En tiempos se llegó a comparar a Mozart con un mago, ¿Y qué es la música si no magia? Precisamente, la esencia de la sinfonía que hoy traemos al blog no sólo radica en su contenido de grandes ideas, en el sentimiento, o en la perfección de su estructura formal; ni siquiera, en la síntesis de tales aspectos como pudiera parecer. La esencia estriba, como diría Petrarca, en un «non se ché» o, dicho en términos matemáticos, en una suerte de incógnita mágica difícil de despejar en la que el autor contempla su vida, comprendiendo su destino y su final. A pesar de la cantidad de investigaciones y documentación existentes sobre Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791) sigue siendo, paradójicamente, uno de los genios de la historia de la música que más leyendas suscita y del que poseemos una visión más distorsionada. Si durante años se cultivó la imagen del niño prodigio y superdotado creado por su padre, siempre adolescente y de música optimista, en la actualidad se potencia justo la cara contraria, la del músico, apasionado, arriesgado y libre de ataduras. Las tempranas dotes que el pequeño demostraba hacia la música, alentadas en todo momento por su padre, hicieron posible que iniciara, con apenas cinco años, giras continuadas a través de las principales cortes europeas. Ciudades como Viena, Munich, Frankfurt, París, Londres, Amsterdam, Milán, Roma o Nápoles, cayeron rendidas a los pies del virtuoso clavecinista y joven compositor, prácticamente ofrecido como un producto. Pero Mozart fue pasando de moda y en 1787 comenzó su declive. A pesar de ser nombrado músico de cámara de la corte no logró salir de las penalidades y de las deudas, pero continuó creando sin tregua hasta el mismo momento de su muerte (Don Giovanni, Concierto para clarinete, últimas sinfonías, Così fan tutte, La flauta mágica, Réquiem…). Pero, sin lugar a dudas, las sinfonías mozartianas que más expectación han levantado son las tres últimas, compuestas en un breve espacio de tan sólo dos meses, según reza en el catálogo autógrafo del maestro: la «nº39, en mi bemol mayor» (relacionada con la logia masónica); la «nº40, en sol menor» y la «nº41, en do mayor, «Júpiter»». No existen pruebas de que Mozart las escuchase o las dirigiese en vida, hecho que acrecienta la curiosidad por estas obras y sean elevadas a la categoría de míticas. La extraordinaria Sinfonía Nº 40, bautizada ocasionalmente como “La Grande”, es la más célebre y “una de las más bellas del maestro” como advirtiera el afamado copista musical vienés Johann Traeg ya en 1793. Célebre por su popular primer movimiento, es una de las dos únicas sinfonías escritas en tonalidad menor. Mozart llegó a dominar ya durante su adolescencia la armonía, las formas y la distribución de timbres del Clasicismo; en la juventud encontró su propia personalidad, su rúbrica, el sello artístico que le habría de otorgar un lugar en la historia. Pero es en los cinco últimos años de vida del joven compositor cuando sus obras añaden a la perfección clásica un toque milagroso, una pátina de divinidad en virtud de la cual se abría ante la música una luz hacia el prodigio de esa inmensa terra incógnita que habría de denominarse Romanticismo. En el plano musical, Mozart es mucho más que un compositor clásico. Es un artista universal que consigue embaucarnos no por ser revolucionario o rupturista, sino tal vez por seguir el camino más difícil, el de la modificación de estructuras heredadas a las que insufla su personalidad y capacidad de síntesis asimilando sólo aquello que le interesa. La universalidad de su música viene dada por la multitud de rostros o la pluralidad de estilos que podían coexistir en sus obras, en las que combina con imaginación desbordante las dulces melodías italianas con la forma y el contrapunto germánicos. Einstein habla en este sentido de la «supranacionalidad» del maestro, rasgo que se observa en su inmensa producción (más de seiscientas obras) la cual abarca todos los géneros.
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