra propia muerte, y dentro de límites, pero no podemos evitar morir al final, con lo que éste resulta un tema de meditación inútil y, además, tiende a reducir el interés del hombre por otras personas y por los acontecimientos, y sólo los intereses objetivos pueden preservar la salud mental. El miedo a la muerte hace que el hombre se sienta esclavo de fuerzas externas, y de una mentalidad de esclavo no cabe esperar ningún buen resultado. Si alguien puede verdaderamente curarse a sí mismo del miedo a la muerte por medio de la meditación, dejará de meditar sobre el tema; en tanto éste absorba sus pensamientos, no habrá dejado de temerla. Y este método, por tanto, no es mejor que el otro. Y la creencia en la muerte como puerta de entrada a una vida mejor debería, lógicamente, impedir que el hombre sintiera el menor miedo de ella. Pero no se ve que los creyentes en una vida futura tengan menos temor a las enfermedades o sean más valientes en las batallas que aquellos que piensan que con la muerte acaba todo. En algunos casos, la fe religiosa puede valer, pero no en la mayor parte del género humano y, además de las razones conductistas, hay otros motivos: uno es cierto grado de duda que persiste a pesar de la más ferviente profesión de fe, y que se manifiesta en forma de cólera contra los escépticos; otro es el hecho de que los creyentes en una vida futura tienden a dar más importancia, y no menos, al horror que iría unido a la muerte si sus convicciones fuesen infundadas, aumentando así el temor de aquellos que no se sienten absolutamente seguros…
Si un niño pregunta: "¿Me moriré?", deberemos contestarle: "Sí; pero probablemente dentro de mucho tiempo" porque es importante evitar todo sentimiento de misterio en relación con la muerte. Debería incluírsela en la misma categoría que la rotura de un juguete. Pero, ciertamente, lo más deseable es hacerla aparecer, si es posible, como algo muy remoto mientras los niños son pequeños. Si el niño disfruta de un ambiente en general amistoso y es feliz, podrá sobreponerse sin muchos padecimientos al dolor de cualquier pérdida que pudiera sobrevenirle. El impulso de vida y la esperanza deben ser suficientes, supuesto que existan las oportunidades normales de desarrollo y felicidad. Cuando muere alguien importante para el niño, la cuestión es compleja: suponed, por ejemplo, que pierde un hermano; los padres sufren y, aunque puedan no querer que el niño sepa cuánto sufren, es normal y necesario que el niño perciba algo de lo que padecen. El afecto natural es de la mayor importancia, y el niño debe darse cuenta de que sus mayores lo sienten. Además, si, gracias a un esfuerzo sobrehumano, consiguen ocultar su pena al niño, éste puede pensar: "No les importaría tampoco que yo me muriera" y tal pensamiento podría suscitar toda clase de elucubraciones morbosas. Por tanto, aunque la impresión producida por un acontecimiento tal es peligrosa cuando tiene lugar en la última infancia (en la primera infancia no sería muy profundamente sentida), si la desgracia ocurre, no debemos minimizaría demasiado. El tema no debe ser evitado ni sobrevalorado; debe hacerse lo posible, sin ninguna intención demasiado obvia, por crear nuevos intereses y, sobre todo, nuevos afectos. Durante la adolescencia, sin embargo, hay necesidad de algo más positivo, en cuanto se refiere a una actitud hacia la muerte, para que la vida de adulto sea satisfactoria. Todo el mundo conoce la historia del muchacho cuyo padre le decía, mientras le pegaba con un bastón: "Hijo mío, esto me duele a mí más de lo que pueda dolerte a ti", a lo que respondió el muchacho: "Entonces, padre, ¿quieres que sea yo el que te pegue?". El adulto deberá pensar poco en la muerte, tanto en la propia como en la de las personas a las que ama, y no porque deliberadamente vuelva sus pensamientos a otras cuestiones, sino a causa de la multiplicidad de sus intereses y actividades. Cuando se piensa en la muerte, es mejor hacerlo pausadamente y con calma, sin tratar de reducir la importancia del tema, sino con cierto orgullo de sobreponerse a la idea. El principio es el mismo que en el caso de cualquier otro terror: la contemplación resuelta del objeto terrorífico es el único tratamiento posible. Hemos de decirnos a nosotros mismos: "Bien, sí; sucederá. ¿Y qué?". Si esta actitud ha de ser sincera y profunda en la vida del adulto, es necesario que, en la adolescencia, el joven se sienta arder de generoso entusiasmo y que edifique su vida y su carrera en torno de ello. La adolescencia es la edad de la generosidad, y debe emplearse en la formación de hábitos generosos. El miedo a la muerte es solamente uno de los muchos que pueden tratarse: el miedo a la pobreza, el miedo al dolor físico, el miedo al parto,... Todos estos temores son enervantes pero si adoptamos la teoría de que la gente no debería preocuparse por tales cosas, nos inclinaríamos también a adoptar la teoría de que no es necesario hacer nada para mitigar los males. Evidentemente, debe haber un equilibrio. Es imposible hacer suave y agradable la vida toda, y, por tanto, los seres humanos deben ser capaces de adoptar una actitud apropiada a los aspectos desagradables; pero hemos de tratar de conseguirlo con el mínimo posible de incentivo a la crueldad. Cuando el infortunio nos amenaza, hay dos modos de afrontar la situación: tratar de evitar la desgracia o decidir recibirla con entereza: el primer método es admirable, cuando es posible sin cobardía; pero el segundo es necesario, más tarde o más temprano, para quien no esté dispuesto a ser esclavo del miedo. Esta actitud constituye el estoicismo aunque el lugar del estoicismo en la vida ha sido, tal vez, un tanto subestimado en los últimos tiempos.
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