Dende muy gurisita
se te gana en la ropa y en el cuero
ese tufo emperrao de las cocinas
qu’es mestura de hoyín, de humo y de sebo,
y atrás del que anda siempre’l macherío
como perrada hambrienta atrás de un güeso.
No bien los catorce años
t’encarosan los pechos
y la naciente redondés de’l’anca
t’enyena el vestidito’e percal viejo,
ya el algariao patrón, o el mayordomo,
andan buscando ande tumbar tu cuerpo.
Y en cuanto t’hincha el vientre’l primer hijo,
ya se cren con derecho
a un lugar en tu catre y en tu carne
hasta los pobres piones galponeros,
porque vos, infelís, sos en el campo
láunica cosa que no tiene dueño.
Cuasi no hay año que no echés al mundo
un gurí rubio, amulatao o negro,
porqu’en las noches emparejadoras
se confunden los pelos,
y más si son dos vidas solitarias
las qu’entreveran sangre y sufrimiento.
Uno aquí y otro ayá, por las estancias
—pelusa’e cardo qu’esparrama el viento—,
esos hijos sin padre se te quedan,
mientras vos ves gastarse tu deseo
de ajuntarlos un día
en un rancho con sol, alegre y nuevo.
Y así vas, de hombre en hombre,
de cocina en cocina envejeciendo,
hasta qu’inútil ya, descangayada,
sin servir pal fregón ni pa los besos,
terminás cuasi siempre tu esistencia
cebando mate’n un quilombo’e pueblo!
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