La mitificación/edulcorización (¿por sus descendientes?) de la figura del colono alemán de Sierra Morena durante el proceso de creación de las llamadas Nuevas Poblaciones bajo el reinado de Carlos III tiende a olvidar, o al menos a no citar, que aquellos colonos, provenientes en su mayoría de entornos de miseria, afectados por enfrentamientos armados o “herederos” de ellos, eran lo más parecido a los actuales refugiados. Analicemos, muy por encima, la actualidad, y que cada uno haga sus comparaciones o similitudes si las hay. Durante agosto y septiembre de 2015, los medios reprodujeron constantemente imágenes de refugiados que atravesaban la ruta de los Balcanes hacia Austria, Alemania, Dinamarca, Suecia, Finlandia y Noruega; esta migración se encontró inicialmente con la hospitalidad a través de Willkommenskultur (cultura de bienvenida), pero esto cambió cuando los populistas y nacionalistas de derecha acusaron al gobierno de Merkel por permitir que las sociedades europeas fueran «rebasadas» por refugiados musulmanes de sociedades «arcaicas», es decir, que su presencia fue interpretada por los populistas de derecha como una amenaza para la civilización occidental y la migración se transformó en una «crisis de refugiados». La llegada de personas que buscaban refugio en Europa comenzó a debatirse públicamente en los medios y la política como una «crisis», una desestabilización de las normas sociales y una ruptura en el orden social; los países europeos ricos – Suecia, Finlandia, Alemania y Austria- que recibieron la mayor parte de los 1,5 millones de personas que huyeron de las zonas de guerra en Medio Oriente y África no vivían una crisis económica. Sin embargo, la llegada de aquellos que huían de guerras y conflictos políticos produjo una «crisis» en la población nacional blanca normativa. Como algunos afirman, se trata más bien de una «crisis» de la «hegemonía blanca» representada por la reorganización de las «feminidades neonacionalistas blancas» y la reconstitución hegemónica subyacente de sus equivalentes masculinos, de forma que la retórica de la crisis se construye sobre un nivel ideológico.
Aún es tema de debate el paso anterior, el importante papel que desempeñaron los medios de comunicación en el establecimiento del populismo autoritario de la primera ministro Margaret Thatcher a finales de la década de 1970 en Gran Bretaña, indicando que la incesante fabricación de noticias sobre los hombres negros caribeños como «atracadores», fue una estrategia del gobierno conservador para lograr un consenso nacional en torno a cómo éstos atacaban a la gente blanca en la calle, consenso que se logró movilizando el racismo; un espectáculo mediático que reiteró el vocabulario colonial de la racialización del Imperio Británico dentro de la metrópoli y que distrajo la atención del desmantelamiento por la Thatcher del estado de bienestar, así como la transformación que causó el desempleo masivo y la disminución de los ingresos familiares entre las clases trabajadoras y medias, espectáculo que contribuyó a la fabricación de un «foráneo» de la nación a quien se le atribuyeron privaciones sociales y económicas, así como sentimientos de inseguridad individual. A través de los medios conservadores racistas, Thatcher obtuvo apoyo para popularizar su modelo de sociedad de ley y orden, canalizando las ansiedades y temores de la gente hacia una matriz racista de pensar la exterioridad de la nación. La cooperación entre la política y los medios dio como resultado la construcción de un bloque hegemónico que re-actualizó el racismo en la sociedad británica contemporánea. Por lo tanto, los medios fueron actores clave en la formación de un bloque hegemónico que apoyó el populismo autoritario de Thatcher. El espectáculo del hombre negro como “atracador” produjo una conexión entre la población y el gobierno creando un «pánico moral», que al mismo tiempo, alimentó las respuestas del gobierno a esta «crisis» con la introducción de la detención y búsqueda policial por perfil racial. Esta conexión entre representación de los medios representó un momento de la coyuntura específica del racismo, orquestado por una variedad de actores que representan una gama de intereses financieros, económicos y políticos convergentes y divergentes. En el caso de la producción de la «crisis de refugiados» a través de imágenes de los medios, tenemos una convergencia similar de medios y política.
Hubo incesantes quejas, en los medios populistas y sociales, sobre las «oleadas de refugiados que invadían» Europa: la «crisis de los refugiados» se dijo que era el resultado de la falta de gestión de un gobierno que no tenía en cuenta la carga causada por la migración incontrolada hacia el Estado del bienestar y la provisión de viviendas sociales, mientras que «los refugiados» se definieron como una amenaza para la cohesión social. Las desigualdades estructurales se presentaron como resultado de la llegada de refugiadxs y se combinaron con fantasías racistas de extranjerización; una pérdida de identidad nacional y cultural basada en un solo pueblo, raza, etnia, religión e idioma. La posición populista de derecha demostró amnesia sobre las historias inter-europeas de migraciones incesantes, luchas (anti) hegemónicas y la historia europea de colonialismo, esclavitud, imperialismo, colonización y migración transatlántica porque, dentro de la narrativa de una nación monocultural/étnica/racial/lingual, los refugiados contemporáneos -por ejemplo, afganos, somalíes, sudaneses y sirios- parecen no tener una conexión histórica con Europa. Sin embargo, estos países fueron colonizados por naciones europeas o han sido sometidos a las potencias imperiales europeas.
La difamación del actual refugiado como perpetrador sexual, terrorista potencial y destructor de los valores y creencias democráticos occidentales indica un cambio político que se refleja, incluso, en el vocabulario utilizado para describir términos culturales, sociales, legales y políticos la situación de vida de las personas que huyen de sus países debido a la persecución política, la guerra y otros conflictos. En la década de 1970, por poner un ejemplo, chilenos, argentinos y uruguayos fueron reconocidos como exiliados en el Reino Unido, Alemania, Francia y España. Hoy, el término exilio casi ha desaparecido del discurso público y ha sido reemplazado por políticas de asilo y discursos sobre «falsos solicitantes de asilo»; estas políticas y discursos se caracterizan por una perspectiva de asilo que socava el derecho al refugio de las personas que huyen de la violencia y la persecución y, además, el asilo está relacionado con circunstancias nacionales o regionales únicas, sin relación con una confluencia histórica de explotación global, opresión imperial y expansión capitalista. El vínculo entre la migración y el asilo se ha politizado por el endurecimiento de las restricciones migratoria y por la demanda económica de migración laboral; la migración está regulada políticamente a través del asilo, del mismo modo que este último está siendo regulado cada vez más por las demandas de migración laboral. Este es el nexo de migración y asilo, que se ha reforzado a través de una mayor securitización desde el 11 de septiembre estadounidense. El análisis de la guerra como principio integrador en la formación del orden social es más relevante que nunca pues se ha integrado al orden social cotidiano mediante el desarrollo de la retórica de la guerra fuera de las zonas de guerras físicas y como tal no es solo «la continuación de la política por otros medios; se convierte en el aspecto fundamental de la política y la legitimación». El nexo de asilo-migración sirve a esta política de legitimación de tres maneras: en primer lugar, gestiona el daño colateral y las víctimas de guerras y conflictos globales, en segundo lugar, asegura las fronteras cuando los solicitantes de asilo son tratados cada vez más como invasores, y en tercer lugar, su diferenciación de causas, patrones y trayectorias de persecución y escape socavan la legitimación ética del asilo como recurso humanitario. En este contexto, la definición de países como «países seguros» o «países de persecución» depende cada vez más de las coyunturas políticas mundiales y de los intereses políticos y económicos nacionales o europeos.
Las sociedades modernas están constituidas por la racialización; el racismo se exportó desde los siglos XV y XVI a los territorios colonizados y ocupados por Europa y se desarrolló aún más en los discursos filosóficos y científicos europeos en los siglos XVIII y XIX. Como tal, el racismo es la base de la constitución del orden mundial y la división de la población mundial; dentro de este sistema de clasificación racial surgieron categorías sociales como etnia, indigenismo, raza y religión, clasificando a la población por categorías administrativas, legales, científicas y estéticas, se desarrolló un sistema de poder a través del cual se forjaron las relaciones de gobierno, trabajo, economía y cultura que estableció los «ejes fundamentales» del eurocentrismo en un sistema jerárquico moderno, a través del cual se crearon «identidades históricas» que discernían una nueva estructura global de control del trabajo asociado con “roles sociales específicos” y “lugares geohistóricos. Además, el sistema de diferenciación racial se cruzó con un sistema patriarcal, que se volvió hegemónico en los primeros tiempos modernos (siglos XIII y XIV) en Europa y se exportó a las colonias desde el siglo XV en adelante constituyend la «colonialidad del género», la cual define la universalización de una dicotomía cis-género europea, que produjo posiciones de superioridad masculina e inferioridad femenina. En la intersección con el colonialismo y el racismo, estas categorías son complicadas, ya que cuando la masculinidad se racializa como negra y de color, se la considera «animalística» y, como tal, violenta e inferior al tiempo que la feminidad combinada con la masculinidad negra o de color puede considerarse inferior y objeto de explotación y violencia sexualizadas. Las negociaciones sobre la feminidad y la masculinidad, así como la heterosexualidad normativa, configuran las sociedades modernas donde el género juega un papel importante en la interacción de la racialización y el capitalismo global, configurando la colonialidad del poder dentro de las políticas de asilo y migración.
Teniendo en cuenta la intrincada historia global de Europa, es sorprendente que los movimientos migratorios contemporáneos se perciban en los discursos políticos y de los medios como externos a la historia de Europa y como fenómenos singulares. Esto no siempre ha sido el caso. Por ejemplo, en territorios marcados por una historia de colonialismo europeo, colonización y migración transatlántica, como estados-nación en las Américas, Australia, Canadá, Nueva Zelanda y Sudáfrica, la migración transatlántica europea ha sido fundamental para la creación de estos estados nacionales como países de inmigración. Al definirse en los siglos XVIII y XIX como «países de colonos e inmigrantes», los discursos públicos de estos estados nacionales sobre la representación nacional, cultural y lingüística oscilaron en el siglo XIX entre la negación o el reconocimiento parcial de la trama transcultural de sus sociedades, hasta el día de hoy estas narraciones silencian la explotación y deshumanización de las poblaciones originarias en estos territorios, que en algunos casos terminó en genocidio. En América Latina, la presencia africana, debido a la trata transatlántica de esclavos durante los siglos XVI y XIX, también se ha omitido de la historiografía moderna de la construcción del Estado-nación; desde el siglo XVI hasta el siglo XIX, aproximadamente 13 millones de personas de África occidental y oriental fueron esclavizadas y enviadas a Europa y las Américas. Del 1500 al 1800 los patrones de inmigración mundial fueron definidos por el colonialismo europeo. Mientras Europa establecía el dominio colonial en África y Asia, aproximadamente 48 millones de emigrantes salieron de Europa hacia América, Australia y Nueva Zelanda entre 1800 y 1925, los colonos que llegaron a América desde Gran Bretaña, Irlanda, Italia, Noruega, Portugal, España y Suecia representaban parte de la colonización moderna. Esta migración transatlántica forma parte del moderno proyecto de asentamiento colonial europeo en el extranjero, junto con el colonialismo en Oceanía. Impulsado por la anexión de tierras, la apropiación de materias primas y el sometimiento de la población indígena como mano de obra explotable, este proyecto también fue inspirado por el impulso económico producido a través de la trata transatlántica de esclavos, permitiendo la industrialización en Inglaterra, otras partes de Europa y las Américas. Después de la abolición oficial de la esclavitud en las Américas, los trabajadores contratados fueron reclutados de China e India para trabajar en la industria de plantaciones en rápida expansión desde finales del siglo XIX hasta principios del siglo XX, pero también fueron personas empobrecidas, perseguidas religiosa y políticamente por europeos.
La «crisis de los refugiados» revela las paradojas en las que evoluciona la migración dentro del surgimiento del Estado-nación moderno en el siglo XIX; en las antiguas colonias europeas ilustra la división creada entre el interno y el externo de la nación. Esta división evoca la lógica de la colonialidad, ya que crea una diferencia racial entre los de “casa”, considerados miembros de la nación, y los foráneos, considerados peyorativamente «migrantes», de manera que la dicotomía entre ciudadanos y migrantes está inserta en una lógica racializante producida dentro de las relaciones sociales formadas por los efectos perdurables del poder epistémico colonial. Las políticas migratorias tienden a descuidar el hecho de que Llamaron a los trabajadores, pero vinieron los seres humanos, como cantó el cantante turco Cem Karaca en los años ochenta. La colonialidad de la migración llama la atención sobre este hecho al abordar los vínculos entre el trabajo, el capitalismo y el racismo. Por lo tanto, el nexo de asilo-migración debe ser interrogado como un objeto de gobernanza a través de la diferenciación racial/étnica y de género, como un guión cultural para entender a la sociedad y como gramática del pensamiento a través del capital.
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