Sería inexacto y, posiblemente, presuntuoso afirmar que he leído toda la obra de Jorge Luis Borges (1899-1986) pero sí que es cierto que, en cada lectura, siempre se descubre algo. Hoy, 18 de agosto, día de huella marcada en el recuerdo, cumpleaños que ya no es de una persona que fue muy querida, le estaba dando vueltas a la idea de que la muerte realmente es el olvido y ha caído en mis manos un soneto que empieza así
Ya somos el olvido que seremos,
el polvo elemental que nos ignora
y que fue el rojo Adán y que es ahora
todos los hombres, y que no veremos...
En honor a la verdad es un verso sólo atribuido a Borges y abre un soneto titulado Aquí. Hoy (que, como título, desmejora), no incluido en las Poesías Completas y considerado apócrifo por María Kodama, viuda del escritor. Una frase profética que es sentencia literaria del autor, hace más de tres décadas: “Ya somos el olvido que seremos”. Y somos el olvido, que no es sólo de personas. Como sociedad, nos importa poco quiénes fueron los que estuvieron antes de nosotros, qué hicieron, cómo se formó este legado en que vivimos. Ahora somos un pastiche amorfo, sin sentido, pero lleno de colores y adornos. ¿Para qué queremos historiadores, maestros, literatos, poetas, si tenemos “youtubers” e influencers? Somos el olvido, en la medida en que dejamos que la solidaridad haga aguas frente al témpano de la posmodernidad, la egolatría, el desencanto, el consumo desmesurado y la tecnocracia. Somos olvido, cuando en lugar de mirar a los ojos del otro, nos quedamos extasiados con nuestras “selfies”. Según cifras de antes de la pandemia, cada día en el mundo, se tomaban 93 millones de auto fotografías que, a raíz de los confinamientos, crecieron en forma exponencial. Somos el olvido y lo ejercemos, cuando votamos por compromiso, simpatía o necesidad, por candidatos cuestionados, con nexos oscuros, a quienes con nuestro respaldo les lavamos, jabonamos y lustramos los antecedentes. Somos el olvido, cada vez que, por ser “innovadores y creativos”, copiamos para nuestro entorno nombres foráneos, mientras desechamos palabras aborígenes, quizás con mayor profundidad y significado. Somos el olvido que seremos, porque pareciera que en un país de violencias recicladas, miedos repotenciados y dolores heredados de abuelos a nietos, convertimos la desmemoria en un mecanismo de defensa, para evitar que el recuerdo nos arañe las entrañas. En palabras de Borges, “el olvido es la única venganza y el único perdón”.
O como afirma el escritor Héctor Abad Faciolince en su libro El olvido que seremos: “La memoria es un espejo opaco y vuelto añicos, o, mejor dicho, está lleno de intemporales conchas de recuerdos desperdigadas sobre una playa de olvidos”. Y tomamos prestadas las reflexiones de Abad en el libro: «Todos estamos condenados al polvo y al olvido. Sobrevivimos por unos frágiles años, todavía, después de muertos, en la memoria de otros, pero también esa memoria personal, con cada instante que pasa, está siempre más cerca de desaparecer. Los libros son un simulacro de recuerdo, una prótesis para recordar, un intento desesperado por hacer un poco más perdurable lo que es irremediablemente finito. Todas esas personas con las que está tejida la trama más entrañable de mi memoria, todas esas presencias que fueron mi infancia y mi juventud, o ya desaparecieron y son solo fantasmas, o vamos camino de desaparecer, y somos proyectos de espectros que todavía se mueven por el mundo. En breve todas estas personas de carne y hueso, todos estos amigos y parientes a quienes tanto quiero, todos esos enemigos que devotamente me odian, no serán más reales que cualquier personaje de ficción, y tendrán su misma consistencia fantasmal de evocaciones y espectros, y eso en el mejor de los casos, pues de la mayoría de ellos no quedará sino un puñado de polvo y la inscripción de una lápida cuyas letras se irán borrando en el cementerio. Visto en perspectiva, como el tiempo del recuerdo vivido es tan corto, si juzgamos sabiamente, ya somos el olvido que seremos, como decía Borges. Para él este olvido y ese polvo elemental en el que nos convertiremos eran un consuelo bajo el indiferente azul del cielo. Si el cielo, como parece, es indiferente a todas nuestras alegrías y a todas nuestras desgracias, si al universo le tiene sin cuidado que existan hombres o no, volver a integrarnos a la nada de la que vinimos es, sí, la peor desgracia, pero al mismo tiempo, también, el mayor alivio y el único descanso, pues ya no sufriremos con la tragedia, que es la conciencia del dolor y de la muerte de las personas que amamos.»
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